Fuga - Evelio Rosero

Nos embarcamos un día de junio, cuando aún no amanecía, y de inmediato nos hicieron descender a las entrañas de la nave. En la azulada oscuridad el capitán nos informó cuáles eran nuestros derechos, nuestros deberes:

–Nadie hablará con la tripulación.

“El horario de comidas será respetado. No se toleran los excesos, se trate de vino, café o cigarrillos.

“El tiempo de recreo está restringido.

“Mejor dicho –dijo de pronto–, ustedes conmigo están jodidos”.

¿Era cierto lo que oíamos?

Y añadió como si se lamentara:

–Tengo el deber de respetarlos.

Y luego:

–Así me lo mandan desde arriba.

Entrevimos que su cabeza se doblaba hacia arriba, ¿a quién se refería?

–A partir de las nueve de la noche –dijo con un suspiro– deberán encontrarse en sus respectivos camarotes, todos los días. Volverán a hacer lo que quieran –dijo como si bostezara– cuando lleguemos a destino, si las cosas marchan, y si no marchan yo las haré marchar.

–Su voz se impregnó de fastidio, ¿desprecio? –Qué fardo tendré que soportar –dijo–. Ustedes…

–Era como si buscara las palabras, las encontrara pero se arrepintiera de pronunciarlas-: …llevarlos con bien a su destino. De eso se trata. Para eso me he comprometido.

A duras penas distinguimos el rostro del capitán. Lo acompañaba un hombre –una sombra de hombre, baja, gorda, que abrazaba una especie de carpeta.

–El señor Yun es nuestro cocinero –lo presentó el capitán–, podrán hacerlo partícipe de cualquier inquietud, ¿quién mejor que un cocinero para escuchar inquietudes?, las inquietudes humanas provienen más del estómago que del corazón, una mala digestión provoca funestas inquietudes. Si se requiere de mi intervención para resolver inquietudes, primero el señor Yun lo decidirá: yo no voy a perder mi tiempo con sus pequeñas indigestiones. De ahora en adelante el señor Yun es su interlocutor, el mediador entre ustedes y yo, el mediador entre ustedes y la tripulación, el mediador entre ustedes y el barco, el mediador entre ustedes y el mar. Él es Dios.

El señor Yun inclinó con prontitud la cabeza; logramos oír que sonreía. Abrió su carpeta y se apresuró a repartir hojas -arrugadas hojas de cuaderno para cada pasajero.

–Aquí encontrarán importantes indicaciones –dijo.

Su acento chino troceó el aire:

–Lean con cuidado, cumplan. No permitiré confusiones. Entiendan que yo voy a acompañarlos el resto de su vida en este barco.

¿El resto de nuestra vida? –fue como si todos lo pensáramos al tiempo y lo gritáramos. El señor Yun no se inmutó. Siguió hablando:

–Pero antes del resto de la vida iré con ustedes a sus camarotes, allí los dejaré. Volveremos a reunirnos en el comedor, a las ocho en punto de la mañana. Hay un reloj enfrente de todas las camas: es un reloj que marca la hora de los pasajeros, la misma hora para ustedes pero no para nosotros, que tenemos otro tiempo, otras horas: por eso mismo los vigilaremos con más eficacia. Sigan detrás de mi voz. Iremos primero al camarote número 2, después al 4, y así sucesivamente.

El señor Yun encendió una débil linterna –que no bastó para descubrirnos en su fracción de luz: vimos solo rostros sin ningún sexo, atribulados.

–En cada hoja se indica el número de su camarote –dijo el señor Yun, la luz todavía alumbrándonos, busquen su número, memorícenlo, ¿quién tiene el camarote 36?

–Yo –se oyó una voz de mujer.

La luz del señor Yun desapareció y reapareció la oscuridad como un golpe.

–El suyo es el último camarote –dijo la voz infinita. Y se apresuró a explicar–: verá que enseguida de su puerta hay unas gradas que suben al puente. No suba por ellas, nunca; son escaleras prohibidas; tiene que devolverse por el pasillo hasta el camarote número 2, de donde parte otro pasillo, el que conduce al comedor. Ya les indicaré.

–¿Es que nunca podremos pasear por el puente? –preguntó una voz carrasposa, senil.

–Claro que sí –dijo el cocinero–, pero ya indicaré en qué lugar del puente podrán ustedes pasear, mejor dicho en qué único lugar del barco podrán ustedes pasear, o vivir, que es lo mismo, y ya indicaré los sitios vedados, los sitios a los que jamás deberán asomarse.

Aquí sonrió el cocinero como impulsado por una sufriente mordacidad:

–Este barco es más grande de lo que ustedes imaginan. Es como el mundo, es mucho más. Con la luz del día –decía el señor Yun, mientras nosotros seguíamos el rastro de su voz que avanzaba– podremos mirarnos a los ojos, y solo así podremos acabar de entendernos, solo así nos presentaremos de verdad, pero, ¿de qué sirve decir esto? Voy a encender la luz, el tiempo justo.

–Volvió a encender la pálida linterna y la puso frente a su cara: todos, al tiempo, debajo de esa luz como de leche cayendo, descubrimos que el cocinero era ciego. En lugar de ojos tenía dos espantosas cicatrices como huecos donde la carne se sumergía como entre una arruga feroz.

–No por ciego soy menos cocinero, señores –dijo–: No por ciego soy menos Dios.

Descubrimos que el capitán ya no se hallaba a su lado. El cocinero apagó la luz. Dio una circunferencia alrededor, sin tocarnos. Sentíamos el círculo de su presencia alrededor.

–Conozco este barco como conozco mis manos –dijo–, las mismas con las que he estrangulado no solo pavos, no solo gansos, no solo gatos. Sin verlos a ustedes soy muy capaz de distinguirlos. No solo me ayudan sus voces, me ayudan sus respiraciones, sus olores, sus diferentes miedos.

Y así fue: sentimos miedo por primera vez del cocinero, y más miedo del país que dejábamos: sin hallarnos encima de su tierra, sin que lo pisáramos, el país nos seguía, todavía nos seguía, nos perseguía, nos atrapaba, el barco era igual que un brazo, una garra, una viva extensión del país. La voz del cocinero se impuso al miedo, lo oímos:

–Por eso decía que ya tendríamos oportunidad de mirarnos a los ojos, de conocernos. Ya vieron que estoy ciego, ya se hacen cargo de quién es su vigilante, un ciego. Pero qué ciego, señores, qué ciego soy.

El cocinero rió, horrible, momentáneo: parecía el roznido de un cerdo, veloz, repetido.

Se oyó por un instante que el barco entero temblaba, vibraba, como si todos sus clavos y goznes se sobrecogieran. Pero la sensación de movimiento desapareció. Solo flotábamos a la deriva. Ninguna fuerza impulsaba la nave. Y oímos la voz del cocinero, sin verlo, ¿en qué lugar se encontraba? Oíamos la voz en todas partes, muy cerca, como de cuerpo presente:

–Cuando salga el sol –decía– estaremos lejos. Y más lejos cuando el sol se hunda, y ya nunca más nos detendremos.

Aquí su carcajada desorbitada nos sobrecogió.

–Cuando llegue el momento ustedes podrán subir al puente, como subir al cielo, y asomarse. Verán su cielo: gris, encapotado, y la luz del día herirá sus ojos, sus pobres ojos tanto tiempo en la oscuridad. Respirarán el aire, este aire, más podrido que salado, puro intestino humano.

“Ocurrirá en instantes. La edad del hombre es solo instantes, fulgores que no desaparecen sino que ya desaparecieron. En un segundo comprenderán quiénes son y quiénes fueron, de dónde vienen, a dónde van. Sus esperanzas se alejarán, serán solo un punto en el horizonte”.

Nos sobrecogieron aquellas palabras: había tal fuerza, tal resolución, que pensamos que era cierto lo que decía, que todo ocurriría como él profetizaba. Oímos la escabrosa voz:

–Prepárense –dijo–. Aquí empieza.

Éramos solo sombras siguiéndolo. Íbamos lento, pero a veces tropezábamos entre nosotros. Debíamos ser entonces unos dieciocho, si nos ateníamos a que nos asignarían los camarotes de número par, del 2 al 36. Pero ¿quiénes habitaban los camarotes impares? Acaso esa pregunta merodeó por la cabeza de todos, que nos desconocíamos entre nosotros y no nos atrevíamos a preguntárselo al cocinero y mucho menos al capitán, que había desaparecido. Entonces, ¿el barco era también otra mazmorra? Y, según eso, ¿nuestro salvador era también un carcelero? Semejante conclusión nos apabulló. El capitán se había ido y nos dejaba en su lugar un cocinero al que nombraba señor Yun, o Dios.

En la noche cerrada el barco seguramente avanzaba sin que nos percatáramos: así de inmóvil estaba el mar, sus aceitosas aguas; no se percibía el chapoteo de las olas; no había brisa que recorriera las entrañas del barco –ese barco de húmeda y mohosa madera por donde deambulábamos como horda de fantasmas, arrastrando la mirada, arrastrando los zapatos. Detrás de una claraboya las luces del puerto –las seis o nueve luces que lo configuraban– se iban alejando de nosotros, y nosotros de ellas.

–Camarote 20 –anunciaba el cocinero, y abría una puerta y una sombra desaparecía y la puerta se cerraba. Ya quedábamos unos pocos detrás del cocinero, la oscuridad seguía total, aún no amanecía. Se oyó que alguien reía, aguda, sutil, brevemente –debía ser una joven mujer, pensamos, pero igual podía ocurrir que llorara, que se tratara de un gemido, un sollozo, un sollozo del que su dueña se arrepentía porque ya no se oyó más.

 

evelio rosero 350Evelio Rosero
Bogotá, Colombia (1958). Es autor de las novelas: Mateo Solo (1984), Juliana los mira (1985), El Incendiado (1987), Señor que no conoce la luna (1990), Muertes de fiesta (1995), Plutón (1999), Los almuerzos (2000), En el lejero (2003), Los Ejércitos (2006), La carroza de Bolívar (2011) y Plegaria por un Papa envenenado (2014). De los libros de cuento Las esquinas más largas y 34 cuentos cortos y un Gatopájaro. Asimismo ha publicado novelas para jóvenes y niños: Pelea en el parque, Cuchilla, El aprendiz de mago, Los Escapados y La Duenda. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y merecedora de premios nacionales e internacionales, entre los que destacan el Internacional de Novela Tusquets (2007), el Nacional de Novela del Ministerio de Cultura en Colombia (2014), el Independent Foreign Fiction Prize en Inglaterra (2009) y el ALOA Prize en Dinamarca (2011). Evelio Rosero reside en Bogotá. En abril de 2018se presentó al público su más reciente novela: Toño Ciruelo. y en 2019 Tusquets Editores presentó una edición de sus Cuentos Completos.

 

 

Relato seleccionado y enviado a Aurora Boreal® por Evelio Rosero. Publicado con autorización de Evelio Rosero. Este material también fue publicado en el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018. Publicado con autorización de Evelio Rosero. Fotografía de Evelio Rosero © Sandra Pøerez.

Para descargar el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018 pulse aquí.

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