Puro Cuento
Querida señora - Ricardo Silva Romero
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- Creado en 02 Mayo 2020
- Última actualización el 10 Mayo 2020
- Escrito por Ricardo Silva Romero
Reciba, primero, la sinceridad de mi afecto. Sé que no son tiempos cómodos los que corren: se me han mostrado esta mañana los archivos en donde consta que usted es la madre de uno de los valientes extras que han muerto, sin cederle terre- no a la cobardía ni temerle a la costosa gloria del trabajo bien hecho, en los escenarios de filmación de nuestra película aún sin título sobre las horrendas sublevaciones del 9 de abril de 1948. Sé que ninguna de mis palabras (las palabras siempre serán débiles e infructuosas a la hora de la verdad) servirá de alivio al dolor que le habrá traído esta pérdida —en apariencia— sin pies ni cabeza. Pero no puedo dejar de ofrecerle el consuelo que puede hallarse en el agradecimiento eterno de la producción por la que su hijo dio la vida.
Gracias a la invaluable contribución de ese héroe que solo recibirá un crédito fugaz con una cruz al lado, en la farragosa lista de créditos que descienden por la pantalla al final de cualquier largometraje, nuestra pequeña productora bogotana dará finalmente el salto de la acción escapista al realismo absoluto. La tortuosa imagen de su muerte, captada por la cámara en el segundo preciso, sin duda se convertirá en uno de los fotogramas cardinales de nuestra aún precaria cinematografía. Con esta carta encontrará el retrato que el finado se ordenó sacar unos minutos antes de entrar a la última escena. En él puede verse su estado de ánimo, jovial, despierto, orgulloso de salvar a su familia, armado con el machete que soltará cuando, en una secuencia de factura impecable, los soldados refugiados en los tanques descarguen sus armas de fuego contra la masa enardecida que se dirige al palacio de gobierno en busca del verdadero culpable del asesinato de Gaitán.
El lujo - Carolina Sanín
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- Creado en 02 Mayo 2020
- Última actualización el 08 Mayo 2020
- Escrito por Carolina Sanín
Las vacaciones del colegio eran largas y yo las pasaba en la casa de mi abuela. Mi abuelo estaba vivo, pero durante el día estaba trabajando; por eso me salió decir la casa de mi abuela y no de mis abuelos. Mi madre me llevaba por la mañana y me recogía al caer la noche. En la biblioteca había un escritorio y, sobre el escritorio, una estatua de cerámica con la figura de Gandhi, que, para mí, era la figura de mi abuelo. O de un hermano de mi abuelo a quien tal vez nadie conocía. Gandhi era áspero, cetrino, opaco, salvo el dhoti, que era liso, brillante, de esmalte blanco. El dhoti era el foco de la estatua y era el lujo. Al tener una textura distinta del resto, parecía venir de otro tiempo que el resto. Saltaba a mis ojos. Era el mismo blanco de mis ojos. Por supuesto, yo no conocía la palabra dhoti entonces. Lo blanco de la cerámica era una toalla envuelta alrededor de la cintura de Gandhi, que era un “héroe de la paz” y no mi abuelo ni su hermano.
En el cajón del escritorio estaban las hojas blancas. Papel bond tamaño carta. Eran un lujo. Durante el año escolar uno escribía en papel áspero y pequeño: en cuadernos cosidos, amarillentos, con rayas o cuadritos; en hojas que tenían doble margen y se seguían unas a otras. Aquello seguía y seguía. Yo anotaba en clase todo lo que la profesora decía, como si fuera un dictado, para terminar rápido el cuaderno y comenzar otro. Llenar cuadernos era el trabajo, mi condición, el tiempo del colegio. Las hojas blancas del cajón del escritorio eran para que mi abuela le escribiera cartas a una de sus hijas, que vivía en Nueva York. Y para que yo pudiera hacer lo que quisiera.
Fuga - Evelio Rosero
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- Creado en 30 Abril 2020
- Última actualización el 13 Mayo 2020
- Escrito por Evelio Rosero
Nos embarcamos un día de junio, cuando aún no amanecía, y de inmediato nos hicieron descender a las entrañas de la nave. En la azulada oscuridad el capitán nos informó cuáles eran nuestros derechos, nuestros deberes:
–Nadie hablará con la tripulación.
“El horario de comidas será respetado. No se toleran los excesos, se trate de vino, café o cigarrillos.
“El tiempo de recreo está restringido.
“Mejor dicho –dijo de pronto–, ustedes conmigo están jodidos”.
¿Era cierto lo que oíamos?
Y añadió como si se lamentara:
–Tengo el deber de respetarlos.
Y luego:
–Así me lo mandan desde arriba.
La casa imposible
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- Creado en 30 Abril 2020
- Última actualización el 10 Mayo 2020
- Escrito por Consuelo Triviño Anzola
En aquella casa nadie se ponía de acuerdo ni siquiera para hacer un café. Si alguien decía “me provoca un café”; el otro respondía, “hágalo usted mismo”, con un retintín cargado de escepticismo. Ante semejante respuesta, el antojado se dirigía a la cocina sin deseos de café y lleno de rencor hacia el escéptico que tanto se complacía criticando la ineficacia de los habitantes de esa casa imposible. Por su parte, el antojado añadía una afrenta al memorial de agravios que crecía ante sus ojos rencorosos, como quien ve infectarse una llaga sin aplicarle el remedio, acaso por culpabilizar a los otros, esos otros responsables de sus desgracias. En la casa de los imposibles se habían cometido en el pasado –y se seguían cometiendo–afrentas imperdonables, tantas que hubiera sido inútil dar cuenta de ellas. Los habitantes de la casa imposible podrían considerarse seres pasivos pero, en cambio, para infligir ofensas eran activos. El altanero escéptico sabía que no era fácil preparar el café; conocía las causas de esa dificultad, pero se callaba para no evitarles la desagradable sorpresa a los otros. Él mismo había fracasado en su intento y había quedado tan frustrado que necesitaba vengarse. Ya había comprobado que hacían faltan los ingredientes y las mínimas condiciones para realizar ese deseo. Una tercera persona se quejaba de la discusión entre el antojado y el altanero “por un miserable café”, y se dirigía a la cocina a prepararlo sólo “por restregárselo a esos dos inútiles que malgastaban el tiempo discutiendo por un café”.
El problema es que en la cocina, de verdad, no había con qué prepararse ese “miserable café” –en aquella casa todo acaba recibiendo el apelativo de miserable: “sus miserables gafas”, “su miserable camisa”, “su miserable plata”–. Lo que había surgido como un deseo inocuo se cernía sobre los habitantes como una amenaza, o un reto. Una cuarta persona –a veces se juntaban hasta cinco personas en la casa imposible– se daba cuenta de que faltaba café y azúcar en la cocina e iba calladamente a la tienda a comprarlos, con la idea de darle una lección a los demás. Estos la veían dirigirse a la puerta en dirección a la calle, con una mueca de desprecio.
Ya nadie escribe cartas de amor
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- Creado en 21 Abril 2020
- Última actualización el 22 Abril 2020
- Escrito por José Prats Sariol
Para María Ítaba
Carlos piensa que hoy tampoco ha venido la mujer de ojos que son tallos tiernos de agave, de un verde medio gris, arenoso. Le preocupa que no haya recibido respuesta. Por ella y su sonrisa de muchas gracias. Porque entonces su carta se envolvió en otro no vale la pena, en un cliente menos entre los que aún acuden. O porque él ha ido perdiendo cualidades. De pasarse meses y meses sin escribir una carta de amor, quién sabe si las musas huyeron, si se le oxidaron sentimientos, entendederas. O tal vez olvidó las letras de sus boleros preferidos: “Amor de mis amores”, “Piensa en mí”… “No puedo ser feliz” para pedir el regreso, rogar clemencia con “Perdóname conciencia”, conquista en los versos de “Te quiero”.
Carlos no puede quitarse la historia de quien no dijo su nombre, aunque sí firmó porque a leer y escribir había aprendido de niña, pero no llegaba hasta la escritura de una carta de amor. “Qué va. Confío en usted”, le había dicho. Y sonrió levemente cuando se la leyó antes de meterla en el sobre, escribir la dirección del destinatario que traía en un papelito, pegar el sello humedecido con el dedo ensalivado y dejar que ella pusiese, sin él verlas, las señas de la remitente. Dársela y cobrar. Pedirle que volviera cuando recibiese respuesta, cuando quisiera porque estaba listo para otra carta, conversar del amor sin cobrarle, de puro obsequio a su mirada, a ser la única cliente que solicita cartas para un enamorado olvidadizo.