Margarita García Robayo - Sopa de pescado

Una mañana muy temprano, cuando el señor Aldo Villafora todavía dormía, lo perturbó un olor muy fuerte a pescado hervido. No llegaba a ser olor a sopa; le faltaban condimentos y yerbas y, claro, le faltaba el anís que Helena le ponía a todo. O sí, llegaba a ser olor a sopa, pero una sopa claruchenta y desabrida. Pensó que estaba soñando.

Después de dar varias vueltas en la cama y de aplastarse la cabeza con la almohada, Villafora por fin se levantó. Se sentó, respiró hondo un par de veces y ese olor inmundo se le metió por la nariz, le bajó por el esófago y se le instaló en el estómago. Era como cuando aparecían pescados muertos en la playa y pasaban semanas sin que nadie los recogiera. Y allí se podrían, y el aire se impregnaba de ese olor a carne ennegrecida, muerta.

En la mesa de noche, el reloj de arena tenía casi toda la arena en la parte de arriba y apenas una capa muy fina en la de abajo. Era el comienzo de otra hora: Villafora no recordaba cuándo había terminado la anterior, cuándo le había dado vuelta el reloj de arena. Pero no le extrañó. Últimamente ni se daba cuenta de cuándo la noche se hacía día.

Se paró de la cama y se amarró la sábana a la cintura. El espejo de pared le devolvió la imagen de un tipo gastado por el trasnocho: flaco pero ácido, la piel transparente como el papel mantequilla y esas venas azules que le recorrían el cuerpo como el mapa hidrográfico de un país con muchos ríos. Villafora era el dueño de un bar viejo que también era su casa. Se llamaba «Helena», como su esposa, que había muerto por culpa de una enfermedad larga y dolorosa, que le fue tomando cada hueso del cuerpo hasta dejarla tiesa, delirando en una cama. El bar quedaba en la planta baja: era un lugar despojado, un bebedero fabril con mesas y sillas de madera, y una gran barra con banquetas altas. Había un ventanal que miraba a un callejón –por la mañana se parqueaban carretas con verduras y por la noche algunas putas que, cuando no conseguían clientes, iban a parar al bar–. La casa quedaba arriba: era una pequeña sala con ventana, seguida de un cuarto con su baño. Por la ventana de la sala se veía el puerto, que no funcionaba mucho como puerto; era más bien un depósito de canoas y lanchas pesqueras de poca monta. La ciudad era un balneario turístico, un lugar de paso para mochileros y parejitas precoces fugitivas.

La muerte de Helena había modificado las costumbres del bar: por ejemplo, últimamente solo se servía sardinas fritas. Cuando Helena vivía, en cambio, con- seguía que en el mercado le guardaran las cabezas de pescado y cada tarde hacía sopa. La sopa funcionaba bien a la madrugada, cuando los borrachos volvían a tener hambre y solo había que recalentarla. Pero no bien murió Helena, Villafora decidió que la comida sería lo menos importante en ese lugar: si él mismo comía poco y soso, a cuenta de qué iba a trabajar para llenarle la tripa a otro.

Total, que esa mañana olorosa a pescado el señor Aldo Villafora se levantó de la cama, se amarró la sábana a la cintura, comprobó que era el mismo de siempre en el espejo de pared y se dispuso a bajar las escaleras. Iba indignado ante la sospecha de que Wally, el cantinero, o Grace, la mujer de la limpieza, estuvieran haciendo sopa de pescado. Porque eso quería decir que estaban desatendiendo su instrucción, pasándole por encima. Y ese pescado que nada en la olla, ¿por dónde entró?, imaginaba Villafora que los retaría, y que ellos, caraduras como eran, alzarían los hombros: Hum. ¿Acaso vino saltando desde el puerto y se zambulló en el agua hirviendo? ¿Es un pescado mártir? Pero cuando Villafora llegó a la cocina, ni Wally ni Grace estaban haciendo sopa. Entonces recordó que ni siquiera estaban en la casa; se habían ido a una cantina del puerto a mirar la final del Superbowl, donde jugaba un talento local apodado el Chichi Pimiento.

–¿Quién está ahí? –dijo Villafora, con voz firme. Nadie contestó. Caminó erguido alrededor de la cocina, sacando los huesos del pecho y echando los hombros hacia atrás–. ¿Que quién está a...?

Y no terminó porque oyó el maullido débil de Penélope, la gata que Wally le había regalado a Helena. La trajo un día de la calle, zarrapastrosa: «Le traje un regalo, doña Helena». Y a Villafora le pareció un atrevimiento: «Nadie le da regalos a mi mujer, solo yo». Pero apenas Helena vio a la gata se encariñó. Penélope volvió a maullar; entonces Villafora descubrió dónde estaba. Corrió al horno, lo abrió y sacó a la gata, desgonzada, sucia de grasa vieja. El horno estaba apagado, pero era uno de esos aparatos industriales que al cerrarlos quedaban como sellados al vacío. Sirvió leche en un platito y se llevó a Penélope al salón del bar. La puso en el piso y él se sentó detrás del mostrador, se apoyó de codos en la barra y miró el salón vacío: las sillas levantadas sobre las mesas, el piso sucio, las paredes mohosas con fotos de lugares a los que nunca iría –París, Nueva York, Tokio, Londres, Granada–. Los cuadros los había puesto Helena, que era fanática del Travel and Living. Villafora bostezó. Recordó el olor a pescado que lo había levantado y descubrió que había desaparecido. Se volteó a mirar la caja con las cenizas de Helena, que estaba en el último piso de la estantería de licores, como acusándola de haberlo levantado con ese olor de porquería. Pero enseguida espantó esa idea de su cabeza, porque el señor Aldo Villafora no era alguien místico ni fantasioso, ni siquiera cristiano. Para él las cenizas de Helena eran solo eso: cenizas. Y aunque a veces las miraba con nostalgia, tenía claro que alguna vez tendría que hacer algo con ellas, pero todavía no sabía qué. Lanzarlas al mar se le hacía demasiado cursi, echarlas por el inodoro no le producía ningún alivio.

 

*

 

Villafora abrió los ojos. Se había quedado dormido. La gata ya no estaba. En el salón del bar, en cambio, había un hombre y una mujer arrinconados contra una pared, chupeteándose como perros. Villafora detestaba esos espectáculos en el bar, sobre todo siendo tan temprano. Comprobó que el portón de entrada estaba cerrado. Debían haber entrado por la ventana. Quizá eran asaltantes.

Agarró un cuchillo de abajo del mostrador y se encaminó lentamente hacia ellos. En un movimiento muy rápido, el hombre echó a la mujer sobre una mesa y le alzó la falda; se bajó los pantalones y se sacó un miembro gigantesco, la cosa más impresionante que Villafora había visto en su vida.

–¡Oiga! –dijo, y el tipo se volvió a mirarlo.

Era el marinero Téllez: penetraba salvajemente a la mujer y ella largaba alaridos roncos. Villafora se mandó contra Téllez, lo empujó con fuerza y Téllez se movió apenas, pero eso alcanzó para que pudiera ver la cara de la mujer:

–¿Helena?

Helena lo ignoró, estaba perdida en una expresión de placer que Villafora desconocía. Estaba despaturrada, enganchada por el miembro monstruoso de Téllez. Villafora corrió hasta el otro extremo de la mesa, agarró un puñado de pelo de Helena, le tiró la cabeza hacia atrás y le rajó el cuello.

–Puta.

 

*

 

–¿Señor Villafora? –era Grace.

Villafora abrió los ojos y vio a la muchacha mirando hacia un lado, de una manera que hacía pensar que tenía tortícolis. Entonces vio que estaba desnudo: la sábana se había caído al piso.

–Disculpa, Grace. –Levantó la sábana y volvió a amarrársela en la cintura–. Me quedé dormido acá porque alguien dejó a la gata en el horno, y por ese olor a pescado que...

Grace lo miraba como se mira a un loco.

–¿Qué te pasa? –dijo Villafora y la muchacha se alejó sin decir nada, metiéndose en la cocina. Villafora pensó que era una maleducada; pero al cabo de unos segundos, cuando él se disponía a volver a la cama, Grace salió de la cocina, ahora con Wally, y los dos se lo quedaron mirando. La cara de Wally estaba desencajada, tenía los ojos rojos y Villafora pensó que era porque se había pasado la noche bebiendo como un desquiciado por culpa del tal Chichi Pimiento.

–La señora está muerta –le dijo Wally.

Grace se echó a llorar y Villafora los miró sin entender nada.

–¿Ah? –dijo–. ¿Qué les pasa? ¿Se embobaron? –Con una mano se agarró el nudo de la sábana y con la otra los señaló, amenazante–. Alguno de los dos hizo algo muy malo: no se hace eso con un animal.

Grace lloró más fuerte. Wally abrazó a Penélope, que ahora estaba en sus brazos, ácida. ¿Cómo había llegado la gata hasta allí? Villafora se sintió cansado, apretó los ojos y los volvió a abrir.

–¿Qué le pasó a Penélope? –preguntó, confundido.

–¡Usted la mató! –dijo Wally, los ojos llenos de furia.

–¿Yo? –Villafora no podía del cansancio; las rodillas le temblaban, las piernas casi no lo sostenían–. Que tome leche, eso la va a poner mejor. –Se dio vuelta y empezó a subir las escaleras–. Después, sáquenla de acá, échenla a la calle y... –La voz se le volvió suspiro.

 

*

 

La cama estaba húmeda. Villafora no encontraba la posición para dormirse del todo. Cada vez que respiraba le sonaba un pito y el pecho le dolía. El reloj de arena en la mesa de luz seguía teniendo casi toda la arena en la parte de arriba y, en la de abajo, una capa apenas más gruesa que la de esa mañana. Otra vez olía a pescado. Y se oían murmullos.

En ese rato soporífero el señor Aldo Villafora soñó que iba en un barco rumbo a Europa, vestido con un chaleco de botones dorados. Lo acompañaban Helena y Penélope, a la que le habían puesto un lazo en el cuello y parecía una de esas gatas de porcelana que vendían en las ferias. El sol estaba brillante, pero benigno, por eso podían estar en la proa mirando el mar: él, sentado en un sillón confortable, y Helena, de pie, con la mirada perdida en el horizonte. Ella llevaba un sombrero de cinta bordó y un vestido ceñido hasta la cintura que luego se elevaba en una gran pollera. Ahora que lo pensaba, los dos estaban vestidos de una manera rara, antigua. Penélope se había echado en otro sillón y lo miraba a él, que cada tanto le hacía muecas y mimos a la distancia. Le caía bien esa gata, aunque no le gustaba reconocerlo. Para el señor Aldo Villafora el amor por los animales era propio de las personas sin carácter.

De algún lado llegó una música de piano y Villafora cerró los ojos, respiró hondo el olor del salitre y se sintió contento, relajado. Villafora y su mujer nunca habían tenido vacaciones.

–Helena, esa que suena no es la canción que dice algo de una barca que lleva una cruz de... ¿de qué? –preguntó.

Ella se volvió lentamente hacia a él con una expresión vacía.

–No sé, mi amor.

–¿Te pasa algo?

–No.

Pero era obvio que sí. Helena volvió su mirada al mar y Villafora miró en el mismo sentido. Había una barca y un marinero que remaba. El marinero también miraba a Helena, le decía cosas que Villafora no alcanzaba a entender.

–¿Quién es ese, Helena? –preguntó. –¿Quién?

Ella seguía mirando al tipo, sonriéndole con la cara ladeada. Entonces Villafora vio que era el marinero Rodríguez, que se acercaba al barco con su porte cavernícola, cada vez más rápido.

–Ven, Helena, siéntate acá conmigo.

–No puedo.

–¿Por qué?

Helena alzó los hombros. Villafora buscó a Penélope en el otro sillón, pero ya no estaba. Ahora había una palangana con un montón de pescados agonizantes que daban saltitos desesperados y olían muy fuerte.

–Estoy harto, enfermo de tanto pescado... –Villafora se tapó la nariz.

Helena caminó rápidamente hacia él y se sentó a su lado. Llevaba un vestido que le apretaba el torso y le abultaba las tetas al medio, como los de las putas del callejón.

–Tienes que tomarte la sopa, mi amor –le decía Helena, con un plato y una cuchara en la mano: revolvía y soplaba el agua claruchenta que despedía el mismo vaho repugnante que le había perturbado el sueño esa mañana.

Villafora negó con la cabeza.

–No quiero sopa, no.

–Es buena para el cerebro, es buena para las articulaciones, el médico dijo... –¿Qué médico?

–El médico gordo, mi amor.

Él miró a su alrededor y confirmó que estaban solos en medio del mar, pero cuando quiso decírselo a Helena, ella había desaparecido.

 

*

 

Cuando el señor Aldo Villafora volvió a abrir los ojos era casi de noche. La puerta de la habitación estaba abierta y se veía de frente la ventana de la sala que miraba al puerto. En el cielo había pocas estrellas y una luna delgadísima. En la mesa de luz el reloj de arena no terminaba de vaciarse.

–Qué aparato de porquería –dijo Villafora y sintió la boca seca.

¿Cómo era posible que un reloj de arena se dañara? Se sentó en la cama con dificultad. Cada vez le costaba más levantarse, cada vez estaba más flaco y débil. Desde allí se miró en el espejo de pared y le pareció que tenía un aspecto cadavérico. Estiró el brazo para agarrar el reloj, pero lo que se trajo en la mano fue un revólver.

Lo miró y lo metió debajo de la almohada, donde solía mantenerlo por seguridad.

Seguía cansado y pronto tendría que levantarse para bajar al bar. Ya Wally debía haber abierto y Grace no se manejaba bien en la caja. Se distraía con los clientes que le daban conversación para aturdirla y pagarle menos. A esa hora todavía no era tan grave, pero cuando empezaran a llegar los marineros del puerto, a eso de las ocho, todo se complicaría. Venían hambrientos, ya medio borrachos, y en el bar terminaban de perderse. Se llenaban las manos de sardinas y se las embutían por la boca como animales. A veces se las restregaban en la cara a algún compañero distraído; después se limpiaban las manos en la ropa y la hediondez se hacía insoportable. No había una sola noche en que la pobre Grace no tuviese que limpiar un vómito. Cuando había putas, los marineros les ponían la comida en las tetas y comían de allí: el griterío de las mujeres turbaba más a Grace, que muchas veces terminaba llorando y abandonando la caja a la buena de Dios. Villafora sabía todo esto porque una vez se había enfermado un par de semanas y le pidió a Grace que lo reemplazara en la caja. Pero, al tercer día, la zozobra de la muchacha era tal que Helena abandonó su lugar en la cocina para cubrirla. Su mujer había soportado estoica todas esas noches; cuando se metía en la cama a la madrugada estaba hinchada de cansancio, y Villafora se deshacía en disculpas y sollozos. Pero ella le decía que no se preocupara, que ya iban a juntar plata para cerrar ese bar, para irse de viaje, y entonces todo sería un mal recuerdo.

–Un mal recuerdo, mi amor.

Le parecía estarla oyendo.

Villafora trató de levantarse pero algo se lo impidió. Un peso sobre sus hombros, un dolor terrible en las sienes. Apretó los ojos con fuerza y escuchó gritos abajo. Debía haberse armado una pelea. Tomó impulso, se levantó, salió del cuarto y se asomó desde el balcón interno al salón del bar. Los clientes le hacían la ronda a un par de marineros que se mataban a golpes y una mujer intentaba separarlos.

–¿Grace? –llamó Villafora.

Pero había tanto ruido y él tenía la voz tan débil que nadie lo oyó. Empezó a bajar lentamente las escaleras. Cada paso que daba le dolía en todo el cuerpo. En algún momento, mientras bajaba, la pelea dejó de parecerle una pelea: Téllez y Rodríguez soltaban carcajadas y la mujer se alternaba entre sus brazos. Cuando Villafora llegó al último escalón, vio a Rodríguez abrirse el cierre y sentarse en una silla. La mujer se alzó la falda, se le sentó encima, de frente, y se dejó caer de espaldas sobre los brazos de Téllez, que la sostuvo mientras ella se retorcía: era Helena. Tenía la blusa a medio poner, el brasier al aire y los labios pintados, y se reía, gozaba y se reía. Villafora se paró al lado de ellos y allí se quedó unos segundos en los que le pareció estar flotando sobre el piso, mirando todo como si fuera una película, o un recuerdo. Apoyó la boca del revólver en la frente de Helena y disparó.

 

*

 

El estruendo lo sobresaltó: Villafora se llevó la mano al pecho, se incorporó y descubrió en la ventana de la sala una explosión de fuegos artificiales; al fondo se oían gritos y abajo subieron la música a un volumen tan alto que le hizo palpitar la cabeza. Volvió a recostarse. En realidad, sintió como si alguien lo empujara suavemente por los hombros.

–Grace, pide que bajen el volumen, por favor, un poco de respeto...

Villafora escuchó la voz de su mujer, lejana, como desde un precipicio. Entreabrió los ojos y vio a Grace, llorosa, en el umbral de la puerta de la habitación: se dio vuelta y salió. En la sala, de espaldas a Villafora, un hombre gordo miraba por la ventana los fuegos artificiales.

–¿Quién es...? –intentó decir Villafora.

–Shh, no te esfuerces –dijo Helena, que estaba a su lado, sentada en un banquito. El hombre gordo se dio vuelta y caminó hacia el cuarto.

–Ganó el equipo del Chichi Pimiento, por Dios, si esto sigue así van a declarar toque de queda.

Helena le acomodó la almohada a Villafora, le subió la sábana hasta el pecho.

–¿Cómo va? –dijo el hombre gordo. Helena negó con la cabeza:

–Dice cosas raras, se queja de un olor, pero yo no siento nada.

Helena ordenaba cosas en la mesita de noche: un plato de sopa claruchenta, un frasco de pastillas, jeringas. El hombre gordo posó la mano en su hombro y le dijo:

–Tranquila, esta fase es com...

–¿Se dará cuenta? –lo interrumpió ella, la voz muy ronca. El hombre gordo suspiró.

Grace volvía a entrar en la habitación. Wally venía con ella, la cara encendida, los ojos inyectados de sangre:
–¿Ya? –dijo, mirando a los lados, agitado. –¿Qué le pasó a Penélope? –dijo Villafora. –Shh –volvió a decir Helena, enjugándole la frente con un pañuelo.

–¿A quién? –dijo Wally.

Helena alzó los hombros:

–Una gatita que tuvimos hace años y que... Un cohete apagó su frase siguiente. Helena volvió a mirar la mesa de noche y le dio vuelta al reloj de arena. Ahora sí se había vaciado. Suspiró, tomó la mano de Villafora.

–¿Y ahora? –balbuceó Grace, mirando al hombre gordo, que estaba apoyado en la pared con una serenidad que a Villafora le pareció insultante.

El hombre gordo respiró hondo y contestó: –Ahora hay que esperar.

 

margarita garcía 550Margarita García Robayo
Cartagena, Colombia (1980). Es autora de las novelas Hasta que pase un huracán, Lo que no aprendí y Tiempo muerto; de varios libros de cuentos entre los que se destaca Cosas peores, galardonado con el Premio Literario Casa de las Américas 2014; de una antología personal publicada en Chile llamada Usted está aquí; y del libro de ensayos autobiográficos Primera persona. Participó también en antologías colectivas como Región: cuento político latinoamericano y Padres sin hijos / Childless parents. En 2018 se lanza Fish soup, una antología personal en inglés que reúne casi toda su producción. Su trabajo ha sido publicado en Latinoamérica y España, y ha sido traducido al inglés, francés, portugués, italiano, hebreo y chino.

 

Material enviado por Casanovas & Lynch Agencia Literaria S.L. El relato pertenece al libro Cosas peores. Este material también fue publicado en el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018. Publicado con autorización de Casanovas & Lynch Agencia Literaria S.L  Fotografía de Margarita García Robayo © Mariana Roveda..

Para descargar el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018 pulse aquí.

 

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