"Nadie va a oír nada… ¿hay algo que quieras decir?"
Pero no, el capullo no quería decir nada. Sudaba e imploraba, al poco lloraba y en media hora pasó por todas las etapas de la histeria premortem que había estudiado en mi cuarto: agresividad, intento de librarse, insulto, incredulidad, desesperación, de nuevo agresividad, frustración, sensación real de final, conciencia clara del miedo, y otras, pero además el tipo no era fino ni inteligente, con lo que iba mezclando estos estados de ánimo en lugar de seguir la secuencia psicológica que indican los manuales. Si es que encima era gilipollas.
"Te voy a oír solo yo, por si quieres decir algo antes del final". Y vuelta a mezclar los estados de ánimo y a mearse, tonto del culo.
"¿No? Bien, entonces hablaré yo, porque estoy seguro de que tú sí me vas a oír".
Y le fui desvelando cómo me enteré, cómo lo supe, qué cabos había dejado sueltos por descuidado e improvisador, incluso para esto hay que ser experto, y él escuchaba estupefacto. Cuando tenía algún acceso de bravío lo negaba todo sin argumentos, pero es que, claro, así no hay quién mantenga una conversación. Yo no me enfadaba, ni siquiera le explicaba lo que le esperaba de inmediato, esto jode aún más, creo, tan solo se lo enumeraba, lo cual parecía crear un efecto multiplicador del pánico en su rostro, que no hacía más que sudar a pesar de estar en otoño, y tan oscuro. Hay gente que no soporta las enumeraciones.
Al rato, le fui enseñando todos los instrumentos con los que me había ido familiarizando al principio y adquiriendo destreza con los meses. Algunos provocaban rechazo nada más verlos; el metal es así, lo oye todo el mundo, pero no produce sonido sobre la carne.
"Nadie oirá nada, no te molestes en gritar. Bueno, como tú veas, me da igual".
Me di incluso el gustazo de enseñarle los manuales por los que me fui guiando para aprender bien la técnica disectiva, en qué músculos conviene centrarse para causar el mayor dolor posible con la menor mancha de sangre, porque limpié a fondo la semana pasada y no me apetece ponerme a ello otra vez. De entrada, comenzaría por la garganta, así fijo que nadie oiría nada y sus alaridos quedarían mudos, lo cual acrecentaría la angustia al ser consciente de la sensación de vacío y de horror interno. Yo creo que así nadie oiría nada.
"Tú tampoco, ¿sabes por qué? Porque los oídos irán después. Lo último, los ojos. Pero dará igual, porque ya está muy oscuro. Bueno, ¿cómo ves esto? Pero no, tranquilo, yo no soy así. No te preocupes, que todo esto te lo cuento para que te cagues de miedo, cabrón, y confieses delante de mí por qué la mataste, por qué le hiciste lo que le hiciste. Tienes suerte, porque yo no soy como tú, yo soy un ciudadano decente y todas esas mierdas, y ya mismo te voy a entregar a la policía para que sean ellos los que se encarguen de ti. En concreto al sargento primero Jones, con el que estudié toda la secundaria. ¿Te he hablado ya de él o todavía no? Somos amigos desde entonces. Buenos amigos. Es un hombre tranquilo, al que le gustan la música y los libros. Ya lo verás. Él se hará cargo de ti, llegará en media hora.
Y a ver si lo adivinas: él también vive en el campo".
Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), Narrativas (Madrid), entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.
" Nadie oirá nada" enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Miguel Rodríguez. Foto Miguel Rodríguez © Luciano Teixeira.