El buen salvaje

arnolds 250Hacía años que no nos veíamos. Para no recordar cuántos.
- La amistad no es de lo que muere –fue el saludo de Roger cuando de improviso me tropecé con él a la entrada del Netherland Plaza.
Roger, viejo amigo, estudiante que no estudiaba, misterio contra misterio siempre, pero divertido y locuaz.
Éramos tres, bien diferentes. Una triada como triángulo de vértices abiertos. "Cada quien con su idea", dijo una vez Cesáreo, el mexicano.
Un día Roger desapareció y luego supimos que se había llevado a Mary, la más bonita de las meseras del "Tooly Mooly", ese bar a pescado frito y cerveza "Coors", oliendo. Nos dijo un viejo cliente, que ya estaba adherido para siempre a la barra del bar, que andaban por Chicago. Eso era todo. A Cesáreo esto le dolió mucho porque Roger era su único amigo norteamericano, quien bien lo entendía. Pobre Cesáreo, no podía creer que Roger se hubiera ido sin despedirse.
"Toro-todero", le decíamos a Cesáreo porque sabía hacerlo todo. Un día vino a reparar la nevera en el apartamento que compartía yo con Roger, cerca de la Universidad, en Ludlow, y sin pensarlo dos veces nos reparó todo lo que habíamos desarmado y deconstruido con descuido alcohólico, y entonces a cambio se sentó y se tomó las cervezas calientes que teníamos, y luego lo celebramos con unos whiskys, y después nos invitó a un bar de strip-tease en Newport, y luego nos descubrió los caballos en River Downs, y como conocía a los jockeys latinos pasaba buena información, y la plata que ganábamos se iba en unos garitos de Covington, donde también nos llevó pero a regañadientes. "Con las muchachas el único peligro es casarse, decía, pero con estos mafiosos nos jodimos si les ganamos".

Y ahora Roger estaba allí, frente al hotel Netherland Plaza, pleno centro de Cincinnati, con gafas oscuras, bien vestido, pero siempre con su collar estilo Texas, aunque era de Memphis, a mucho honor, pregonaba, como si fuera egipcio.
-¿Te sigues viendo con Cesáreo? –me preguntó.
-No. Y es una lástima. Se dolió mucho de que te fueras sin despedirte. Ya sabes, así es Cesáreo, muy formal, y tú eras su amigo.
-Sí, hice mal, pero tuve que salir corriendo. Mary no era soltera, tú sabes.
-No, no sabía. A lo mejor se lo explicas si lo ves.
-¿Entonces, anda por aquí todavía?
-No estoy completamente seguro, pero creo que sí. ¿Sabías que se metió con la rubia, la otra muchacha del bar?
-Esa no era muy bonita, aunque tenía un culo enorme. ¿Y tú que has hecho, por dónde andas?
-Terminé mi doctorado en ingeniería aeroespacial, y luego me contrataron aquí en la Universidad, investigando vientos y mareas.
-¿Te casaste? Veo que tienes anillo.
-Si, con una costarricense, Feliza. Tienes que conocerla. Es una mujer formidable. Estudia letras en la Universidad. No hay hijos, no te preocupes –le dije sonriendo.
-Vamos a encontrarnos todos, qué bueno sería. Yo vine a hacer un trabajito aquí en Cincinnati, luego te cuento, pero lo voy a buscar al Cesáreo. Déjame tu teléfono. Yo estoy aquí en el Plaza, habitación 323. Pero no me llames, casi nunca estoy, yo te llamo.
Fue muy grato ver a Roger, luego de tanto tiempo. Pero había algo en su sonrisa, en su afabilidad que no era lo mismo de antes. Era como si estuviera pensando en otra cosa cuando hablaba con uno. La vida lo cambia a uno, pensé, pero no creo que vaya a llamar. Presentía que ese adiós era terminal, definitivo.
Le conté esto a Feliza, y con un escocés en la mano, antes de la cena, reí recordando nuestras andanzas locas por Cincinnati, Bellevue, Newport.
-Es una ciudad que ya no existe más –remarqué-. Había gallinas y puercos donde ahora son hoteles de lujo y edificios ultramodernos. Eran los años de la mafia del norte de Kentucky, de la venta de costillas de cerdo en las calles. A los alcaldes los detenían buscando prostitutas por Covington.
-Ahora todo está bien tranquilo, un poco aburridor si quieres –dijo ella con su vaso de vino.
-Mejor así, eran buenas las aventuras pero casi dejo los estudios. Y así no te hubiera conocido –le dije enviándole un beso.
Pero me equivoqué. Pocos días después era Roger al teléfono:
-Hermano, no lo puedes creer, me encontré a Cesáreo, igualito. También quiere verte. Le expliqué todo. Quedamos en vernos esta noche en Arnold's. Tienes que venir.
-Le diré a Feliza, a ver si está libre.
-No, no, hermano. Vente solo, como en los viejos tiempos. Dile a tu mujer que entienda, no nos vemos por mucho tiempo. Luego nos vemos con ella y con la mujer de Cesáreo.
-¿Y que pasó con Mary? –aproveché para preguntarle.
-Nos separamos. Ya te cuento.
arnold 350Llegué tarde a la cita esa noche. Pero en Arnold's no se llega tarde nunca. Está abierto desde 1861, cuando a don Simón Armold le dio por crear una taberna en ese mismo sitio, con el mismo bar, con las mismas mesas en que nos sentamos hoy.
-Nos debes dos vodkas –me saludó Cesáreo radiante.
Estaban los dos en una de las mesas más viejas empotradas en el suelo, con altos espaldares tallados, cuadros en las paredes retratando hermosas divas del 900, impresionistas.
Era para caerse a cuento, como se dice. Cada quien con su historia de todos estos años, con los respectivos chistes y la risa fuerte de Roger, ahora llegando a ser casi el mismo, para mí, porque para Cesáreo parecía que no había pasado el tiempo. Cesáreo contó sus aventuras con los nuevos mexicanos en Cincinnati, ciudad no muy proclive a admitir extranjeros que no tuvieran pelo rubio y bebieran cerveza con el codo alzado. Yo conté sin mucho detalle pero con acento irónico mis sumergimientos en el espacio de los astronautas y el ruido de los motores de los aviones.
No recuerdo muy bien, tal vez por los vodkas, pero en un momento Roger había empezado a contar una historia que le parecía fascinante.
-A lo mejor ustedes han oído hablar de Frederic Remington, el artista de los vaqueros del oeste, ¿no es cierto?
-¿El de los rifles? –preguntó Cesáreo.
-No, el artista de esos caballos briosos y pinturas de indios en sus tepees –dijo Roger, y continuó:
-Pero no importa. Lo que quiero contarles es que este Remington hizo un molde para una escultura de la cabeza de un indio a la que bautizó El Salvaje. Pero este molde, que desapareció por completo hasta hoy, sirvió sólo para hacer una pieza en oro. No es muy grande, pero sí muy valiosa. Es una figura única que no se puede reproducir, y según parece es la cabeza de un shamán que tiene poderes mágicos, favorables para quien la posea. Se dice que esta obra llegó a manos de John Wayne, el actor, quien se la compró a unos artistas borrachos de Taos, y que luego en un gesto de gran amistad, deseándole que tenerla lo haría presidente, se la regaló a Ronald Reagan. Hay gente que dice que por eso le dio cáncer a John Wayne y Reagan se hizo presidente. El Salvaje es algo que no se regala, ni se vende, ni se cambia. Se posee, solamente. Luego de que Reagan fuera presidente, dicen que su esposa Nancy empezó a sospechar que el Alzheimer de Reagan se debía a la cabeza de El Salvaje, y entonces la donó al Museo de Los Ángeles. Y allí los expertos la empezaron a estudiar para determinar su autenticidad. Pero un día desapareció. Así como así.
-¿No apareció por ningún lado? –le pregunté.
-Bueno, aquí es donde la historia se pone interesante, ya les cuento. Pero tomémonos otra vodka.
Luego de los nuevos brindis, Roger continuó:
-Resulta que un día se desata un rebullicio entre la gente pesada de Chicago porque, según parece, unos jamaiquinos, de esos que comercian duro con la droga y matan gallinas y le ponen velas a todo muerto, se la sacaron de la casa a David Silverman, el capo de los capos de Chicago, quien ahora la tenía. Cómo lo hicieron, no se sabe tampoco, pero El Salvaje aparece luego en un negocio de anfetaminas entre los jamaiquinos y un grupo de negros del cartel de Filadelfia. Y éstos se quedan con El Salvaje. Claro que Silverman y su gente están furiosos, y peor, puesto que el shamán ese tiene poderes mágicos, las cosas empiezan a ir mal para Silverman, y ve que los Federales le caen encima, y le entra la paranoia de que si no encuentran a El Salvaje se van a joder todos. Si regalarla es malo, dejársela robar es peor, eso creen. Así que despacha una tropa de gente para buscarla, y no dejen pájaro vivo hasta que aparezca. Pronto empiezan a aparecer unos jamaiquinos con las tripas afuera como gallinas, y el cuento todo llega a los negros de Filadelfia, quienes también son muy supersticiosos, y deciden vendérsela por buena plata, eso sí, a los de la mafia rusa en Nueva York. Algunos negros desaparecen en el Hudson pero ya El Salvaje está en poder de los rusos, quienes a pesar de que después del comunismo ya no creen en nada, de todas maneras piensan que salir de ella es mala cosa. Apenas la consiguen y ya los negocios se les mejoran.
-¿Es decir que la estatua va contaminando y ayudando al que la toca? –pregunté bien interesado en la historia.
-Si –dijo Roger- Se dice que este shamán aquí capturado en la estatua anda por varios mundos, y así como te puede proteger te puede joder, por eso uno no puede regalarla ni venderla ni cambiarla por nada. Y esto los aterroriza a todos que empiezan a ver cómo recuperarla. Los negros se echan maldiciones por la mala suerte que les cayó luego de venderla a los rusos. Y crece entonces la bola de que no sólo el FBI la busca desde Los Ángeles, sino que los hombres del capo de Chicago, los jamaiquinos y los negros están tratando de ver cómo la recuperan, no importa que pase lo que pase. Esa estatua es el demonio, dicen los jamaiquinos, quienes con los negros ya han puesto varios muertos en el asunto.
-Jodida la cosa –dice Cesáreo.
-Sí, y entonces a los rusos, con todo lo jodidos que son, les entra un gran culillo y deciden llevársela a Rusia por medio de la valija diplomática, y en eso están cuando, por un descuido, no se sabe cómo, una empleada de servicio colombiana, que había venido bien recomendada por el cartel de Cali, se la roba y se la lleva a su casa en el Bronx y de allí pasa a manos de unos puertorriqueños que no saben nada del asunto. La colombiana al darse cuenta de que los rusos están furiosos se escapa y como puede se va a Colombia. Pero los puertorriqueños, un poco inocentes de todo este barullo, buscan venderla por medio de una galería de arte en Chicago, de esas que comercian con obras de arte legales e ilegales, con compradores en todo el mundo. En esta galería hay un vendedor que ha oído los rumores de toda esta historia, y se encarga de la conexión con los puertorriqueños. Muy secretamente este vendedor se pone al habla con un "marchand" de París, pero en esos días uno de los puertorriqueños, bocones que son todos, habla demasiado en un bar y todos se enteran de la cosa: los de Chicago, los jamaiquinos, los negros y los rusos, y se vienen todas esas pandillas a Chicago. Por supuesto que el vendedor también se entera y tiene que salir huyendo de Chicago y le da cita al francés en otra ciudad y se escapa con El Salvaje en la maleta.
-¿Y entonces?
-Pero el francés no aparece, a lo mejor olió todo lo que pasaba, y el vendedor se queda sin saber qué hacer. La gente de la galería de Chicago no quiere saber nada, así que no tiene para dónde ir, ni a quien recurrir.
-Qué historia de miedo? –digo.
-Pobre vendedor, ¿y entonces que pasó? –es Cesáreo.
Roger se quedó un momento en silencio, y luego dijo:
-Bueno, no sé cómo termina esta historia, pero aquí tengo algo que quiero mostrarles.
Roger miró para todos lados. El bar estaba prácticamente vació a esas horas. Sin dejar de mirarnos metió las manos debajo de la mesa y sacó de allí una bolsa grande de papel. Lo miramos estupefactos. Y sin darnos tiempo a reaccionar o decir nada, sacó de la bolsa, envuelta en papel de seda blanca, la cabeza en oro de El Salvaje. Deslumbraba el amarillo.
Ahora sí estábamos aterrorizados.
-¿Nosotros? –alcanzó a decir Cesáreo sin mucho sentido.
-Sí. Háganme un favor. Nadie va a pensar en ustedes. La tienen por unos días. Nadie los asocia conmigo. Como buenos hermanos que somos, ayúdenme en ésta.
Me paré de la silla. Roger metió de nuevo la cabeza de El Salvaje en la bolsa y me miró directamente. Cesáreo lo intentó pero no se podía parar, arrinconado al fondo.
Metí la mano al bolsillo y encontré dos billetes de 50 y los puse en la mesa, sin quitarle la mirada a Roger.
Nadie dijo nada entonces. Salí de la habitación sin decir palabra, y luego del bar sin mirar hacia atrás. Todavía no sé, ni sabré de seguro, si los dos se están riendo a carcajadas o algo siniestro los cobija.

 

 

Sobre el autor

armando romero 070ARMANDO ROMERO (Cali, Colombia, 1944) perteneció al grupo inicial del nadaísmo —movimiento colombiano de vanguardia de la década de los 60—. Viajó y residió en varios países de América, Europa y Asia, entre ellos México y Venezuela; también en Grecia donde escribió su primera novela, Un día entre las cruces (1993) y varios libros de poemas. Actualmente vive en los Estados Unidos. Entre sus libros figuran los poemarios Los móviles del sueño (Premio Mérida de Poesía, 1975), El poeta de vidrio (Caracas, 1979), A rienda suelta (Buenos Aires, 1991), Agion Oros- El Monte santo (Caracas, 2001), De noche el sol (Medellín, 2004) y Versos libre por Venecia (Venecia, 2010); los libros de cuentos El demonio y su mano (Caracas, 1975), La casa de los vespertilios (Caracas, 1982), La esquina del movimiento (Caracas, 1992) y La raíz de las bestias (México, 2005); y las novelas Un día entre las cruces (Bogotá, 1993) ; La piel por la piel (Caracas, 1997) y La rueda de Chicago (Bogotá, 2004), que recibió el Premio a la mejor novela de aventura en el Latino Book Festival (Nueva York, 2005) y fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Es también el antólogo del libro Una gravedad alegre. Antología de poesía latinoamericana al siglo XXI (DIFÁCIL, 2007). Su obra ha sido traducida al inglés, italiano, francés, portugués, griego, árabe, rumano, hindi y alemán. Ha sido distinguido con el título de Charles Phelps Taft Professor de la Universidad de Cincinnati. En 2008 la Universidad de Atenas le nombró Doctor Honoris Causa. La revista literaria Aleph (Colombia) le dedicó un número crítico completo (160) a su obra. Lo puede leer pulsando el siguiente enlace aquí.

El buen salvaje enviada a Aurora Boreal® por el escritor Armando Romero. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Armando Romero. Foto Armando Romero © Armando Romero. Fotos de Arnold's tomadas de internet.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones