Pedro Vidal Siller - Juegos de espejos

Juegos de espejos

Para Ana

El amor no puede
subsistir a no ser asociándolo
a una forma

cualquiera de fe en la
trascendencia... el amor locura
pronto se convierte en un inútil
juego de espejos

o en una manía triste.


Margarite Yourcenar

 

Tus cartas eran hermosas, límpidas, traslucientes, hechas de una sola vez, sin dudas y sin titubeos, con esa caligrafía de colegio de monjas y la facilidad con que el fervor religioso se trastoca un día en amor.

Tus cartas eran sueños de amor que se desbordaban, se transformaban en palabras- líneas, hilos tejidos por los que tu imaginación corría, giraba, iba y venía sobre sus propios pasos hasta formar encajes como palabras.

Pero no eran para mí, Ana, eran para otro ser imaginario salido de tus sueños, a los que un día, mi cuerpo se prestó alegre y complaciente para seguir paso a paso tus sueños de niña. Te presté mis manos para tus caricias imaginadas, mi piel como un ropaje para el último de tus príncipes azules y tú, última princesa encantada jugaste al amor, a decirse cosas, a inventar palabras, a jurar no-olvidos de actos inexistentes.

Tú eras sincera, hablabas contigo misma como desde el fondo de tu propio espejo, te decías a tí misma lo que tú querías escuchar en la boca del otro tú.

Sabía desde el principio que esas reglas del juego tenían que ser severamente observadas, so pena de perderte Ana, de que recobraras la vista y de que te dieras cuenta de mi propia identidad y huyeras, y entonces te irías aún antes de tiempo, antes de cualquier tiempo, antes.

Pero hubiera querido hablarte desde el fondo de tu propio espejo, revelarte esta voz desconocida y entrarte poco a poco hasta germinar tu vientre que tus manos protegen, cubren, defienden como hidras de los intrusos que como yo, no somos la reencarnación de ese príncipe azul que aparecía entre las sábanas en tu cuarto de niña y que perturbaba tu rezo, hacía titubear tus labios en el confesionario en el instante preciso en que dudabas si en sueños el pecado es pecado o sólo sueño.

Te vi, pero te vi desde lejos, te vi como se mira lo ajeno, detrás de los sueños, desde esta acera donde el deseo de estar contigo es un sentimiento como el de tener frío o hambre.

Seguí con mis manos y mi mirada una y otra vez el contorno de tu piel para nunca olvidarte, hice de mis dedos lápices que se aprenderían el camino de tu piel a fuerza de tocarte…para dibujarte de nuevo cuando estuvieras ausente.

Vi como de tus labios salían fácilmente las palabras amor, cielo, corazón, y me dolió, te juro que me dolió porque no las esperaba, porque no eran necesarias y porque no eran para mí. Porque eran la revelación clara, palpable, de que tú hablabas contigo misma, decías las palabras cabalísticas para conjurar tus sueños y yo estaba condenado desde entonces a estar ausente, inexistente, a solas desde lejos, mirándote soñar.

 

II

 

Las ventanas del colegio daban hacia la plaza, pero nosotras apenas si podíamos ver a través de ellas porque estaban semi-cerradas y dejaban sólo un pequeño espacio por donde Rosa y yo espiábamos por las tardes.

Entonces jugábamos a los novios. Empezábamos por escoger cualquier muchacho, cualquier tarde, por ejemplo, ese de la camisa rosada o aquel de los zapatos negros y pantalones rabones de mezclilla que luce ostentosamente sus medias blancas. Luego, verlo durante un rato sentado o hablando con sus amigos, adivinar lo que dice, lo que gesticula, su origen, todo y comentarlo con familiaridad, hacernos confidentes de penas y temores, de las angustias y esperas cuando no llega a la hora acostumbrada.

Nunca nos vieron, jamás adivinaron que entre las rejillas de las ventanas del colegio habían ojos que lo devoraban todo, manos sudorosas imaginando el contacto con otras manos, cuerpos erizados con una imaginaria sensación de vaho sobre el cuello, hasta que la madre Eloísa llegaba con sus gritos como fuetazos azotando los pasillos, alejándonos de las ventanas, lanzándonos al patio interior con sus muros altos y grises que entonces eran más muros y más grises.

En el patio interior jugaba a lanzar la pelota una y otra vez sobre el muro, una y otra vez la pelota iba y venía con más fuerza, cada vez más altos los golpes sobre el muro, cada vez más ardientes mis manos al recibirla…, más alta..., más fuerte..., más ardientes..., hasta que algún día llegara a alcanzar las fronteras del muro y caer, no importa donde, porque nunca supe lo que había detrás de ese muro gris, un lote baldío, un basurero, el patio de una casa, no lo sé, no lo sé.

Pero mis manos ardían como mi cuerpo ese día en el rezo cuando mis rodillas empezaron a dolerme, a hincharse como si mi carne toda de repente se convirtiera en una masa flácida, gelatinosa, ardiendo bajo el peso de mi cuerpo, y el rosario desgranándose bajo mis dedos con un ritmo febril, idéntico al que movía mi mandíbula, que gesticulaba palabras ya incoherentes pero rápidas y ese dolor en el cuerpo, en los hombros, en las piernas que parecen derretirse y el instante placentero en el que mi cuerpo comenzó a irse hacia un lado a irse.. a irse.

Padre nuestro/ que estás en los cielos/ santificado/ sea tu nombre/ amor mío/ tu rostro querido/ no sabe guardar/ secretos de amor/ ya me dijo/ que estoy en la gloria/ de tu intimidad.

No, no puedo dejar de sentir esa angustia. Esa confusión enorme, porque cerca del colegio algún vecino insistía siempre en tener la radio a todo volumen y no podía dejar de oírlo, aunque a veces la madre Eloísa fuese a verlo para pedirle que bajara el volumen, a los pocos días volvía a escucharse ese lenguaje grosero, casi obsceno, pero que no podía dejar de oír y de usarlo después frente a la ventana, porque no tenia otro y porque frente a él, las palabras religiosas son como golosinas insípidas y sin cuerpo.

Sé que ahora te parecerá tonto que te lo diga, pero a veces yo no estaba a tu lado tomándote de la mano mientras caminábamos, yo estaba detrás de cualquier ventana, espiándonos a nosotros mismos, viéndonos desde la pantalla de cualquier cine. Otras manos sudaban mientras las mías heladas se dejaban sostener por las tuyas, y esta piel torpe recordaba otra piel, otra voz, otra, la de una niña detrás de la ventana.

Tócame, frota esta piel una y otra vez hasta que comience a dolerme, restriégala con tus manos hasta convocarla, como ella soñaba que debieron hacerlo los muchachos de la plaza, hazla hablar de nuevo, a ella, ayúdame a devolverle esta piel que es suya.

 

III

Ese viejo cine olía siempre igual, tenía siempre ese olor a viejo, a encerrado. Pero nos gustaba ir ¿te acuerdas? Ese viejo cine tenía, o mejor dicho, nos daba algo de intimidad que no tenían otros cines. O quizás era su casi absoluta obscuridad lo que nos atraía.

¿Recuerdas cuando fuimos a ver Casablanca?, que tú y yo habíamos visto por separado no sé cuantas veces, quizás era también ese juego de volver a ver lo ya visto, pero volverlo a ver ahora era como recobrar ese tiempo que no habíamos vivido juntos. Era nuestra primera - y última - noche de cine, que es algo así como la luna de miel de los novios de cualquier provincia.

Tenía miedo, no puedo negarte que tenía miedo, que estaba casi deseando que no se apagaran las luces tan rápidamente como se apagaban y que estaba comiendo palomitas como energúmeno mientras tu revisabas tranquilamente no sé qué en tu bolso.

Fue apenas cuando los créditos estaban terminando que accidentalmente comencé a rozar tu mano, al principio tímidamente, como accidental, temiendo una respuesta negativa de tu parte, pero sabiendo que, si habías aceptado ir al cine, lo sabías, o tenías que saberlo. Pero yo tenía miedo de ser torpe y de no saber llegar a tus manos. Lo hice, lo hice y un momento después tus dedos aprisionaron mi mano. Había que esperar hasta que en un juego de manos (de amores villanos) tus manos se acostumbrasen a mis manos, y que la sensación de estar juntas fuera algo natural, conocido, para entonces poder dar los pasos siguientes.

Era como un rito. Yo tenía que calcular el instante preciso en el que mi mano derecha resbalara suavemente mientras mi mano izquierda tomaba su lugar entre las tuyas, entonces, pasar mi mano libre por encima de tu espalda, por detrás de tu cuello y comenzar delicadamente a dibujar con mis manos la suave curva de tu hombro.

(En ese instante, Bogart tomaba a la Bergman por la cintura y comenzaban a bailar "Perfidia"). Y fue cuando ellos terminaron de bailar que volví la vista hacia ti y pude verte con tu mirada fija en la pantalla, porque en ningún momento tú habías dejado de ver la pantalla, y tu perfil estaba fijo, inmutable como si todo el tiempo no hubieras reparado en mis manos, como si fuera otra y no tú la que las apretaba.

Luego, había que comenzar presionando poco a poco sobre tu hombro, hacia mí, hasta acercar tu cuello y entonces jugar con mi nariz sobre el, hasta hacerte sentir poco a poco el vaho como se hace sobre un cristal o sobre un espejo, hasta empañar tu piel y sentir como inclinas tu cabeza acercándola a la mía, pero sin dejar de ver fijamente la pantalla, como abstraída, como dejándote ir.

Entonces es cuando puedo levantar poco a poco tu mano hasta depositarla con la mía sobre tu rodilla, mientras tu ojo único como el de un cíclope me mira distraídamente, y entonces sé que ha llegado el momento en que tú te has dado cuenta de ti misma y me observas ahora fría y temerosa mientras mis manos exploran tu rodilla…y los nazis entran a París.

Después recargas tu cabeza en mi hombro y te dejas hacer, dejas que mis manos recorran tus muslos por debajo de tu falda de mujer-niña, hasta el momento en que tocan el final de tus medias y entonces siento la leve y discreta presión de tus manos y el roce tierno y sonrosado de tus mejillas.

Otra vez Sam toca "Cuando los años pasen" y Bogart lo mira furioso y tú y yo nos sabemos el final, ese desenlace que nos apasiona porque Bogart la deja ir siempre esa noche en su despacho y hacemos como si nos olvidamos de que ya lo hemos visto y somos Bogart y la Bergman mientras mis manos regresan otra vez hacia tus rodillas, hasta el avión donde la Bergman desaparece y mi mano cruza tu hombro de vuelta y la palabra "fin" nos sorprende solamente con las manos juntas.

 

IV

 

En realidad nunca dije en casa que iría al cine, sino a casa de una amiga donde me cambie de ropa, me maquillé un poco, y después me costó trabajo reconocerme es ese extraño espejo, ahora tan rara, tan estilizada, tan vestida..., como disfrazada, un poco me sentía vestida de puta, porque hubiera querido ir al cine vestida con mi uniforme de todos los días, pero tenía miedo de parecer aún más ridícula con mi traje de hija del sagrado corazón y mis zapatos de suela de goma. Hubiera querido llevar también mis cuadernos más queridos con sus estampitas religiosas pegadas entre las páginas y no esta bolsa enorme y molesta pero que se parece tanto a las que llevan las muchachas en la plaza los domingos por la tarde.

Por primera vez sentí que representaba el papel de otra, era como querer ser igual que ella, que cualquiera de ellas reunidas una tarde cualquiera frente a las bancas de la plaza.

Tenía que parecerte natural, como si así hubiera sido siempre, como si antes y no ahora hubiera tenido esos nervios tensos en el momento en que tú te acercas a la ventanilla y compras los dos boletos mientras quiero salir corriendo a abrazar mis libros y ponerme mi traje de colegiala, mientras tú me das la espalda y cuentas las monedas que te han devuelto.

Pero ya es muy tarde porque hubiera querido hablarte, quedarnos un rato sentados en la barra de la cafetería de junto y decirte no sé qué, pero decirte, aunque fuese contarte que tengo ganas de regresar por mi traje de colegiala.

Y en realidad sólo me calmo cuando la Bergman sale a escena y la veo con su gorrito simpático y su boquita siempre entreabierta jugando con el Bogart con su cara de malo que- no-le-hace-mal-a-nadie, como tú, porque tú y él han estado mucho tiempo sentados en la plaza y han venido muchas veces al cine y saben como portarse y yo no, solamente he estado mirándolos, adivinándolos, y entonces yo soy la Bergman que nos mira con su mirada despreocupada desde la pantalla, yo soy ella mirándolos, mirándonos, y a esa niña idiota que no sabe que hacer la primera noche que va al cine porque nunca antes ha estado en un cine contigo o con quien sea, esa niña que se deja hacer, que sigue dócilmente a su acompañante de baile con sus pies torpes, con sus manos torpes que se sorprenden a cada instante del movimiento de tus manos y que no sabe lo que ellas esperan de mí, como si de repente yo hubiera perdido todo el poder de adivinación que dicen que se tiene en momentos como éste y me siento rígida como de palo, aún cuando siento que te acercas a mi cuello, cuando lo dejo quieto sobre tu hombro porque no puedo hacer otra cosa, mientras tus manos recorren mis piernas y en un momento tengo miedo de no sé qué.

Y yo sigo desde la pantalla mirándonos, viendo como me abrazas mientras insistes en que tu mano recorra el interior de mi falda y las mejillas me arden y otra vez tengo miedo, ahora como si todo el cine se hubiera puesto a mirarnos.

Yo no quiero estar aquí, quiero estar detrás de la ventana mirándonos, mirándote, nunca había estado aquí, sólo había visto, adivinado, te estoy mintiendo, yo no me reconocí en el espejo extraño, pero ahora viene ese final que nos gusta tanto pero no quiero verlo, no puedo aunque tenga la vista fija en la pantalla, quiero que la Bergman tome el avión de una vez por todas y que el Bogart no la detenga más, que la deje ir, irse, de esta sala obscura donde no tengo otro lenguaje que este dejarme hacer para hablarte.



V

 

Hubiera querido gritar. Hubiera gritado. ¿Para qué? El autobús saldría de cualquier manera a las nueve quince de la noche y yo con él. A las nueve quince se acabó todo: el cine, los sueños, el juego. Todo a las nueve quince de la noche de no importa que día. A esa hora salió el autobús hacia el norte, el autobús que remontó la colina y desde mi ventanilla, la ciudad fue como un trasatlántico de luces navegando en mi memoria oscura.

No grité. Tenía que conservar al menos el pudor del silencio. Toda muerte duele, es cierto. Duele saber que allá abajo, la vida continuaría sin mí. Saldrás del cine, irás a la plaza, a la alameda, a la casa de tus padres, a tu cuarto de niña. Todo será normal, tranquilo, y yo no estaré allí. No estaré escribiéndote un poema en el café, frente a la calle que cruzas, detrás del espejo, no estaré... No estaré.

¿Qué otra cosa es este pedazo de muerte, sino la ausencia mía en tu vida? Y esta dificultad, cada día para dibujarte, princesa mía.

 

VI

 

Cuando saliste esa noche, por entre las sillas del cine, sabía que no te volvería a ver.

Al menos no como antes.

Y me sentí aliviada.

El amor pesa cuando tiene algo, como de una promesa no cabalmente cumplida. El primero de ellos tiene algo siempre de inconcluso, quizá en ello reside su encanto, su juego.

Me salí esa noche de la sala obscura y fui a sentarme en los sillones de la entrada. A ratos salen gentes a comprar palomitas o refrescos. Yo juego con mis manos y mi bolsa y veo las enormes fotos de Bogart y la Bergman.

Me pregunto si alguna vez, en alguna película se amaron de verdad. Si se olvidaron de que estaban filmando y siguieron abrazados y queriéndose y se olvidaron de todo y de todos y siguieron un diálogo inventado a cada movimiento de sus manos hasta que una palabra o un ruido los sorprendió como a la mitad de un sueño.

Si supiera fumar, prendería un cigarrillo. Me vería bien fumando un cigarrillo y celebrando tu despedida, pero no sé fumar, nunca lo he hecho.

Te escribiré, ella te escribirá todos los días mientras pueda. Te contaré lo que hago y lo que dejo de hacer, te lo prometo.

Salgo a la calle y las puertas de vidrio del cine me regresan esa imagen, dos, tres, en sus múltiples puertas, hasta esa última en la que soy una sola, que abre la puerta, y el viento de la calle...me hace llorar, pero yo creo que es el viento.

 

Pedro Vidal Siller
México, 1951-2021. Profesor, escritor e investigador de origen chiapaneco dentro de una familia de gran afición hacia la literatura y a la gastronomía. Estudió Economía en la Universidad Nacional Autónoma de México e Historia Económica en la Université de Paris I - Panthéon - Sorbonne. También realizó estudios en Historia Social y Cultural en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Su labor literaria es extensa, escribió sobre diversos géneros, predominando el ensayo histórico y social así como cuentos publicados en diversas revistas literarias. Publicó Materia de sombras (novela histórica). Su más reciente obra fue Rebelión en la Revolución (ensayo histórico). También fue coautor de los libros Ciudad Juárez, mirror of the future y 1911 La batalla de Ciudad Juárez/ I La historia en coautoría con Miguel Ángel Berumen, libro ganador del premio Southwest Book Award otorgado por The Border Regional Library Association (B.R.L.A.). Fue colaborador de ensayos en la colección Chihuahua Hoy 2007, publicada por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Colaboró de manera permanente en la revista Cuadernos Fronterizos de la misma Universidad. Se desempeñó como Miembro del Consejo Asesor de la revista Relatos e Historias en México. Fue distinguido con una mención honorífica por su cuento "Serpientes y escaleras" dentro del Concurso Binacional de Cuento México-Quebec, organizado por la sección cultural del periódico Reforma en 2003. En su última etapa como Profesor Investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez estaba preparando un libro sobre la Decena Trágica, así como diversos proyectos de humanidades.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Antonio Moreno. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Elisa Siller y Antonio Moreno. Fotografía de Pedro Vidal Siller enviada a Aurora Boreal® por Antonio Moreno (tomada de google).

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