Puro Cuento
Mis primeros amores fueron Alejandros. Tres. Todos amigos de mi hermano. Platónicos. El primero era celestial, el segundo esperaba un tren y el tercero, el tercero era un capullo que le bastaba sonreír para sacarte lo que quisiera.
En días como hoy desearía refugiarme en ese pasado inocente. Cerrar los ojos, detener el tiempo y volverlos a abrir sin arrepentimientos. Por momentos creo que es posible desandar los errores, que estoy a punto de lograrlo, pero siempre hay algo que me devuelve a la realidad. Un trueno, ese pájaro, el rencor.
−No le voy a andar con mentiras m’hijita. Su hermano no se fue a ningún lado ni la está cuidando desde el cielo. Su hermano se murió y no va a volver. Y aunque le parezca duro lo que le estoy diciendo, con el tiempo comprenderá que es lo mejor. La única forma de mantener presente a un muerto es a través del recuerdo. Elija uno, el mejor que tenga. Ya sé que usted es muy jovencita para tener recuerdos, pero elija la imagen más bonita de su hermano y guárdela aquí, en la cabeza. En el corazón no, porque es traicionero. Y no permita que el tiempo se la arrebate.
Ya sé que el abuelo intentaba ayudarme, pero me dejó sin esperanza.
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- Por Rodrigo Gardella
Nochebuena de 1956 en Appenzell-Ausserrhoden, en el asilo de alienados de Herisau, Suiza. La sopa está servida y el asado humea en el gran comedor comunal. Los pacientes, correctamente sentados, esperan la señal del comienzo de la cena especial en compañía de la regidora frau Kanz y el doctor de guardia, señor Krauwenberg.
El poeta Robert Walser, viejo residente, aparece en último lugar con signos de cansancio en el rostro y las pupilas vidriosas. Por lo demás, viste su habitual traje gris marengo gastado por el uso con la dignidad de un rey y sin menoscabo de la labor de zapa que tiende la zarpa del tiempo.
A través de los gruesos ventanales no se percibe la intensa nevada cayendo copiosamente sobre la tierra esponjosa, sobre el bosque dormido, sobre los sólidos muros de la institución psiquiátrica como una noche más del largo y furibundo invierno en el apogeo de su interacción.
Tras la cena en silencio, el poeta se sienta junto al fuego y parece abstraído ante el baile de las llamas con mil reminiscencias fantásticas, rostros desaparecidos y familiares, amores esbozados y abortados, almas mezquinas con su veneno ya apagado, seres nobles congelados en la niebla de la edad, el poeta niño transportado en un sueño de encantamiento, el poeta joven convertido en un vagabundo con poder divino, desde las cárceles de las oficinas a las mazmorras de hospital, un alegre caminante por bosques y prados empapado de lluvia primaveral, abrazado a su cuaderno día y noche en la soledad de hosterías de paso, de la mano de quimeras ardientes desvanecidas en el aire febril de las tormentas, en la electricidad mayestática de rebeldías desesperadas de seres imposibles, disueltos por la campanilla del tiempo, fascinación y enamoramiento, decepción y fracasos, enfermedades del alma desbocada, muerte y resurrección.
El poeta intuye que la nieve continúa pertinaz, lo sepulta todo en miríadas de copos pero no puede sepultar su sueño del día siguiente: el paseo por el prado al otro lado de la pequeña aldea.
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- Por Noel Olivares
Está perdida y lo sabe. Lo asume con tranquilidad. Ha estado perdida antes. Pero igual se levanta como todas las mañanas, a las 4:00 de la madrugada. Ya no necesita despertador. Empezó por levantarse a esa hora porque le tocaban las terapias respiratorias al hijo. Luego, el niño se hizo grande; sus pulmones se fueron fortaleciendo. No necesitó de las idas a la sala de emergencias, ni de la vaponifrina. Ella se quedó con el susto de la tos que le salía del pecho al hijo, tos incomprensible, oscura, imposible que emanara de aquel pechito de bebé. Se acostumbró a levantarse de madrugada, a vigilar el sueño del niño y a escribir.
Estuvo perdida antes, pero tecleando siempre encontraba su camino. El camino del texto. Ese le parecía más real que todos los demás caminos, que aquellos que la llevaron de cama en cama, de isla en isla, o de país en país. La tinta marcaba el rumbo antes que los pasos. Nunca nada le pareció más cierto.
Pero un día se sintió vacía y decidió tener hijos. Tiene dos. El niño de los pulmones fortalecidos, hijo de un pintor más joven que ella, le nació justo para salvarla. Aquel pintor huyó tan pronto nació el manojito de soplos y aires atascados. Huyó de ella, no del niño.
Tuvo a la niña con un periodista con el cual aún convive. Le parece que no es cierto todo aquello, la familia casi funcional, los hijos, la estabilidad de los abrazos.
Son las 4:10 de la mañana. La escritora se desentumece, aparta las sábanas. Camina resuelta, como si nunca hubiera dormido. Enciende la computadora.
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- Por Mayra Santos-Febres
Voy al cementerio a buscarlo. A buscar a José del Carmen Varela.
–Para ir al Cementerio Amador es mejor que se vaya en taxi, yo vivo por allí. Algún navajero le puede salir porque se dan cuenta que no es del lugar. Ir allá le costará dos dólares, no pague más –me contestó un hombre moreno que estaba en la restauración de un edificio en el casco viejo- yo fui policía y sé cómo es la zona, si uno es de allá no le pasa nada.
Con el ex-policía jubilado, todavía joven, no le calculo más de 45 años, paramos un taxi. Había aprendido que en Ciudad de Panamá si los taxistas ven que estoy con un panameño, no me toman por turista. Con mi acento costeño creen que ya llevo mucho tiempo viviendo aquí, y así, las carreras no me las cobran a precio de turista, que se puede doblar o hasta más.
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Las plantas tienen su sabiduría de la vida. La planta de astromelias que tengo dentro de casa decidió darme felicidad, tal vez se deba a que le puse abono de humus de lombriz, tal vez la época, tal vez su esencia que decidió hacer nacer rápidamente dos nuevas ramas y comenzaron a surgir flores que tal vez me imagino blancas. Toca esperar y verlas mientras crecen. Por ahora tienen un verde suave casi como sus hojas y se han ido aclarando en los días. A veces las historias que vamos investigando se van abriendo de poco a poco. Una savia que mueve las cosas sin darnos cuenta, también alimenta los hechos de la vida. La búsqueda de los orígenes de Mariana Varela no sé a dónde me llevará. Al averiguarla a ella, al imaginármela a ella, un pedazo de mí siento que se construye. El viaje al cementerio era descubrir algo de ella, de dónde venía, desde siempre mi savia me decía que me ocultaban algo.
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- Por Adriana Rosas Consuegra
El único avión que he perdido en toda en mi vida fue el que iba a llevarme por primera vez a Nueva York. Llegué al aeropuerto y me dijeron que el vuelo estaba cancelado, viajaba desde Miami en Tower Air, cuando reservé el pasaje la chica de la agencia me lo advirtió, esa línea es una porquería, dijo en español y con acento caribeño, lo dijo así, es una porquería, mejor váyase en American, que también es mala pero no una porquería como la otra, Tower Air es la peor porquería que surca los cielos de este país, dijo, como de memoria, pero mi presupuesto era escaso, tenía veinte años, si el avión sufría un accidente mi muerte iba a tener cierto encanto y cierta épica y cierta gloria, un final romántico para clausurar dos décadas vividas intensamente, aunque en realidad no tanto, por eso iba a Nueva York, a torcer un poco el destino y que la vida empezara al fin a suceder en serio, esa misma noche iría a emborracharme al Village y me terminaría levantando a alguna poeta joven a quien le haría recitar sus mejores versos en inglés y en español y en todas las lenguas, verso a verso le haría comprender qué significa realmente la poesía, no sería difícil hacerla sucumbir al encanto de mi inglés sin vocabulario, inglés reducido al gesto y a un par de palabras, I' am a fucking writer, le diría, una poeta joven pero no tanto, veinticinco o veintisiete años, lo suficiente para resultar decadente y misteriosa, nos tomaríamos un par de bourbons en un rincón del bar y le metería mano entre sorbo y sorbo, esa era la verdadera experiencia neoyorquina, mucho más en esta ciudad todavía custodiada por las Torres Gemelas, aún no las derriban, pero ya falta muy poco, puedo escuchar la cuenta regresiva en la cabeza, me había comprado una camiseta con el perfil del Empire State estampado en negro y un sombrerito gris con cierto estilo, como para evidenciar mi innegable espíritu artístico, pocas cosas tan agradables como sentirse alguien que en realidad no eres, y entonces pensé que tal vez Tower Air era realmente una porquería y un ala se iba a desprender del fuselaje poco después de despegar, yo miraría por la ventanilla entre incrédulo y excitado y me echaría a reír, nada mejor que morirse en el avión en el que viajas por primera vez a Nueva York , toda una lección de vida, juntas tu plata, te compras tu guía Michelin, imprimes mapas y los estudias al detalle, sueñas que te mueves por SoHo desenvuelto y espontáneo, satisfecho contigo mismo, y de pronto el avión se precipita a tierra, nunca llegarás a Nueva York, miras por la ventanilla y piensas que nadie será indiferente a tu historia, una comprobación adicional de que los sueños son materia difusa, nunca serán realidad, ya lo demostraron las utopías del siglo veinte, todo terminó jodido, humo y fuego, pero nada de eso me importa, estamos por empezar el siglo 21, tengo veinte años y me largo a Nueva York, pero el avión se viene en picada, me imagino los titulares de los periódicos de Lima, un peruano iba en el avión, dice el subtítulo, al costado aparece mi foto del DNI, cabeza rapada, argolla en la oreja izquierda, mirada fija, intensa, desafiante, como si desde el momento en que el empleado de la RENIEC me tomó la foto yo hubiese intuido que un par de años más tarde esa imagen iba a aparecer en las primeras planas de todos los periódicos, cónsul peruano confirma que compatriota iba a bordo del avión siniestrado, dice El Comercio, joven estudiante que quería ser escritor, mis amigos dirían que me iba a Nueva York para escribir, uno de ellos mira la cámara y dice: Francisco pensaba que el Central Park podía inspirarlo, decía que iba a sentarse en los jardines, la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, cigarro en la boca, lapicero y cuaderno entre las manos y se iba a poner a escribir su novela, que trata justamente de alguien que quiere irse a Nueva York pero no lo consigue, Francisco nos contaba que no sabía cómo justificar por qué el personaje de su novela nunca llegaba a Nueva York, no podía ser visa ni plata, quería algo menos previsible, y mira cómo son las cosas, cómo es la vida de contradictoria, que al final la realidad le completó la novela con la solución menos verosímil, diría alguno de mis amigos en sus declaraciones para Panorama o La Revista Dominical, pensaba que el viaje iba a ayudarlo a escribir su novela y mira cómo terminó, ese es el destino de lo escritores, agregaría con enfática seriedad otro amigo, un poeta, que se había mantenido silencioso y le dio una pitada al pucho antes de soltar la frase con que se cerraba el reportaje, ese es el destino de los escritores, repitió, no más que humo y fuego, pero yo llegué diez minutos tarde al aeropuerto y no me dejaron pasar, la chica tenía razón, una porquería de aerolínea, me puse a pelear con el tipo que recibía los equipajes, lo puteaba en español sin sentirme en desventaja, eso me gusta de Miami, si no te entienden no es tu culpa, pero el tipo se mantenía serio y decidido, y mientras tanto llegaban otros pasajeros, a todos les dijeron que era demasiado tarde, vuelvan al día siguiente, todos se marcharon sin decir nada, me pareció raro, en Perú eso sería imposible, qué clase de gente se va sin reclamar, mínimo un par de carajos y un manazo al counter aunque sea para no sentirse mal, pero aquí nadie dice nada, mejor me largo, cabizbajo, frustrado, yo que pensaba ir a Times Square y pararme al frente y abrirle los brazos a la vida, como quien posa para la foto, yo que pensaba lanzar un grito muy fuerte para sentir que estoy vivo, yo que pensaba ponerme de rodillas y pegar la cara contra el suelo y lamer cada centímetro de las pistas de la Quinta Avenida y avanzar hasta Harlem a puro lengüetazo para comprobar que la realidad es material y el presente no solo un concepto o una vaga intuición, han cancelado el vuelo, pero yo todavía no me entero de nada, las cosas están a punto de cambiar pero yo no me entero de nada, y entonces salgo del aeropuerto pensando que tengo un día más antes del desengaño, una noche más, la última, antes de que la realidad, la verdadera realidad, termine definitivamente por imponerse.
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- Por Francisco Ángeles
Inédito
El viento se llevaba el olor de la sal que se pegaba en la piel y se endurecía. En el patio de la choza colgaban dos hamacas, al borde de un arrecife esquelético donde crecían cientos de caracoles bañados una y otra vez por la marea que se abalanzaba sobre ellos. En la noche no se veía mucho más allá del patio: sólo un par de palmeras iluminadas por una única bombilla; más allá, la penumbra escondía el mar y el tronar de las olas.
—Hoy casi no suenan los grillos— dijo la casera mientras yo me desvestía para dormir.
—Será el calor— dije, y pensé que era cierto; el mar apenas traía brisa y la arena se había quedado caliente hasta después del anochecer.
Aquella noche hizo demasiado calor como para dormir. Me revolqué entre las sábanas y conté las salamandras en el techo más veces de las que me puedo acordar, pero no conseguí dormirme: el calor era agobiante y las olas no dejaban de estrellarse ruidosamente contra el arrecife. Decidí salir a caminar con los pies en el agua. La luna se reflejaba en el océano una y otra vez creando una avenida iluminada que iba desde la playa hasta el horizonte.
Entré en otra de las temblorosas casas de madera que sonaban como los espantos cuando la brisa es muy fuerte. Pero hoy no había brisa.
Era la casa de José, un negro alto, ya canoso, que se sentaba en el patio del frente de su casa hasta tarde mirando el mar. Hace dos meses apenas estaba empezando el verano en la playa. Verano, en oposición a la época del año donde el temporal inunda los pisos de las casas y en el pueblo caen peces como llovidos del cielo, y se quedan retorciéndose en las calles hasta que los barren de nuevo al mar o los recogen para el almuerzo. Yo había llegado hasta ese pueblo en una avioneta destartalada, y en una pista de aterrizaje pavimentada en el medio de la selva me había encontrado con él.
Me llevó en una carreta halada por un caballo, bajo el apaleante sol mientras él cantaba vallenatos que hablaban del ron de caña y del mismo sol bajo el cual estábamos siendo arrastrados ahora.
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- Por Santiago Vesga
Para mi padre, Jacobo Moreno (q.e.p.d.)
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Un grupo de eminentes abogados juarenses, simpatizantes de Hitler, redactó en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, la primera carta separatista que se tenga memoria. El objetivo nunca pareció́ descabellado para las mentes de estos abogados de buenas familias, padres intachables, incorruptibles como profesionistas y ciudadanos.
La carta es un exhorto, una súplica lastimera. Ningún lector sensato podría pasar del exordio. Cuando menos, le daría un poco de vergüenza ajena. El grupo sesionó en el Casino de Ciudad Juárez el 20 de abril, a las 11:00 de la noche, fecha del cumpleaños 51 del Führer. La redactaron en dos idiomas, con igual contenido: en alemán y en japonés. Una compañía de mensajería que prestaba servicios a los países del eje desde la capital de México, se encargó de la entrega de las valiosas cartas.
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- Por Antonio Moreno
Where one sees nothing else,
hears nothing else,
understands nothing else,
that is the Infinite.
Khandogya, part 4, 24th Khanda
Hacía años que Fernández, ingeniero y funcionario de obras públicas, sospechaba que el tedio regulaba su vida. Con puntualidad, se levantaba, ya sin siquiera mirar a Marta, y, después de un café de pie y del ascensor que terminaba de despertarlo con las sacudidas en la cuarta planta, salía al tempranero ajetreo de la calle, que ya no advertía, porque él mismo era parte de ese ajetreo. Al cabo de veintinueve pasos exactos, diariamente contados en el transcurso de quince años que habían pasado con la velocidad del relámpago, llegaba a la esquina, cruzaba en diagonal hacia la izquierda y en diagonal seguía a través del parque. Su vida era fiel al “de casa a la oficina, de la oficina a casa”.
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- Por Diego A. Nieto Marcó
—A mí que me importa si la marea estaba baja o alta. Lo que importa es que perdí a mi niña y aun no la encuentro— dijo la mujer visiblemente contrariada levantando los brazos.
Cuando se acercan a ella para oír su historia las mujeres terminan irremediablemente poniéndose la mano en el pecho y sacando el pañuelo de la cartera. Los hombres, después de un rato de escucharla, por lo general hacían ese tipo de preguntas torpes, sobre el tiempo y las mareas, para espantar la angustia que les producía la historia de Vera, al imaginarse que también a ellos les podría pasar algo así.
¿Qué importaba hasta donde llegaba el agua? Más lejos o más cerca de las raíces lavadas de los Almendros. La verdad seguía siendo la misma.
La hija de Vera no había muerto, tampoco se había ahogado como habían dicho en un primer momento las autoridades. Abril, así se llamaba la niña de doce años y que hoy tendría catorce, su hija mayor, había sido raptada en plena playa para dar inicio a la ruta del sufrimiento y la desesperación, de la madre, del padre, de toda la familia y de ella misma como víctima de la esclavitud moderna.
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- Por Dorelia Barahona