Alejandro José López - La visión que no pedí

La visión que no pedí

 

No quiero negar que soy un poco obsesivo, pero juzguen ustedes si en este caso tenía o no la razón. Mi esposa estaba molesta conmigo. Le fastidiaba que anduviera poniendo nombres en los recipientes; o sea, que anotara en un papelito la sustancia que contuviesen y lo adhiriera luego con cinta transparente. No han sido ganas mías de molestar, sino una cuestión de utilidad y algunas veces (como se evidenció hace ya tres meses) de seguridad. Aquella mañana, tras terminar mis labores de aseo personal y antes de salir para la oficina, regresé al baño. Abrí el gabinete que está sobre el lavamanos. Como había olvidado echarme el fármaco de la uña del dedo gordo de mi pie izquierdo (llevaba semanas luchando contra un hongo miserable y terco instalado allí), procedí entonces a mi curación matutina. Sin embargo, tras calzarme de nuevo, comencé a experimentar una sensación bastante extraña cuando ya me disponía a salir. Era una insólita mezcla de picazón, alegría, curiosidad, ardor y cosquilleo. El desconcierto me hizo retornar al gabinete. Y, al abrirlo esta segunda vez, advertí mi involuntaria equivocación. Encontré dos pequeños frascos muy parecidos. Uno contenía mi remedio contra el hongo; el otro, gotas oftálmicas. Suspiré aliviado al comprender lo que había sucedido; es decir, pensé que la confusión pudo ser algo muy trágico si hubiera ocurrido al revés. Este fue mi argumento definitivo en las discusiones con mi esposa y aproveché para imponer, como regla doméstica, la medida de los rótulos obligatorios.

SandaliasEl caso es que tomé el recipiente de mi remedio, me dirigí al dormitorio y me senté sobre la cama para cumplir con la dosis que aún tenía aplazada. Procedí a retirar mi zapato izquierdo y, de inmediato, el calcetín correspondiente. Pero las cosas se pusieron mucho peor. Un nuevo sobresalto vino a desbordarme y tardé varios segundos en descubrir la naturaleza de lo que estaba sucediendo. Empecé a percibir cómo eran las cosas de la habitación vistas de abajo hacia arriba. Me puse de pie y noté las tablas que sostenían el colchón de la cama. Di un paso al costado y vislumbré las suelas de los zapatos que reposaban en la parrilla baja, adjunta la mesita de noche. Al pararme al lado del asiento descifré viejos restos de goma de mascar que, pegados en su revés, dibujaron los mapas de mi repugnancia. En un momento dado me pregunté cómo podía estar viendo aquellas cosas, hasta que por fin lo descubrí. Era la uña del dedo gordo de mi pie izquierdo. Desde ahí; o sea, por ahí estaba viendo los enseres que amueblan mi dormitorio. Pero, ¿de cuándo a acá había desarrollado esta absurda destreza cuya existencia ignoraba, esta habilidad que jamás solicité?, ¿de dónde había salido esta facultad tan excéntrica como inaceptable? Dado que no tenía respuesta para estos interrogantes, no tuve más remedio que retomar mi rutina del día. Sin embargo, para facilitar que mi pie discurriera con toda libertad, decidí irme al trabajo en sandalias.

Aunque me sentí desconcertado y molesto ese día, preferí guardar silencio al respecto. Dulce María y yo vivimos solos en la casa desde hace treintaitrés años. Únicamente nos tenemos el uno al otro. Y por consideración a su deteriorada salud, me inclino siempre por evitarle preocupaciones o molestias innecesarias. De manera que, al salir para la oficina, me despedí como habitualmente lo hago. Procuré entonces continuar con mi rutina cotidiana de la manera más normal posible; pero, desde luego, este noble propósito se derrumbó tan pronto como salí. Mi costumbre es caminar hasta mi trabajo, que está a sólo cuatro calles de donde vivo. Por otra parte, debo especificarles que nunca he sido un hombre lascivo y es cierto que detesto la vulgaridad. No lo digo por intentar presentarme como una persona virtuosa; tampoco pretendo implicar en esta aclaración alguna superioridad moral, o cosa parecida. Simplemente necesito que se me entienda: caminar por un andén implica toparse con numerosas damas y, entre ellas, muchas prefieren ir de falda. Aunque la perspectiva que me daba mi reciente e insólito punto de vista me permitía contemplar el cielo, también es cierto que muy pronto arrojó mis pensamientos a territorios inconfesables. Presa de un nerviosismo sin nombre tuve que desplazarme por plena calle, salvando los carros que se me echaban encima y aguantando las retahílas e insultos que me lanzaban sus conductores. Cuando por fin llegué a mi sitio de trabajo, supuse que me había puesto a salvo. ¡Gran error!

Tras ingresar al edificio, quise abordar el ascensor (mi oficina se encuentra en el octavo piso). No obstante, me tocó desistir de hacerlo con el grupo que ya estaba abordando. El cupo era de ocho personas y, en efecto, había sólo siete (seis de las cuales eran señoras). Pero, aunque ninguna de ellas usaba falda o vestido, advertí a tiempo un riesgo que no podía pasar por alto: sus tacones. Conté, en un paneo veloz, dos de plataforma, uno de cuña y tres de aguja. Sumados, me di cuenta, se erigían en un terrorífico arsenal contra mis humildes sandalias; es decir, contra la desnudez de la uña del dedo gordo de mi pie izquierdo. Decidí esperar la tanda siguiente. El grupo que se armó enseguida, casualmente, incorporó a cinco mujeres calzadas de modo similar a las anteriores. Opté por aguardar un poco más; pero, cuando noté que el tercer turno estaba integrado por seis jovencitas ataviadas con faldas coloridas y elegantes, comprendí que debía desistir del ascensor. “Ocho pisos”, suspiré. Me llené de ánimo para emprender semejante escalada con la cual pretendía salvaguardar mi integridad física y mantener mis pensamientos alejados de toda concupiscencia. No esperaba, eso sí, que de un piso a otro mi respiración se agitara del modo en que lo hizo; tampoco había previsto el estado lamentable en que llegué a mi oficina. Por fin crucé el umbral de acceso. Me hallaba empapado en sudor y habría caído al suelo si no es porque Alba Luz, la secretaria, reparó en mis endebles pasos.

Aunque me resultó embarazoso admitir que requería ayuda, tuve que avanzar hacia mi escritorio apoyado en el hombro generoso de aquella dama, por quien siempre he guardado gran admiración y respeto. Puntualizo esto porque ya se conocen mis circunstancias de ese momento y no quisiera que se genere ningún malentendido. De acuerdo, admito que ella iba engalanada con una falda larga, tan distinguida como su carácter; pero que no haya lugar a suspicacias. ¡De ningún modo estaría yo dispuesto a desmerecer una decencia de esa magnitud! Decidí caminar cojeando para mantener mi pie izquierdo tan alejado de Alba Luz como lo permitiera la anatomía de mi esforzada pierna. Y una vez que logré sentarme en mi sitio, confiné mi pie avizor en el punto donde el borde del escritorio se tocaba con la pared, bien al fondo. Sólo entonces conseguí la calma requerida para encarar las preguntas que ella me había formulado. En definitiva: no estaba enfermo, subí por las escaleras porque me interesaba incorporar el ejercicio a mis hábitos cotidianos, la cojera se debió a una leve torcedura del tobillo y mi calzado del día obedeció a mi deseo de experimentar una mayor comodidad. Preferí estas respuestas porque las consideré más verosímiles que mi extravagante realidad. El resto de aquel día permanecí prácticamente inmóvil en mi escritorio (uno de los ocho que ocupamos los contabilistas de la empresa) y sólo fui tres veces al baño, aprovechando cuando todo el mundo se hallaba en su puesto.

El regreso a casa fue idéntico a mi recorrido matutino, con la única diferencia de que el sol empezaba ya a ocultarse. Si bien los tonos del cielo cambiaron, mi anomalía continuó igual; asimismo, los conductores altaneros de esta ciudad prosiguieron en su ley. Por fortuna, mi esposa salió a recibirme tan pronto como llegué. Y, como recalcó su sorpresa por el mal semblante que me veía, decidí contarle los detalles de mi fatídica jornada. Cuando ya me disponía a descansar, Dulce María salió de la habitación y regresó poco después trayendo un extraño aguamanil. Me dijo que era un emplasto de pétalos y brisa de luna. Procedió a aplicarlo en la uña del dedo gordo de mi pie izquierdo. No sé si fue por obra de aquella mágica sustancia o por el fervor con que ella se propuso curarme, pero comencé a experimentar un alivio inmediato. Esa noche dormí tan profundamente como no había conseguido hacerlo en semanas. Sin embargo, lo mejor fue mi despertar de la mañana siguiente. Abrí los ojos con la primera luz del día y me incorporé de inmediato, nervioso, para intentar revisarme. Comprobé entonces que sólo podía ver desde arriba, ¡milagrosamente había desaparecido aquella facultad que jamás pedí! Con todo, me faltaba aún verificar la situación del intruso que me habitaba, el origen de toda esta pesadilla. Al agacharme sobre mi pie izquierdo, descubrí que la uña de mi dedo gordo se hallaba perfectamente sana y me sentí feliz.

 

Alejandro José López
Escritor, realizador audiovisual e investigador colombiano nacido en Tuluá, en 1969. Licenciado en Literatura, Especialista en Prácticas Audiovisuales y Magíster en Literatura Colombiana y Latinoamericana por la Universidad del Valle. Doctor en Literatura y Medios de Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado tres libros de ensayos: “Entre la pluma y la pantalla” (2003), “Pasión crítica” (2010) y “El arte de la novela en el Post-boom latinoamericano” (2016); dos de crónicas y entrevistas: “Tierra posible” (1999) y “Al pie de la letra” (2007, y en Aurora Boreal® como libro electrónico, 2014); dos de cuentos: “Dalí violeta” (2005) y “Catalina todos los jueves” (2012); y una novela: “Nadie es eterno” (2012, traducida al danés en 2017 como “Ingen er evig”, Aurora Boreal®). Cuentos y ensayos suyos han sido publicados en antologías y revistas internacionales, y han sido traducidos al danés, al alemán y al francés. Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Actualmente se desempeña como Profesor Titular en la Universidad del Valle.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Alejandro José López. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Alejandro José López. Fotografía Alejandro José López © archivo del autor.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones