CARTA DE ALEMANIA (40)

Ludwig van

Si hubiera sido de ascendencia franco–normanda, de unos 100 km más al sudoeste, probable es que lo conociéramos por el nombre Louis de Bethencourt. Pero puesto que sus ancestros fueron belga–flamencos, ha pasado a la posteridad como Ludwig van Beethoven. Y a partir de Clockwork Orange se le conoce simplemente como Ludwig van... aunque ya el argentino Mauricio Kagel había compuesto un año antes, en 1970, una pieza titulada de ese modo.

¿Quién fue Ludwig van? Además de ser yo, desde la mera noche de los tiempos, un oyente apasionado de su música, a partir de enero de 1965 tuve motivos todavía más personales para preguntármelo. Durante 35 años, hasta que me jubilé en la Radio Deutsche Welle –la emisora alemana para el exterior–, mi trabajo tuvo como hilo musical su melodía de reconocimiento, al menos una vez al día, antes de que el técnico le dispensara luz verde a mi micrófono:

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Es una línea de la partitura de Fidelio, la única ópera de Beethoven, está tomada del final de la misma, cuando Don Fernando canta «Es sucht der Bruder seine Brüder [El hermano busca a sus hermanos]». Para quienes trabajábamos en la emisora, esa línea beethoveniana no era tan sólo nuestra seña de identidad en el éter sino que además definía nuestro desempeño. Así pues, ¿quién fue Ludwig van?

Nacido probablemente el 16.12.1770 en el # 515 (hoy 20) de la Bonngasse, en Bonn, lo que sí es seguro fue que lo bautizaron el día 17 y que ya a los siete años dio su primer concierto en público, un concierto de piano, instrumento con el que llegaría a ser el heredero natural de otro niño prodigio, un tal Mozart, y el precursor genial de otro improvisador de muchos quilates: un tal Keith Jarrett. ¡Qué no daríamos por poseer una máquina del tiempo que nos permitiera grabar los conciertos improvisados de Beethoven! ¡Quién sabe si no habría entre ellos un The Köln Concert con el que medirse el de Jarrett en Colonia el 24.1.1975!

Protegido desde el comienzo por los regentes de su ciudad natal, viajó por primera vez a Viena en 1784, teniendo como propósito estudiar composición con Mozart, pero por razones que nunca se han aclarado ello no tuvo lugar. Es más, ni siquiera se sabe con certeza si es que ambos llegaron a conocerse. Lo que sí se sabe de cierto es que regresó a Bonn con las manos vacías, y no sin cierto disgusto por parte de sus valedores y mecenas.

Su segundo viaje a Viena, esta vez para estudiar con Haydn (desde noviembre 92 a enero 94), sí que cuajó, no sin choques entre ambos; pero es evidente que el maestro influyó en él, una influencia que incluso se percibe en sus dos primeras sinfonías, así como la de Mozart, quien había muerto el año 1791.

Esta vez el viaje a Viena fue sin retorno, en primer término porque en 1794 se produjo la ocupación de su Renania natal por tropas francesas. Aunque, desde luego, lo decisivo fue que echó raíces en la capital austríaca y que bien pronto gozó del mecenazgo del príncipe Karl Lichnowsky, quien puso a su disposición una vivienda en su propia casa, y a partir de 1800 le concedió una asignación anual de 600 florines. Con esta seguridad financiera garantizándole una existencia artística independiente, pudo dedicarse por completo a la composición, hasta 1807, en que se rompen sus relaciones con el príncipe. Para entonces ya tiene una nombradía y unos ingresos que en principio le permiten prescindir de ese mecenazgo, si bien sus amigos no tardan en conseguirle otros, para poderlo retener en Viena.

Los hitos más remarcables de su vida madura pueden considerarse los siguientes:

En 1803 la composición de la que hoy conocemos como “La sonata a Kreutzer”, y que antes se tituló “Sonata mulattica composta per il mulatto Brischdauer [Bridgetower], gran pazzo [gran loco] e compositore mulattico”. Y es que Ludwig van era tan humano... Esa sonata se la había dedicado al violinista mulato George Augustus Polgreen Bridgetower, cuyo padre dizque era natural de la caribeña isla de Barbados, pero después de pelearse con él cambió la dedicatoria y se la endosó al virtuoso Rudolphe Kreutzer, quien dijo que Beethoven no entendía el violín y esa sonata era imposible de tocar, y no la tocó jamás. Así se escribe la historia. Dicho sea de paso, a) debido a su tez morena y sus ojos negros, a Beethoven le cayeron el mote de “el español” y hasta la sospecha de ser mulato; y b) más de dos siglos después, en el 2009, la lírica norteamericana Rita Dove publicó una hermosa colección de poemas titulada Sonata Mulattica: A Life in Five Movements and a Short Play e inspirada por esta obra de Luwig van.

En 1804 la composición de su tercera sinfonía, primero “intitolata Bonaparte”, otro título que tachó enfurecido al enterarse de que Napoleón iba a coronarse Emperador en la catedral de Notre Dame, en París. El nuevo título que le encasquetó fue “Sinfonía heroica para celebrar el recuerdo de un gran hombre”, y se la suele llamar, a palo seco, “la Eroica”.

En 1812 escribe su “Carta a la amada inmortal”, cuya personalidad es uno de los secretos mejor guardados de la Historia Universal, pese a que conocemos con nombres y apellidos todos y cada uno de los amores y amoríos de don Ludwig van, que no fueron pocos. Y días después de esa carta escrita en el balneario de Teplitz/Bohemia, se produce su anhelado encuentro con Goethe, en ese mismo balneario, un encuentro que el polígrafo español Eugenio d’Ors comenta así en su admirable libro El valle de Josafat: «Goethe adoraba a Shakespeare. Goethe no comprendía a Beethoven. (“Si vos no me entendéis –sollozaba éste–, ¿quién, Dios mío, me entenderá?”) No puede negarse que esto es un indicio contra Beethoven. // Pero podría ser también que Goethe no comprendiese la música o que no fuese capaz de juzgar a sus contemporáneos; y una cosa y otra serían entonces indicios contra Goethe».

En 1813/14 se celebra el Congreso de Viena, que le consagra como el gran compositor de su época, con el estreno del poema sinfónico “La victoria de Wellington o La batalla de Vitoria”.

Los siguientes años están marcados por preocupaciones económicas amén de las derivadas, a la muerte de su hermano Kaspar Karl, por el juicio para conseguir la tutela de su sobrino de 9 años, también llamado Karl, quien a final de cuentas no hizo más que darle disgustos: carecía de la altura moral que su tío esperaba de él. Y en medio de esas mudanzas de la suerte sigue componiendo de manera incansable, sonatas, sinfonías, su Missa solemnis, amén del ciclo de Lieder “A la amada lejana”. Finalmente, en 1824, el estreno de su novena sinfonía, que es la apoteosis de su fama, la cumbre de su carrera, el pasmo de su tiempo. Y lo sigue siendo, pese al reduccionismo que implica el que muchos no conozcan de ella sino la versión light del “Himno a la alegría” de Waldo de los Ríos o la del himno de la Unión Europea.

[A título puramente personal diré que aunque venero el poema de Schiller y el trato con que Beethoven lo agasaja en el 4.º movimiento, yo más bien entro en éxtasis gracias a la genialidad de los primeros compases del 1er. movimiento, cuando Ludwig van realiza el prodigio de hacer como que escuchamos el afinamiento de los instrumentos antes de comenzar un concierto, es un momento de a deveras mágico –por su desarmante sencillez– en la historia de la música].

Para entonces ya se ha quedado sordo por completo, una dolencia que comenzó a afectarle tan pronto como el año 1798 y se fue acentuando con el paso del tiempo. No existe una claridad absoluta acerca de las causas del mal: hay quienes lo achacan a una atrofia de los nervios auditivos, hay quienes opinan que fue el resultado de una otoesclerosis. Sea lo que fuere, la sordera le obliga a renunciar a seguir dando conciertos de piano, y en algunos momentos de auténtica desesperación le lleva a pensar en el suicidio.

Murió el lunes 26.3.1827 y fue enterrado el jueves 29: el dramaturgo Franz Grillparzer, poeta nacional austríaco, y Franz Schubert (quien moriría al año siguiente, a la edad de 31 años), fueron dos de los portadores de las 36 antorchas en el cortejo fúnebre que acompañó el ataúd, rodeados por el luto de 20.000 condolientes.

Este sería el resumen fáctico de su vida, que no responde de ningún modo a la pregunta del porqué de la grandeza de Beethoven, a qué se debe que su nombre sea poco más o menos que sinónimo de la Música por antonomasia. Y aquí debo regresar a Eugenio d’Ors, quien lo dejó dicho de una manera insuperable:

«De Shakespeare, la alegría; de Miguel Ángel, la estatura; de Beethoven, la claridad. // La claridad de Beethoven es tal, que, en los mejores momentos, llega a dotar al arte puro de los mismos privilegios comúnmente reservados a la vulgaridad. El de la fácil popularidad, por ejemplo. Beethoven es el único artista puro, y a un mismo tiempo completa y sinceramente popular. Conocemos a multitud de filisteos que sienten entusiasmo por Beethoven, y –esto es lo más notable– lo sienten por las mismas razones, serias y legítimas, que los delicados. // No es completamente análogo el caso de Rafael. También Rafael gusta sinceramente a públicos muy distintos. Place al que busca en el arte un ritmo, al que busca un canon, al que busca un sentimiento, al que busca una anécdota, al que busca un disimulado afrodisíaco. Pero place a cada grupo por una particular razón: las Madonnas no interesan análogamente a los gustadores de los símbolos eternos que a los aficionados a las mujeres guapas... Pero Beethoven no tiene más que un público; no conoce diferencia entre intelectuales, curiosos, sentimentales y eróticos; se dirige a lo que de humanidad hay en cada uno de ellos. // Un solo producto, en la historia universal del espíritu, y en este punto de la claridad y de la popularidad auténtica, se parece a la [obra] de Beethoven: los Evangelios».

Tal vez fuese conveniente destacar que el libro de d’Ors es de 1918, y que aquello que en él nos dice es que los Evangelios se parecen a la obra de Beethoven, y no al contrario.

 

Fragmento de la partitura de Fidelio

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Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

 

 

 

 

Carta de Alemania (40). «Ludwig van» enviado a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada.  Fotografía Ricardo Bada © Ricardo Bada. Este texto se publicó por primera vez en el suplemento El Pentagrama, de El Espectador, de Bogotá. Imagen del fragmento de la partitura de Fidelio tomado de internet. Fragmento del audio de Fidelio tomado de  internet  ® Deutsche Welle.

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