Mario Salazar Montero - 'Mea culpa'

Mea culpa

 

Este relato pertenece al libro Cara o Sello

Cada vez que Cyril respondía a las preguntas curiosas tartamudeando un idioma español aprendido a tropezones, él terminaba por nombrar exasperado el país de donde provenía, de la Suiza. La aclaración no servía de mucho y terminaba señalando insistente con la punta de su lapicero la mancha diminuta en el mapamundi plegable de su agenda de bolsillo. Su eventual interlocutor se quedaba entonces observándolo intrigado y en silencio durante un instante antes de soltar la risa. Y Cyril, un usuario habitual de la informática, compartía la alegría espontánea sin lograr descifrar la actitud binaria de sus ocasionales compañeros de asiento en el bus: “Nos aprovechamos de él o estamos con él”. Tampoco entendía muy bien por qué al final del franco interrogatorio y de la risa, él resultaba siempre favorecido y ellos pasaban enseguida a manifestarle sincera amistad para toda la vida.

La verdad es que transcurrida media hora de viaje sentado a su lado cualquier pasajero terminaba por enterarse de su carencia de malicia, de su calidad de turista inofensivo y medio despistado. Esa era la primera impresión que Cyril provocaba; era injusta con él, pero no tenía importancia. Sus ocasionales vecinos de asiento terminaban por descender del bus destartalado en alguna curva del camino dispuestos a seguir ganándose la vida igual que siempre, a machetazo limpio, después de haber conocido una especie de extraterrestre. Y él, por su parte, se marcharía de aquel territorio condenado de antemano al olvido tan pronto descubriera que el encanto de la pobreza también era efímero.

El bus se desplazaba a bandazos por la carretera, una línea arbitraria de tierra y grava trazada en la selva tórrida, perseguido por una inmensa nube de polvo. El mismo chofer venía manejando sin interrupción ni reposo desde la noche anterior, esforzándose por inventar un camino confortable entre los enormes huecos convertidos en cráteres y la bancada irregular bordeándola. Un ancho río torrentoso y rucio de aguas lluvias corría a un lado de la carretera, se perdía entre suaves laderas erosionadas para reaparecer más tarde en una curva cualquiera. Del otro lado se extendía la tierra parda rojiza cubierta por una vegetación densa y frágil, sin asomo de áreas cultivables, selva. Cyril había perdido adrede el único vuelo previsto para ahorrarle la tortura del viaje de veinticuatro horas por tierra y no lo lamentaba. La aventura le venía como anillo al dedo para su recién estrenado masoquismo de conquistador asalariado.

Había recorrido mentalmente la carta geográfica desde el momento de la partida, kilómetro a kilómetro, de acuerdo a la escala, como si se encontrara sentado frente a un monitor de computador, metódico y sereno. Ahora por ejemplo tenía la certeza de que a su izquierda, en línea recta hacia el oeste, a escasos 10 o 15 minutos de vuelo, se encontraba el Océano Pacífico. Se imaginaba atravesando el inhóspito valle de selva tropical que separaba ese mar de las últimas estribaciones de la cordillera occidental de los Andes, después de haberla sobremontado durante la noche sin poder dormir por culpa de las curvas de la carretera miserable y del ruido ininterrumpido de la radiocasete espantando con su música el sueño del chofer. Se entretenía adornando el trajinado mapa del departamento del Chocó. Reteñía aquí el río y los símbolos cartográficos equivalentes a selva, más allá garrapateaba las casuchas de madera y la gente de raza negra observando en melancólico silencio el paso del bus. Eran cerca de las diez de la mañana y todavía le faltaban diez horas de camino para llegar al destino previsto. Había empezado a caer en cuenta, todavía sin pruebas ni corroboraciones definitivas, que esa belleza recóndita que él perseguía como si se tratara de un enigma cósmico indispensable para entender su propia existencia podría ser también la continuación o la otra cara de una pesadilla familiar para él. Maltrecho por el cansancio de la larga noche, relajado por el aire húmedo de la selva y el vaivén del bus, terminó por dormirse, ajeno a las miradas curiosas. El chofer del bus lo observó una vez más de reojo a través del espejo retrovisor y le sonrió cómplice a su ayudante, como si los dos hubiesen visto y entendido hasta la saciedad todos los imaginables vericuetos de la vida en una carretera, turistas gringos incluidos.

Viéndolo dormido y aletargado, habría sido difícil adivinar que allá en su hermoso país europeo Cyril había necesitado de un largo invierno y de una hermosa primavera para descubrir que las impresiones que rondaban su subconsciente eran parte del decorado de un sueño recurrente. En realidad intervinieron también otros factores y coincidencias, pero fueron esas claves oníricas y la inevitable fantasía provocada por ellas las que empezaron a erosionar su pasividad. Le hubiera resultado imposible describir entonces los detalles de aquel sueño o traducir en palabras lo que su cuerpo y espíritu apenas experimentarían unos meses más tarde al recorrer la carretera en la selva: la sensación, nueva para él, de haber burlado de manera consciente el abismo del tiempo y el espacio para obtener un retorno privilegiado a lo que él suponía debía ser parte integral de su instinto primitivo como un ser humano. Por aquel entonces tenía la certeza de haber soñado algo excitante porque despertaba empapado en sudor y acosado por una agradable erección matutina que evacuaba enseguida con mano experta de hombre solitario.

Era un embeleco, un autoengaño. Pero gracias a ese sueño fue capaz de enfrentar con algo de audacia los primeros días de un verano, atolondrado igual que un adolescente por la tan mentada nostalgia de un paraíso perdido, sin haber extraviado algo ni reconocer que padecía de nostalgia. Al final del día, cuando abandonaba su cubículo con escritorio en la compañía de seguros donde trabajaba, olorosa a culo recalentado, fiel a una rutina de burócrata prematuro, se sentía deprimido y derrotado de antemano. Cyril era un pesimista, categoría testarudo. Suponía que era imposible encontrar en una ciudad de bancos y empleados ejemplares el escenario adecuado para apaciguar la creciente ansiedad de sensaciones originadas en el sueño. En las noches levemente tibias recorría sin embargo los bares de las cuatro o cinco calles mal iluminadas de la insípida zona de tolerancia, paseando como un paria del sexo los burdeles con licencia de funcionamiento en regla. Bebía un par de cervezas en cualquiera de ellos, más que nada por espiar el striptease de las bailarinas exóticas −un deprimente e irónico tercer mundo masculino travestido− confiando en encontrar por azar un indicio acerca de lo que le sucedía. Como tampoco poseía el coraje civilizado necesario para enfrentar el desengaño prepagado con cualquiera de las mujeres parqueadas en las sombras y al menos desahogarse a medias, terminaba por regresar tarde en la noche a su apartamento de soltero. Miraba absorto el espejismo de las luces nocturnas de la ciudad de Zurich reflejadas en las aguas del lago como un cofre repleto de tesoros. Vagaba intranquilo de habitación en habitación, bebiendo hasta emborracharse. Al final, cansado y avergonzado, se masturbaba desplomado en el sofá y frente al televisor, pugnando por poner su mente en blanco para que de nuevo el sueño se le atravesara.

La parte tangible y real de su aventura había comenzado meses atrás de manera casual en el transcurso de una cena formal de negocios. Un evento social, enriquecido por las inocuas y vagas intenciones de los insignes invitados con quienes Cyril había compartido un almuerzo, la mesa y el exclusivo ambiente.

−¿Postre....caballero?−, le había preguntado un banquetero vestido de blanca librea a sus espaldas. Sacudido con brusquedad de un lamentable estado de distracción por culpa de otra mala noche, Cyril asintió sin mirar y retiró los codos de la mesa hasta reconocer bajo sus manos la enorme servilleta almidonada extendida sobre sus rodillas. Sus sentidos retenían a duras penas las palabras claves del comentario de otro invitado sentado a la misma mesa a propósito del motivo altruista de la reunión: “riqueza, pobreza, desarrollo, subdesarrollo, nosotros, ellos, la brecha imposible, su incapacidad, su atraso, nuestra conciencia, nuestro deber, el compromiso, el futuro, nuestro futuro...salvar el planeta tierra...”.

El salón de banquetes en el segundo piso de una mansión renovada ubicada a orillas del río Limmat relucía con discreto esplendor. A través de los enormes ventanales se apreciaba parte de la ciudad vieja al otro lado del río y la torre de la iglesia protestante con su gallito de oro en la cúspide. Los edificios de una misma altura y diferentes tonos del color gris evocaban una fortaleza medioeval, coronada ahora por las vallas y los letreros de neón de la publicidad. El sol de media tarde penetraba luminoso en el salón, refulgía en los cubiertos de plata y en los inmaculados manteles. Concluida la parte formal del banquete, el murmullo originado por el intercambio civilizado de opiniones se propagaba en el recinto como una saludable terapia de prosperidad merecida. Los invitados sentados a su mesa comenzaron a intercambiar tarjetas de presentación y Cyril hizo lo propio. Exceptuando cierta curiosidad por el hombre de edad avanzada sentado frente a él, quien tampoco había mostrado un especial interés en participar en la conversación, nada había impedido su recaída en la ensoñación.

−Pues si, es tremendamente injusto lo que sucede −había aventurado Cyril de manera abrupta e inoportuna, impulsado por una lucidez efímera, los codos de nuevo apoyados sobre el precioso mantel−, pero me atrevería a pensar que es precisamente esa famosa brecha la que conviene mantener. A lo mejor ellos, los pobres, se ahorran a tiempo cierta infelicidad. Y además −preguntó−, ¿Quiénes somos nosotros para pretender cambiar gente que ni siquiera conocemos?. ¿Y qué tal señores, que no todo fuera negocio y dinero en la vida?.

No se había dirigido a un interlocutor determinado entre las personas sentadas a la mesa. Esperó en vano alguna reacción a su espontáneo comentario, sorprendido al constatar como los rostros que por un momento se tornaron hacia él para enseguida ignorarlo tenían el mismo aire fraudulento de felicidad comprada. Estaba de verdad empeorando. La simple asistencia a un banquete de beneficencia representando su compañía frente a una fundación de ayuda a países subdesarrollados le resultaba insoportable. Su obsesión por descifrar el rompecabezas del sueño lo había arrastrado al insomnio, padecía las horas nocturnas extendido en la cama, entregado a macabros encuentros consigo mismo, descartando diestro razones para justificar la zozobra.

Cyril era un hombre saludable, de veinticinco años de edad, con una actividad laboral más o menos establecida, con una vida asegurada por delante y sin embargo... De adolescente, una vez decidido por un consejero de formación profesional su aprendizaje de auxiliar contable, ignorando sus deseos de continuar estudiando, el constipado burócrata le había confirmado sin ambages su camino a seguir en la vida. Con pedagógica ternura le explicó que a pesar de los enormes progresos alcanzados por la ciencia no todos los hombres eran iguales y existían dos categorías bien definidas: los brutos y los inteligentes. Le aseguró que si bien él, Cyril, no pertenecía con certeza al último grupo, tampoco hacía falta someterse a la inaudita tortura de probarse algo a sí mismo o pretender superarse y cambiar de grupo a punta de esfuerzo personal. No valía la pena, por la sencilla razón de que él tendría derecho a disfrutar la misma leche, los mismos bancos y los mismos parques que todo el mundo, siempre en cuando no pretendiera orinar más arriba de donde le era permitido. Debía acatar un destino conveniente y agradecer además porque el estado hubiera pensado en ello en su lugar. Cyril sabía bien lo que había sucedido ese día, lo afectaba, pero tampoco era un dilema existencial a resolver. Su educación había arruinado adrede la eventual segregación adicional de adrenalina necesaria para rebelarse. Sabía sin embargo que una alternativa de vida le había sido usufructuada por otros de manera injusta. Pretendía que de alguna manera inexplicable ese sueño intrincado tenía algo que ver con su pasado y con otro destino probable.

Esa misma mañana, mientras se acicalaba para asistir al banquete, se había sobrepuesto a su flema habitual y marcado con ansiedad el número de teléfono del aviso clasificado encontrado la víspera en el periódico: “Maestro Vudú haitiano, postinvasión americana, se recomienda para ayudarlo a Usted, para gente seria en búsqueda de una ayuda honesta. Asesoría en decisiones y problemas de todo tipo, consejo individual para su futuro y adaptación para la vida, conjuración de destinos torcidos y reencarnaciones pasadas, explicamos lo inexplicable. Exclusiva, comprobada y garantizada magia blanca. Se habla inglés. Discreción absoluta”. Después del carraspeo del respondedor automático él había escuchado la grabación confusa por el acento caribeño repitiendo en parte el texto del aviso clasificado, explicando la saludable diferencia entre magia negra y magia blanca. Al final de un solo de tambores y coros paganos dejó grabado su mensaje, añadiendo que era de vital importancia. Era obvio que a su edad, soltero, sin amiga íntima ni de las otras, él debía sufrir de un agudo desajuste sexual y social.

Cyril había descartado volverse homosexual siguiendo el método de ensayo y error porque la excitación que lo sobrecogía y preocupaba era abstracta, no tenía género definido. Era más bien la nostalgia de un conocimiento intuitivo primitivo, de una fuerza intrínseca que suponía innata pero había cesado de existir. No había logrado establecer una relación afectiva duradera con mujer alguna porque ese instinto deficiente y su razón nunca podrían estar de acuerdo en la elección. De manera lamentable para él debió además enfrentar solitario la época del feminismo primitivo. Su educación antiséptica hizo el resto. Terminó cogiéndole asco al sexo.

En la mesa, en el banquete, después de su malograda intervención, el viejo de nariz ganchuda frente a él había empezado a balbucear algún argumento. Esbozaba la intención cuando de pronto, como si en un rincón del salón alguien hubiese tañido una fina campanita de cristal inaudible sólo para él, los invitados se levantaron, se estrecharon las manos en cordial despedida y corrieron en desbandada a recoger sus maletines. Cyril permaneció sentado, decidido a terminar sin prisa el postre y el café insulso, ignorando las miradas de reproche de los banqueteros por su retardo caprichoso. Abandonó de último el lugar para evitarse incómodas despedidas y el celo administrativo de alguna eficiente secretaria. Una vez en la calle soleada había confirmado malhumorado la llegada inequívoca del verano a la ciudad. Detestaba esa estación del año porque su soledad y su incapacidad de amar adquirían ribetes tragicómicos. Lo cotidiano se aletargaba bajo un sopor inaguantable fuera de lugar y el tiempo parecía dilatarse con exasperante lentitud. Desde su punto de vista de hombre joven amargado, esas siete largas semanas determinaban lo que sucedería durante el resto del año: el siguiente otoño y el siguiente invierno. Era el tiempo del apareamiento sexual y social, tan obvio y evidente que él rehuía enfrentarlo; su instinto, pensaba, no era tan fuerte y pronunciado como para dejarse guiar por el al igual que la mayoría. Verano significaba entonces para Cyril recorrer en bicicleta al final de la jornada los tres kilómetros de parque bordeando el lago, desde su oficina a su apartamento. Significaba cruzar impávido los jardínes primorosos donde las parejas homo y hetero se sacudían en la grama perfecta las legañas de la soledad invernal, evitando atropellar a su paso distraído la señora arrugada de la armada de salud que ofrecía en una curva oportuna preservativos gratis en bandeja de plata. Con envidia mal disimulada espiaba las parejas normales reinventando sin mayor esfuerzo la felicidad que a él le era esquiva.

Había caminado a lo largo del río manso y de aguas transparentes, sin flora ni fauna, olvidado del ridículo incidente en el banquete. Tenía la disculpa adecuada para no reaparecer por la oficina y decidió regresarse a pie por el borde del lago hasta su apartamento, antes de acostarse temprano a rendirle tributo al insomnio. Al llegar a la “Bürkliplatz” leyó la pancarta extendida: “Pueblito de niños Pestalozzi” y se acercó por curiosidad. Las niñitas bien crecidas de la fundación realizaban esa tarde su recolecta anual de fondos, se deslizaban de un lado al otro de la plaza como angelitos anclados al piso por el peso de los patines, enfundadas en ceñidas mallas de bailarina y provocadores trajes de gimnasia. Se entretuvo admirando sin disimulo las adolescentes de procedencia indecifrable bailando en patines al compás de la música de Michael Jackson. Vio el parlante instalado en el morro del toro del monumento ubicado en medio de la plaza. Alguien había tenido la osadía de pintarle de color rojo encendido los testículos y el miembro al toro, y de color blanco los pitones. Bajo la pancarta con el sello de marca registrada en cuestiones de orfandad se alineaban sentadas las restantes bailarinas esperando turno para ofrecer su cuota de pornito tolerado. Amorosos de los niños y de las obras sociales enmarcaban la plaza sentados en largas bancas de madera bajo preciosos parasoles. Cuando una ninfa presumida empezó a recoger las contribuciones, Cyril decidió continuar su camino. Fue en ese preciso momento, al separarse del corrillo, cuando advirtió una presencia a sus espaldas. Giró desconfiado y reconoció enseguida al viejo sentado frente a él en la mesa durante el almuerzo. Al verse sorprendido el hombre avanzó decidido hacia él ofreciéndole la mano extendida y una sonrisa. Cyril las aceptó mientras caía en cuenta por primera vez de los ojos hundidos en el rostro, pequeños y carentes de pestañas, de ave de corral, cercanos de manera anormal a la nariz picuda.

−¿Me permite unos segundos? −le había preguntado sin rodeos. Cyril fingió una reflexión sobre su tiempo, pero aquel viejo había colocado entretanto una mano descarnada y de piel pecosa sobre su hombro, mientras con la otra, esgrimiendo autoritario un bastón, sugería continuar en dirección al lago−: Usted tenía razón al hablar así en la mesa, hace un momento −prosiguió, aliviando astuto y a tiempo la presión de su mano−, pero creo, y perdone mi franqueza, que no supo vender muy bien la suya.

No existía un impedimento físico evidente justificando su empleo del bastón, símbolo clásico de poder pasado de moda. Era un hombre viejo bastante fuerte aún y aferrado con ganas a la vida. Cyril creyó reconocer cierta aureola de riqueza y poder en el porte distinguido, en las ropas costosas y gestos autoritarios, atributos carentes de significado para él porque los suponía inalcanzables, fuera de la órbita de su existencia. El viejo, adivinando sin mayor esfuerzo sus prevenciones, le explicó quién era en dos o tres frases cordiales mientras cruzaron juntos la avenida para llegar al borde del lago. Se presentó como miembro importante de la fundación que había organizado el banquete, patrocinado los conferencistas y autorizado las invitaciones. Cyril desconfiaba, esperaba el reproche por su intervención, mientras el viejo trataba a su vez de minimizar el incidente. El reloj florido en la grama del paradero del tranvía indicaba las cuatro de la tarde plenas de gladíolos y girasoles recién trasplantados.

−Tampoco es grave la franqueza −había proseguido el viejo−; hace falta sin embargo saber primero en quién se puede confiar y en quién no. Todos pueden estar de acuerdo en que las cosas están mal en un mundo sobrepoblado, pero no todos están de acuerdo en las soluciones. Y eso crea las diferencias de opinión.

−El problema es tiempo −había murmurado Cyril indeciso, dispuesto a perder unos minutos por cortesía preventiva. Era su tiempo el que lo preocupaba desde luego. El del viejo, ya lo había confirmado, era otro diferente al suyo.

−Quizás un par de catástrofes más o menos naturales ayuden a reducir la cantidad de gente poblando hoy el planeta tierra −explicaba entusiasmado el viejo, haciendo caso omiso de su sugerencia−; un maremoto en los océanos, terremotos aquí y allá, lluvias torrenciales e inundaciones, sequías, uno que otro volcán haciendo erupción a mala hora. Están también los tifones y los huracanes ayudando, pero todavía seguirán siendo muchos.

Con la disculpa fraudulenta de la edad el viejo avanzaba manteniendo su mano en el antebrazo de Cyril, sin apretarlo, como una garra en reposo neutralizando el ansiado escape. Él no había reunido el coraje para negarse de manera rotunda a continuar, luchaba avergonzado consigo mismo, sintiéndose débil y culpable, mientras el otro proseguía a su lado con el enrevesado discurso.

−Es posible que pronto hagan su aparición otros fenómenos más sutíles y efectivos, a pesar de la ciencia o gracias a ella −decía−. Me refiero a una que otra pestecita suelta propagándose de pronto en donde convenga y prospere: sida, cólera, ébola, dengue, sars, hepatítis o fiebre amarilla; pero sobre todo esa peste eficaz y sin antídoto llamada pobreza. Todo eso servirá desde luego, pero será apenas una partecita ínfima.

Cyril, lento de entendimiento por culpa de la mala noche anterior, había logrado deducir que sus espontáneas palabras en la mesa eran el motivo del malentendido y de la presencia del hombre a su lado, pero no se decidía a aclararlo. Tendría que empezar por explicar su presencia en el banquete, su situación de suplente oportunista del verdadero invitado, aceptar la humillación de ser puesto en su sitio al final de su confesión; detestaba esos protocolos. Lo escuchaba indiferente e incómodo, confiando en que su flema habitual decidiera por él hasta donde seguir jugando el papel de dócil lazarillo. Mientras ignoraba los discursos de los conferencistas del almuerzo había entrevisto que el remedio a su problema no florecía en la ciudad en Zurich ni en otro lugar conocido por él. Egoísta sano y primario había expresado de manera espontánea su deseo de que las cosas permanecieran tal como estaban hasta cuando él tuviera la oportunidad de encontrar y satisfacer lo suyo. Después los del banquete, incluido el viejo asqueroso, podían hacer lo que les diera la gana.

−Supongamos −había proseguido terco el viejo, deteniéndose para esgrimir amenazante su bastón frente a una hilera de patos y cisnes picoteando a la orilla del lago los restos de las papas fritas y el popcorn de los turistas−, que el crimen organizado haga también su partecita del asunto, siempre lo hará tan sólo en la parte visible del témpano. El crimen, me parece, es una vulgar caricatura de lo que habría que inventarse si en realidad pretendemos evitar que ellos sigan reproduciéndose como conejos y nos ganen por cantidad.

Cyril, intrigado, había experimentado curiosidad por saber quienes eran “ellos”, pero una fugaz reflexión de inseguridad le bastó para ahuyentar su tentación de preguntar. En todo caso, él no era uno de ellos. El viejo determinaba caprichoso en que dirección continuaba el paseo, mientras Cyril reconocía su camino usual de regreso a casa y al igual que otras veces observaba envidioso las parejas en las varias etapas del amor.

−La gente olvida que siempre habrá necesidad de respirar aire fresco, de disponer del agua, del fuego y de la tierra, de los elementos vitales y de los recursos naturales del mundo en que vivimos −proseguía−, pero estos son cada vez más escasos porque hay que compartirlos de todas maneras con ellos. Llegara el día en que únicamente una guerra permitirá poseerlos y protegerlos, saberlos nuestros y de paso asegurarnos el futuro y el de nuestros hijos, así es de sencillo.
Para entonces Cyril ya había comenzado a experimentar una creciente dificultad para respirar y decidió despedirse sin recurrir al protocolo de una excusa válida. Como era cobarde por naturaleza escogió la hipocresía formal de esperar el momento apropiado: una pausa conveniente en el discurso. El viejo en cambio parecía satisfecho de haber reconocido experto en él la mansedumbre del buen aprendiz, cierta ingenuidad meliflua y el aire confiable de un buen administrador. Eso debió bastarle para sentirse correspondido e ignorar adrede la mano extendida de Cyril.

−Siempre ha sido esa la razón de las guerras, eso no es nada nuevo −argumentó Cyril, creyendo cerrar el incómodo encuentro con broche de oro, para deleite del viejo que rozó su mano con suavidad paternal apartándola.

−Estoy hablando de una guerra que empezó hace años y terminará convertida en el estado normal de la existencia. Ha sido así desde el principio de la humanidad, nos engañamos creyéndonos civilizados gracias al efímero brillo de la paz. Es la guerra de la selección de las especies, la ley del más fuerte. Seguimos jugando a los generosos, con pocas posibilidades de resultar ganadores al final. Créame -insistió el viejo terminate-, hacen falta escasos años para ver ciudades civilizadas aisladas en sus fronteras por la obligada protección contra el agresor; ciudades del futuro pero circundadas por un pasado forzado, con vestígios de una guerra impuesta.

Por asociación Cyril recordó las películas de ciencia-ficción con las cuales solía entretener su soledad, sin intención de esforzarse por compartir la insinuación de amenaza en el discurso del viejo ni admirar su poética extrapolación de una realidad que pretendía preservarse por ley propia hasta la eternidad.

−Y habrá desde luego una casta escogida −había proseguido insoportable el viejo, sin importarle la indiferencia ahora ofensiva de Cyril−, un grupo selecto de hombres que sacrificará lo que sea para cumplir con su sagrada misión de preservar el orden universal en medio del caos. Y ellos desde luego tendrán que vestirse y seguir comiendo todos los días, pero dependerán de algo vital y esencial que se produce más allá de los límites civilizados, en rincones insospechados perdidos en la jungla o en el desierto. Siempre existirá un elemento suelto de la cadena, el instinto de sobrevivencia que hay que ir a pelearse con la barbarie, de vital importancia para nosotros porque ya no podemos producirlo en un laboratorio. De pronto será necesario ir allá y esclavizar de otro modo, uno más sutíl, domesticar, manipular genéticamente e incluso dejarlos sentirse libres, porque vamos a necesitar de sus páncreas, sus riñones fuertes, sus corazones, sus cerebros ágiles e incluso también de sus hijos.

Cyril había esperado impaciente la siguiente pausa para largarse. Esta vez el viejo no intentó retenerlo, simplemente le extendió la fotografía en silencio, sostenida en la arrugada palma amarillenta de su mano. Como una última concesión a un viejo senil Cyril miró con gesto de burla la fotografía frente a él, esperando encontrar una caricatura de ciencia-ficción, alguna maqueta de una ciudad protegida dentro de una cúpula de cristal.

Primero dudó desconfiado al entrever de forma vaga lo que la foto representaba, pero un segundo después, desconcertado por la inesperada coincidencia, se la rapó de la mano sin miramientos. Lo que vio fue suficiente para permitirle reconocer las formas ambiguas e incoherentes del rompecabezas que soñaba, rescatadas por él con esfuerzo de su subconsciente. Por primera vez las veía reales, retratadas, reunidas en un sitio geográfico preciso, conformando el escenario donde su sueño se repetía recurrente sin que él lograra captar los detalles. Todo estaba allí: el ancho río de espesas aguas amarillentas bordeado por la selva de vegetación tupida, el antiguo puente en piedra y madera podrida invadido por la selva en sus dos extremos, atravesando la foto y el río en una simbólica diagonal ascendente. A un lado del puente, dispersas en la orilla elevada del río, entrelazadas en una maraña de cables eléctricos en ruinas, estaban las casas de un pueblo. Eran construcciones de madera, de anchos tablones pintados en colores llamativos, cubiertas por oxidadas tejas de zinc, levantadas sobre altos y torcidos pilotes de cemento. Había centenas de aquellos pilotes, manchados de un verde acuoso hasta la misma altura. Sobre las casas se arrumaban otras casas, formando audaces construcciones. Un pueblo grande perdido en una selva, protegido sobre los pilotes cuando subía la marea fluvial. En la mitad del puente, inclinada sobre su borde, desprevenida y de espaldas a quien tomaba la foto, una adolescente miraba el río pasar bajo el puente. Una falda con arandelas, corta y ancha, dejaba expuestas las brillantes piernas morenas. Al fondo, las lianas de los árboles en los manglares se perdían en la superficie opaça del agua, dos canoas bogaban en el sentido de la corriente y el sol del atardecer brillaba tras un cielo gris encapotado.

Apoyado en el bastón como un gigolo pensionado, el viejo esperaba airado una explicación a la inesperada reacción de Cyril, satisfecho sin embargo de verlo examinar la foto con interés inusitado. Cyril no tenía intenciones de confesar ante un extraño que llevaba meses evocando sin saberlo ese río, ese puente y esa atmósfera de selva. Mucho menos confiarle ciertas asociaciones recreadas por él con ese mundo primitivo plasmado en una foto. Ardía sin embargo en deseos de averiguar de una vez por todas en que rincón del mundo se encontraba aquel lugar. Se contuvo, desconfiado, para expresar con gestos formales de desconcierto su dificultad para justificar su reacción. El viejo miró entonces repetidas veces su reloj, titubeó un instante y extendió decidido un largo dedo arrugado hasta llegar a la foto que Cyril aún sostenía entre sus manos. El dedo golpeando insistente un lugar preciso en la foto le hizo caer en cuenta del detalle deşapercibido: los árboles a lo largo de las orillas del río tenían todos una marca reconocible en su tronco, un tajo de color amarillo en su corteza.

−Estos son los que ya están inventariados; son parte activa de nuestra reserva ecológica privada −explicó el viejo sin prisa, espiando astuto la reacción de Cyril, antes de continuar autoritario−: Nos hace falta alguien que controle bien las cuentas allá abajo, uno de los nuestros, desde luego −recalcó.

Así había comenzado la singular aventura de Cyril. La seducción del magnífico salario de pionero ecológico no fue la principal razón para aceptar la inesperada proposición, tampoco el enrevesado discurso apocalíptico del supuesto filántropo. El insomnio persistente, el temor por la confusión nunca aclarada de su presencia en el banquete, las consultas del I-Ging y una visita relámpago al ceniciento brujo del Vudú, fueron más determinantes. Una conjunción estelar en su carta astrológica parecía favorecer de manera inequívoca su decisión de aceptar por primera vez el reto de ir más lejos de lo que se esperaba de él. Al cabo de un par de meses de entrevistas con transfondo moralista y cursos intensivos de idioma español pudo disponer de una cobertura envidiable para un viaje de encuentro consigo mismo que garantizaba las influencias locales necesarias y lo eximía de eventuales responsabilidades personales. Exigió, de manera formal, ir a verificar de inmediato “in situ” como funcionaban las cosas, después de estipular condiciones de estadía, compensaciones por exposición a enfermedades tropicales y primas de riesgo por secuestro, muerte violenta o envejecimiento prematuro. Del filántropo recibió un seco apretón de manos y una fuerte palmada en la espalda el día de la despedida. Y él partió entusiasmado, dispuesto a reconocer las claves de un destino que suponía esperándo su llegada para manifestarse.

Cyril no era un hombre impresionante de estatura ni de presencia física imponente pero poseía sin duda alguna juventud a su favor. Su contextura física modesta, encuadrada en una musculatura vanidosa mantenida en forma en secreto, disfrazaba un inofensivo complejo de inferioridad traicionado por los músculos dė las pantorrillas, prominentes como los de las bailarinas de tanto andar empinado en las puntas de los pies simulando un efímero par de centímetros más de estatura. Transcurridas veinticuatro horas desde su partida sin testigos en el aeropuerto, cortado por primera vez en su vida el cordón umbilical gracias al cual había sobrevivido hasta entonces y sin mayor esfuerzo las insignificantes vicisitudes cotidianas de un país rico, el escabroso proyecto montado alrededor de una supuesta supremacía racial ya se había desvanecido de su mente. Su modesta labor de empleado, se repitió a sí mismo neutralizando precavido futuros complejos de culpa, consistía en encontrar los interlocutores apropiados a nivel local para coordinar la gloriosa llegada de los nuevos mesías al país en un futuro previsible. Quiénes, cómo, cuándo, para qué o por qué, para eso contaba con la ayuda del correo electrónico, del teléfono celular con conexión satelital y de otros personajes escudados en la sombra del anonimato.

Cuando aterrizó en la ciudad capital de un país desconocido, todavía a millas de distancia de su destino final en la selva remota, en el aeropuerto lo esperaba una nutrida comitiva de aspirantes a interlocutor enterados de antemano de su llegada, asesorados por un guía bilingue. Sin preámbulos, jugando a lección de eficiencia bien aprendida, a partir del día siguiente se lo turnaron de manera estricta entre las diferentes delegaciones con el propósito de mostrarle la ciudad, siempre a salvo de los abruptos cambios de clima tras las ventanas cerradas de un automóvil blindado. Después Cyril se enteraría de que se habían sorteado entre ellos el privilegio de pasearlo. Cada vez que el guía ocasional pretendía llamar su atención sobre la arquitectura moderna de la ciudad, Cyril observaba formal las monótonas fachadas de los edificios, descoloridas por la lluvia y el sol, las calles y las aceras invadidas por postes torcidos y cables eléctricos desgonzados que amenazaban derrumbarse. Experimentó la impresión de encontrarse en una ciudad sumida en un caos de perpetua creación, mutando y ya destruída.

Cuando sus interlocutores se enteraron sagaces de su condescendencia bonachona para juzgar personas y cosas a su alrededor, redoblaron sus esfuerzos para convencerlo con ayuda de estadísticas y gráficas coloridas de que el país había superado el umbral del subdesarrollo y no era más la propiedad privada de cinco magnates todopoderosos. Además, le recalcaron sin vergüenza, ese caos desfilando ininterrumpido frente a las ventanillas del auto en que se desplazaban de una cita a la otra, incluidos los menores de edad golpeando el vidrio para ofrecer cigarrillos, dulces y preservativos, las mujeres de rostros endurecidos manipulando los billetes del negocio al lado de los semáforos, no debía entenderlo como una lucha desesperada contra el hambre y la miseria. Según sus anfitriones y futuros socios, ese espectáculo gratuito era otro ejemplo de auténtica iniciativa privada, heredada de generación en generación desde las épocas precolombinas en que los indios comerciaban con sal y oro, en vez de cigarrillos, preservativos y cerveza enlatada. Amalgamada en el transcurrir de los siglos, esa esencia había terminado forjando la proverbial viveza latina, la cultura del cambalache, según le explicaron. Cada quien era dueño de su destino en una feria de oportunidades convertida en una tómbola despiadada, con promesas de recompensas que se desvanecían en el aire antes de llegar a ser siquiera una ilusión duradera.

En el lapso de un par de semanas le presentaron las cartas del juego a disposición en el país, para que él las tuviera en cuenta en el futuro a la hora de corresponder los favores. Estuvo en opulentas oficinas de amplios ventanales, adornadas con valiosos cuadros donde aparecía plasmada en colores chillones un pedazo de la exhuberancia tropical que afuera brillaba por su ausencia. Sin tomarse la molestia de preguntarle le colocaban en la mano el vaso con whisky y hielo. Segundos después era víctima indefensa de una confianza unilateral, de sonrisas cómplices, guiños y sobreentendidos que no comprendía. Al final de los discursos llenos de promesas vacías lo convidaban a redescubrir el nuevo mundo desde algún modesto rascacielos, la imagen sinónimo de pujanza y de progreso sostenido.

Agotado por el trajín y la experiencia, nuevos para él, Cyril retenía en su memoria la imagen de una selva de cemento y automotores extendiéndose paralela a unos cerros pelados por la erosión; una ciudad revestida de colores amarillo y marrón, con esporádicas manchas de verde vegetal refulgiendo bajo el sol o la lluvia; casas y edificios arrumados sin orden aparente y cobijando un hormiguero humano. No se atrevió a compartir con sus anfitriones la percepción que lo acosaba persistente y él se había esforzado en espantar: la ciudad le recordaba el panorama de ciencia ficción descrito por el filántropo, la pesadilla futurista que él suponía haber desvirtuado a punta de flema e indiferencia. Cuando llegó el momento de indagar con aire preocupado, a fin de cuentas ese era su trabajo, en dónde estaban los árboles, la madre naturaleza, los parques ecológicos y el equilibrio sostenido, le insinuaron con el gesto y una sonrisa la parte pudiente de la ciudad: “El norte, siempre el norte, allá derecho, donde vivímos nosotros, allá si hay árboles e incluso vacas” −le decían. Poco faltó para que lo agarraran abusivos de la mandíbula y lo forzaran a concentrar su atención de manera exclusiva en las manchas maravillosas, para que ignorara el resto de la inmensa ciudad sacrificada, las calles atiborradas de gente o hacinadas en buses de transporte público. Cyril nunca podría olvidar los rostros humanos congestionados por la desigual carrera contra el tiempo, los seres acorralados por una lucha y una esperanza demasiado emparentadas con la pobreza para otorgarles un rasgo étnico definido. Eran los “ellos” ambiguos y desechables que aborrecía el filántropo.

Buscando distraerlo del arduo trabajo de vivir del cuento en que todo el mundo a su alrededor parecía experto, lo pasearon por exclusivos clubes privados donde los socios presentes empleaban más tiempo mirándose entre ellos para tasarse mutuamente en dólares que trabajando. Más tarde le explicaron que ese no era el propósito del club, pero que sin embargo ahí estaban los que eran. Como tampoco entendió esa versión se lo vendieron entonces como vitrina de lujo en un país de tiendas. En las noches atiborradas de compromisos e invitaciones, mientras degustaba las especialidades culinarias de cada región del país, no conseguía salir de su asombro al ver la cantidad de gente joven irumpiendo audaz en todas partes, decidida a pelearse su lugar en el mundo sin solicitar permiso previo. Con el paso de los días, habituado a la ausencia de rigores del trópico, pudo constatar que la ciudad amenazando derrumbarse no sólo seguía en pie sino que se transformaba en otra ciudad, dependiendo de con quien él la recorría. Había supuesto desconfiado que la espontánea alegría desplegada a su alrededor era una treta para engañarlo, pero como pasaba el tiempo y no caían máscaras ni falsas vestiduras, su curiosidad empezó a sentirse aguijoneada. Sus acompañantes insistían infatigables en narrarle anécdotas picantes y en atiborrarle el cerebro con la capacidad de empresa local. Por primera vez en su vida lo convidaron a divertirse y él ni siquiera intentó negarse. Dejó de andar empinado en las puntas de los pies porque no hacía falta: él era esta vez el grande; era el tuerto en un país de ciegos. Cuando se presentaba por cortesía en alguna reunión estaba siempre custodiado por sonrientes muchachas que lo trataban como si lo hubiesen conocido de toda la vida. Se le quedaban pegadas a los músculos que parecían estallar en sus camisetas de algodón, pelándole el diente y sonriéndole, dedicándole palabritas sueltas en francés, alemán, inglés e italiano.

Al cabo de varias semanas de ese tratamiento intensivo Cyril terminó por reconocer que estaba desempeñando sin siquiera proponerselo el envidiable papel de reyecito sin corona y lo hacía bien. Se encontraba en un país inacabado, atrasado y feo, donde todo estaba todavía por hacer. Podría aprovechar a su favor las circunstancias que su situación de privilegio le otorgaba, si conseguía tomar a tiempo las decisiones acertadas. Las dudas lo asaltaron, seguía enredado en el mismo dilema pasivo de adolescente, su iniciativa arruinada por culpa de una selección sistemática de oportunidades, atrapado entre la legítima aspiración de demostrarse a sí mismo que no era un mediocre de nacimiento y la carencia de ambición personal inculcada en él desde la infancia. Entrevio que si lograba quedarse más tiempo del previsto amparado por ese tratamiento maravilloso que su calidad de extranjero de los buenos le garantizaba, encontraría el coraje y el arrojo necesarios para superarlo. Necesitaba sin embargo descubrir el resorte adecuado en su personalidad necesario para regenerar su ambición y mantenerla viva.

Y de nuevo Cyril supúso esperanzado que ese viraje radical en su destino tenía una relación directa e indispensable con su sueño intrincado, aún no resuelto del todo. Entusiasmado y decidido amañó las conclusiones de su trabajo para adecuarlas al gusto apocalíptico del filántropo. En una entrevista virtual a distancia recibió el voto de confianza necesario para seguir adelante; su visita de inspección en la selva. Suspendió abrupto relaciones con la mayoría de los lagartos acosándolo y alistó viaje. Se comportó a la altura cuando llegó la hora de los no rotundos frente a los requiebros zalameros de hombres y mujeres, con una actitud amistosa desconocida para él mismo. Insistieron entonces en organizarle una fiesta de despedida en señal de agradecimiento. Cyril se dejó halagar, transformado en otro hombre, mientras se atrevía por primera vez en su vida a hacer cumplidos mentirosos, a mirar a las mujeres en los ojos y en el culo con descaro de macho en celo. Como persistían todavía en acompañarlo él insistió en llegar solo hasta el puerto sobre el río en mitad de la selva y aceptó por cortesía la sugerencia de un vuelo especial desde una ciudad intermedia, sabiendo de antemano que lo perdería.

Cuando Cyril despertó de nuevo, sentado en el mismo autobus con rumbo a su destino, empapado en su propio sudor, arrinconado ahora por una mujer gorda y dos niñitos durmiendo boquiabiertos a su lado, experimentó una especie de cosquilleo nervioso rondándole el vientre, la sensación física más cercana al miedo por él reconocible. Afuera, en la selva chocoana, llovía a torrentes. Del idílico anochecer tropical consiguió apreciar los relámpagos desgajándose en la oscura distancia, al final de una carretera iluminada apenas por la luz de los faros del bus. Chorros de agua lluvia golpeaban con fuerza en las ventanillas y sobre el techo de la destartalada carrocería del bus. Lo asaltó entonces de nuevo la inseguridad, sumada ahora al temor. Miró a su alrededor, vio gente cansada y entredormida por la monotonía del viaje, ratificó envanecido la heroica dimensión de su osadía. Se sintió valiente, compartiendo con desconocidos en un bus de pasajeros una atmósfera evocadora de impulsos primitivos: una mezcla de olor de sudor, de vómito reseco, de mierda y ventosidades, de cigarrillo, estancada en la humedad tropical.

Había obscurecido hacía rato cuando comenzaron a aparecer, esparcidos a lado y lado de la carretera, los primeros ranchos iluminados de su envidiable lugar de trabajo como contador de árboles en un pedazo de selva usurpado con dinero. Serían quizás las ocho de la noche cuando el bus se detuvo por fin con un resoplido de frenos y exclamaciones de descanso por parte de los pasajeros en la esquina más concurrida del pueblo. Cyril dió las gracias merecidas al chofer por haber llegado con vida, descendió a un calor opresivo, decidido a rastrear el nombre del hotel con ambiente familiar donde alguien había reservado una habitación a su nombre. Recorrió las calles principales mal iluminadas y paralelas al río hasta encontrarlo. La lluvia había cesado y un bochorno desconocido aplastaba y oprimía su cuerpo y sus sentidos. Su cerebro no funcionaba como acostumbrado. Correspondió con un saludo cauteloso las miradas siguiéndolo con desconfianza desde las esquinas, las de gente sentada al frente de casas con fachadas desiguales o sin terminar. En lugar de esperar en el hotel el regreso del ilustre comité local de bienvenida que había estado preguntando varias veces por él a lo largo del día, Cyril quiso verificar primero la existencia del lugar que había perturbado su paz heredada a cambio de una promesa de reivindicación, ver el rincón geográfico entrevisto por él en una fotografía ajena.

Mientras se duchaba receloso bajo un miserable chorrito de agua tibia impregnada de un olor bien particular, casi adherido al muro embaldosinado para no dejar perder una gota del precioso líquido, se interrumpió el fluido de energía eléctrica. Cyril permaneció inmóvil, desorientado en una oscuridad ajena para él, sin saber como reaccionar. Abandonó la ducha bordeando a tientas las paredes hasta encontrar la seguridad de la cama y se sentó a esperar. Transcurridos largos minutos alguien vino finalmente a golpear en la puerta de su habitación y le ofrecieron una botella de vidrio vacía con una vela encabada en ella para alumbrarse. “Es el apagón de todos los días patrón, la luz vuelve con seguridad a la hora de la telenovela” −le explicaron. Media hora más tarde Cyril abandonó testarudo el hotel con la reluciente cámara de video y su correa ajustable de diseño ergonómico atravesada sobre el pecho, vestido de pantalón corto a la altura de las rodillas, camisa de explorador con bolsillos de tapa y botónes, zapatillas deportivas, embadurnado con varios tipos de repelente contra insectos, decidido a encontrar el puente.

Las calles eran ahora una serie de oasis luminosos en medio de la oscuridad, luz generada por plantas eléctricas de emergencia apestando a gasolina. Su ruido, mezclado al de la música, era ensordecedor. Cyril avanzaba anónimo gracias a la semioscuridad. La gente circulaba a su lado como si les hubiesen dado cuerda al momento de irse la luz, en su mayoría eran jóvenes al igual que él, riendo y conversando escandalosos. Tampoco quiso esta vez preguntar ni solicitar orientación alguna. Se reconoció pleno de fuerza e ilusiones, como un condenado a muerte a quien se le conmuta de pronto la pena capital y redescubre perturbado por la ansiedad el incalculable valor de la existencia.

La luz eléctrica regresó, escuchó incrédulo los alborozados gritos de júbilo seguidos del ruido unísono de televisores sintonizados en el mismo canal, en la misma propaganda de papel higiénico bueno para toda la familia. Cyril descubrió al mismo tiempo la tienducha hasta entonces inadvertida para él, cercana a la entrada del puente que buscaba. Después de saludar en voz alta al entrar en el local, fingiendo familiaridad, se sentó encima de unas canastas de cerveza vacías cercanas a la puerta, ansioso por tomarse una cerveza fría. Temía lo que esperaba encontrar, acercarse a la orilla del río y observar el lugar desde allí en medio de la noche. Un rato se entretuvo especulando que quizás nunca había abandonado en realidad el sueño y en cualquier momento despertaría agradecido a su segura y envidiable rutina de ciudadano alpino. Trabó entonces conversación en su español de estudiante consagrado, primero con el tendero malhumorado por las fallas del suministro de electricidad que amenazaban arruinar su equipo de disco compacto con sonido digital, por culpa de los políticos ladrones. Luego habló largo rato con un emigrado del interior del país, quien le contó sin necesidad de preguntarle nada que también acababa de llegar al pueblo provisto de un cargamento de ropa interior femenina de colores fuertes para la venta y que su mujer lo había dejado por otro pero no le guardaba rencor porque así era la vida. Del otro lado del río, una sombra de selva coronada por un resplandor de luces, visible desde donde se encontraba, llegaba la melodía melancólica de una música. Cyril supúso un ambiente de fiesta y baile, uno auténtico, camuflado en la selva, pero no se atrevió a preguntar como llegar ni a compartir cierta zozobra. Permaneció en silencio el tiempo necesario para tomarse un par de cervezas, observando los hombres de diferentes edades que llegaban solos o acompañados dispuestos a cruzar el puente sin recelos. Los veía perderse en la oscuridad al otro extremo, tambaleantes por culpa de la borrachera temprana, espiaba su regreso minutos después, acompañados de alguna mujer regordeta riendo a carcajadas.

Cuando él se decidió por fin a enfrentar un sueño que entretanto se había transformado en una especie de reto transcendental, pagó su cuenta y la del vendedor de calzones. Se despidió formal y dejó además sobre el mostrador de la tienda una propina generosa que el tendero no entendió. “Va a llover” −le gritó el hombre a sus espaldas, cuando él ya avanzaba determinado hacia la oscuridad del puente. Se detuvo al llegar a la mitad del puente maltrecho, atento a no tropezar en algún travesaño podrido.

De las luces del pueblo a un lado río se percibía la claridad del alumbrado público, bordeando como una aureola dorada la silueta irregular de las construcciones arrumadas unas sobre otras, recortada sobre el fondo oscuro e imponente de la selva. El brillo de una luna llena y el de las estrellas había remplazado en el cielo la amenaza de nubes cargadas de lluvia. Todo era tal como él suponía haberlo soñado, aún de noche y sin necesidad de verificar los detalles. No sería necesario regresar el día siguiente para reconocer que en ese preciso instante él renacía a la vida como ser humano provisto de sentidos y un instinto alerta. Reclinado con cautela en la varanda arruinada del puente Cyril recordó sin esfuerzo episodios de su infancia extraviados en su memoria: su madre histérica sobreprotegiéndolo de los rayos ultravioleta del sol en los veranos, asustándolo con un futuro cáncer de la piel; su padre, viejo prematuro, aconsejándole convencido que no se fatigara demasiado en la vida porque al final no quedaba sino el cansancio. En el lapso de unos minutos Cyril creyó recobrar todavía intacta esa fuerza instintiva que había echado de menos en su vida a lo largo de veinticinco años. Entendió sin subterfugios la incoherencia de su monótona existencia encerrado en una jaula de oro y pensó honesto en liberarse de ese tedio sin importar el precio a pagar ni los sacrificios necesarios, dispuesto a enfrentar los riesgos con entusiasmo y su juventud.

Cuando Cyril entrevió las dos sombras masculinas acercándose acompasadas desde el otro extremo del puente hasta llegar a su lado en la mitad del puente, no desconfió ni malició nada en su contra porque en ese instante de revelación todos los seres humanos eran iguales y hermanos de lucha en un mundo donde la solidaridad era una regla obligada y natural para sobrevivir. Recibió entonces desprevenido el fuerte empellón silencioso y traicionero. Su cuerpo tambaleó y comenzó a perder el equilibrio, a precipitarse sobre la oscuridad bajo el puente, sobre el río de una fotografía que no podía ver pero del cual había escuchado el rumor de su corriente. Sintió el fuerte tirón de la correa ergonómica que había sostenido la cámara de video terciada sobre su pecho, enredada ahora de manera inexplicable entre su cuello, el hombro y su mano derecha, pero la cámara estaba ahora en manos de otro que insistía en rasgar con fuerza la correa sin lograrlo.
Fugaz, como en una secuencia de película, Cyril aceptó que probablemente moriría ahogado entre los remolinos del río o devorado por un cocodrilo trasnochador, por el simple hecho de haberse atrevido a llegar hasta ese rincón perdido del planeta tierra a liberarse de una culpa que recién había descubierto no era suya. La correa comenzaba a desgarrarse bajo su peso al tiempo que él enfrentaba en silencio el vacío y agitaba los brazos en busca de un asidero, asombrado de la simplicidad de la muerte. A sus oídos llegó entonces una mezcla de sonidos proveniente de la selva, penetrante, constante; una ráfaga de impulso instintivo. Habían apenas transcurrido unos segundos. Su cerebro activó acelerado sus músculos y sus manos desesperadas lograron aferrarse afortunadas a las lianas vegetales enredadas en la estructura de madera del puente, al tiempo que la correa ergonómica se rompía. Curado para siempre de dudas existenciales inútiles, Cyril dictaminó eficiente que caería en un río con nombre propio, con árboles reseñados de reserva ecólogica privada bordeando sus orillas, en una selva topográficamente cuadrillada desde algún satelite espacial, en un país y un lugar reconocibles en un mapa, en una fecha y una hora determinadas.

A medida que Cyril conseguía aminorar la velocidad de su caída descubrió aliviado el lecho de río y las piedras enormes brillando bajo la luz de la luna, a escasos dos métros bajo sus pies; escuchó de nuevo su rumor, ahora cercano. Descubrió también que sería capaz de sobrevivir a la caída y realizar su sueño y otros más, pero tendría que hacerlo solo. La vida y el destino, carentes de rencor, le otorgaban generosos una fracción de segundo para decidirse a soltar las lianas y aprender a luchar.

 

 

mario salazar montero 300Mario Salazar Montero
Colombia. Ingeniero Universidad Nacional de Colombia. Reside en Suiza desde hace toda una vida por adopción geográfica, estudios y trabajo. Escritor por necesidad imperiosa y terquedad. Autor de novelas, entre ellas Cicatrices (2020), Santo de palo (2017), Herencia de milagros (2009) y Jugamos como nunca (1998). Libros de cuentos: Cualquier cosa es amor y Cara o Sello, del cual hace parte el cuento “Mafioso proletario”. Libros de cuentos traducidos al idioma alemán. Su trabajo literario ha contado con el apoyo permanente de la editorial Kanoa Verlag en Zurich, su publicación y traducciones apoyadas por la Fundación UBS, ProHelvetia, ProLitteris, Migros Kulturprozent y la AdS.

"Mea culpa" enviado a Aurora Boreal® por Mario Salazar Montero. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Mario Salazar Montero. El relato "Mea culpa" hace parte del libro Cara o sello (Kanoa Verlag, Zürich, 1997). Fotografía Mario Salazar Montero ©Tomasa Colman. Carátula del libro Cara o sello cortesía © Kanoa Verlag.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones

Consola de depuración de Joomla!

Sesión

Información del perfil

Uso de la memoria

Consultas de la base de datos

1xbet giriş, 1xbet, 1x bet, kralbet giriş, sahabet, matadorbet, onwin, matadorbet, romabet, tipobet, tipobet365, betturkey, bet turkey, artemisbet, film izle, artemisbet, truvabet, 1xbet, truvabet giriş, betmatik, bahis, onwin,