Toda la vida del barrio pasaba por los labios bochinchosos y viperinos de la señora Fina, que asomada a la puerta de su cuarto a ras de calle, en la vanguardia de la información clandestina, ejercía de radio bemba y correveidile mejorando sustancialmente cualquier suceso, fuese bueno o malo.
-De allí mismito le digo que los tuvieron que sacar-, le decía Fina a Chefa, que la oía sin dar crédito. -Me lo dijo Casimiro que trabaja en eso.
-¿Del Barranquito?
El Barranquito era una pendiente rojiza de barro peligrosa y resbaladiza para los carros que por allí se parqueaban, sobre todo de noche, para dar rienda suelta al arte culeatorio. Los pelaos se iban hasta allá para ver los vidrios llenos de vaho y los carros meneándose rítmicamente al son pélvico de los amantes. Algunos les tiraban piedras, y un “¡chucha e’ tu madre!”, bien grande y agitado, salía de algunos carros. Los unos no paraban de apedrear y los otros, sin parar tampoco, le mentaban la madre a la gallada. Al fondo del barranco, se había formado un improvisado vertedero de basura y caliche a pesar del cartel descolorido que advertía, nada más llegar, de una elevada multa municipal.
-De abajo los sacó la grúa -dijo Fina a doña Ana, beata y solterona por la gracia de Dios, que no quería fiarse de la información, pero se persignaba por si acaso.
-¿Segura, Fina? -interroga doña Ana, que no se podía creer que fueran ellos, sobre todo ella.
“Ella” -de “ellos”-, era ni más ni menos que Fulvia, Fulvita, la niña pequeña de don Federico y la señora Clara, que vivían en la casa de cemento de enfrente de la de Fina. Tenían el balcón siempre engalanado de geranios y pensamientos amarillos, dándole a su esquina del primer piso un aire señorial de los tiempos buenos del barrio. Tenía diecinueve, y de Fulvita ya nada, porque la niña traía de cabeza a más de uno de los “zánganos del barrio” (doña Clarita, para las amigas, se expresaba así, con contundencia materna). Además, doña Clarita, -informa Fina, todo detalle y todo rigor-, le dijo los otros días en la parroquia a la Eufrasia, que es española, que la gente de la vieja casa de madera, “de patio limoso y ropa tendida en cuerda”, son de lo last”
-¡Y él en paños menores!-, dijo Fina a Ñato, el gemelo bueno, porque Chato es alcolito y siempre andaba piropeando a las muchachas y es muy liso.
-¿Segura, señora Fina?
-Me lo dijo Casimiro -bajando la voz y mirando al balcón floreado-, que estaba ahí mismito cuando sacaron el carro de la basura y el lodo.
“Él” -de “ellos”-, era el nieto de Ernestina, que vivía en el piso de arriba de la casa de madera de Fina, y que había venido con su carro “nuevo” desde Colón, buscando un chapistero que le cerrara un hueco grande que tenía debajo de sus pies, y que tapaba con un cartón. Se había convertido en todo un seductor, diente de oro, nada vulgar, con toque de colonia barata, robusto, pero con carita de “yo no fui”, la mezcla exacta, -“menos el diente de oro”-, para que Fulvita cayera despapayá ante el lindo de Reinaldo, al que se le daban bien esas mañas de levantarse a las mujeres.
-Se lo digo yo, señor Rodolfo, Casimiro me lo dijo clarito: estaban haciéndolo, incluso cuando llegó él con la grúa para sacarlos, increíble.
-¿Casimiro? -preguntó dudoso.
-Sí, Casimiro.
Resulta que Reinaldo, se vino a la capital para pasar unos días en el barrio con su tía Ernestina, porque en Colón las cosas estaban un poco tensas con el “negocio” -señalaba Fina-, repartiendo la información que su indiscreta creatividad iba elaborando.
Doña Clarita, a la que le seguía dando igual el barrio y sus vecinos zánganos, no le prestaba atención a Fina y sus comentarios bochinchosos, y procuraba pasar de largo por delante de su puerta y no detenerse ante el “doña Clarita, buenos días, sabe usted que…”
Una de esas tardes, Fulvita bajó para hacer un mandado, y en la tienda del chino “Lobelto”, coincidió con Reinaldo, que se tomaba una malta Vigor bien fría con un paquete de maní. El cielo había dado una tregua después de tres días de aguaceros, y el barrio parecía más limpio, con más color.
-¿Te acuerdas de mí? -se acercó botella en mano.
Fulvita, ni caso, mirando al chino trajinar buscando la leche, los dos huevos y la salsa de tomate que su mamá le mandó a comprar, fustigando al galán con indiferencia de diosa griega.
-¿En serio no te acuerdas?
-Sí me acuerdo -contestó conteniendo la respiración Fulvita, y recordó que su mamá le advirtió que no se acercara al zángano ese, “a saber en qué negocios anda”, porque, “sin querer queriendo”, doña Clarita oyó algo de la información que repartía Fina desde su puerta.
-Ya no eres tan Fulvita, ya eres Fulvia.
Fulvita se sonrojó, y un súbito estremecimiento casi la derrite.
El chino trajo lo pedido, y la muchacha, sin despedirse, pero con una sonrisita de falsa vergüenza y triunfo femenino, salió dejando a Reinaldo con ganas de más palabras, y con la firme convicción de que tenía que levantársela cuanto antes.
-¡Una vergüenza, señora Chela, Reinaldito se tuvo que regresar en el expreso Panamá-Colón de anteayer!
-¡Cómo va a ser! -respondió sin salir de su asombro la señora Chela, que tenía a los nietos uno en cada mano y no se estaban quietos.
-Si le presté yo a Ernestina la plata para que se la diera al muchacho...
La señora Fina decía a todos, rotunda y rigurosa, que no exageraba, que Casimiro se lo dijo, y que ella se lo confiaba a su gente de confianza y todos, recelando con conocimiento de causa, no se fiaban del todo de lo que Fina les contaba en confianza.
Reinaldo se dejaba ver cuando Fulvita salía a su balcón de flores a regar, asomándose por el suyo de la casa de madera donde vivía con su tía. Si la veía bajar sola para ir a la tienda del chino, se le acercaba y le daba conversación, acompañándola de camino, aguaitando siempre para arriba, no fuera a estar asomada la implacable doña Clarita.
-Tenemos que ir a dar una vueltecita, te llevo al “Boulevard Balboa” a tomar un emparedado, o lo que quieras.
-¡Ni loca, Reinaldo, no me gustan los dientes de oro! -contestaba Fulvita con fingido desagrado, caminando hacia la tienda del chino.
-Si quieres me quedo serio para complacerte.
Y Fulvita se moría de ganas por dentro de bajar hasta el malecón con él, cruzar la Avenida Balboa y sentarse en el parque Anayansi para darse besitos furtivos, amparados por la vieja luz de las pocas farolas que allí había.
-Te llevo en carro -ofreció por fin Reinaldo, galante.
-¡Sí! -contestó ella por fin, rendida a los encantos y los posibles del galán-, te aviso.
Reinaldo se detuvo y la vio alejarse hacia la tienda. Ella miró para atrás reída, cómplice, prometiendo con los ojos muchas cosas que ya deseaba disfrutar el seductor colonense.
-Y encima, ella toda despelucada y sudada, con la camisa ajada del manoseo, y él con el suéter medio arrancado, ¡qué pena oye! -le decía Fina al señor Chato, que a pesar de la juma le peló los ojos del asombro.
-¿Fulvita?
-Sí, fíjese.
Reinaldo fue al taller de chapistería por la mañana para llevarse el carro sin reparar porque esa noche -le dijo desde el balcón Fulvita por señas cuando salió a regar las flores-, era el momento de verse y, quién sabe, conversar “o lo que fuera”, ya aventuraba el seductor, diente de oro reluciente en el espejo del cuarto, oliendo a su colonia embriagadora, llaves al bolsillo, beso a la tía, “no vengas tarde”, y al carro, que tenía que parquear en la esquina de la calle de al lado para no levantar sospecha.
-¿Seguro que se lo dijo Casimiro?, pero si él no…
-Segura, segura, Armando -interrumpió al taxista que recelaba de la información mientras ultimaba la limpieza del parabrisas, listo para el trajín de la mañana.
-Pero, ¿Casimiro estaba? -interrogó Armando.
La tarde se fue abandonando a las sombras, y a eso de las 6:15 p.m. Reinaldo paró el carro en la esquina de la calle de al lado. Fulvita aprovechó ese martes porque doña Clarita, iba a misa de siete de la noche, la misa de Don Bosco. Al terminar, el padre Savater repartía la bendición con una reliquia del santo, y quería estar temprano para sentarse delante. Fulvia pretextó tareas de la universidad para no acompañarla y se quedó en casa: el plan era perfecto.
-¡Viniste!
-Claro -contestó Fulvita mirando a su galán y subiendo al carro.
-Vamos al Barranquito, estaremos más cómodos.
-¡Tú por quién me tomas! -protestó Fulvita, pícara.
-Pero…
-Primero una vuelta por la Avenida Balboa y luego vamos, pero las manitas quietas, ¿oyó?
Y Reinaldo, todo colonia, todo brillo de diente de oro, comenzó a manejar hacia la Avenida Balboa: el mar cerca, pura luz crepuscular y romántica, la ciudad brillando para apoderase de la noche. Luego puso rumbo al Barranquito, con la esperanza de que, en el rato que iban a estar solos, Fulvita se relajara y se dejara hacer por lo menos unas pocas caricias y luego a ver hasta dónde llegaban.
Conversaron por el camino de los viejos tiempos, de cuando eran chicos y no los dejaban jugar juntos, y de cómo habían cambiado -el sentimiento siempre late-, dijo Reinaldo, volante en mano, salpicado por las luces de la noche, intentando parecer romántico -yo siempre suspiré por ti-, agregó, y ella encantada.
Parquearon, lejos de la entrada y del absurdo y descolorido cartel, “Prohibido verter basura y caliche”, para evitar olores que restaran puntos al deseo. En el retrovisor, un pino oloroso se movía perfumando la atmósfera del carro.
-Bueno -dijo Reinaldo.
-Bueno…
Reinaldo le dio al “play” y José Luis Perales comenzó a cantar: “El amor, es una gota de agua en un cristal, es un…” y el galán cruzó la distancia entre sus labios y los de Fulvita que lo miraba conmovida, a cámara lenta, casi en blanco y negro, como en las viejas películas.
-No, Reinaldo, por favor, no sé…
-Qué te pasa, no me digas que no te gusto, que no tienes ganas de…
-No, no es eso, es que… ¿tú conoces a Camilo?
-¿El hijo de Casimiro?
-Sí.
-Es vecino de mi tía, un pelao rarito, escribe dizque versos. Creo que es medio cueco.
-Eres idiota -le soltó Fulvia.
-Reinaldo sonrió con malicia y volvió a cruzar la distancia, Perales seguía… “es buscar un lugar donde escuchar tu voz, el amor es crear un…”
-No por favor -lo rechazó esta vez con la mano apartándole la cara-, me dijo Camilo que tú…
Reinaldo dio un respingo, Perales terminaba “ …es perdonarme tú y comprenderte yo…” y dio un brinco en el asiento.
-¡Se ha metido una rata por el hueco del carro y me mordió!-, daba pisotones a oscuras, como loco. La rata brincó hasta Fulvia, que comenzó a gritar histérica, buscando una salida en todas las direcciones posibles.
De pronto, pedradas contra el carro que se agitaba por la huida a ninguna parte de los amantes.
-¡Chucha e’ tu madre!-, gritó Reinaldo, mientras levantaban los pies esquivando a la rata e intentaba abrir la puerta, pero nada, “me dijo el chapistero que había que arreglar la vaina de las puertas”, recordó en el fragor de la emboscada, y le pareció un pensamiento estúpido e inútil para ese momento.
Más pedradas. Fulvita trató de salir del carro, pero, al abrir su puerta, notó como poco a poco el carro se iba para atrás, deslizándose cuesta abajo y volvió a cerrar. Gritaron los dos mientras, limpiamente y como en una montaña rusa, el agujereado carro se iba barranco abajo. Un gran montículo de basura y caliche los detuvo.
Reinaldo se quitó la camisa para tapar el hueco del carro. Quiso prender la luz, pero no funcionaba. Fulvia se quejaba de las cervicales.
Comenzó a reírse nerviosamente, luego, como una loca. Reinaldo se contagió de aquella risa desquiciada y durante un rato estuvieron así mirándose, casi celebrando la absurda situación en la que se habían metido hasta que Fulvia recordó a Don Bosco, la misa y a su mamá, que ya para esas horas estaría caminando, recién bendecida por el párroco, hacia la casa y ella no iba a estar.
-¡Por Dios, y la Virgen santa, sácame de aquí Reinaldo, sácame de aquí que mi mamá me mata!
-¿Y el carro? No podemos dejarlo así.
-¿Qué?
-¡El carro!
-¿Pero tú eres idiota? ¡Mira en qué problema me has metido!
-¡Pero si tú me citaste!
Era imposible salir. El lodo, la basura y las ratas que pululaban por el área, les hicieron desistir de toda tentativa de escape. El silencio se hizo tenso, y el vaho de los amantes empañaba los vidrios del carro.
-Como lo oye usted, señora María. No pararon hasta que Casimiro les tocó el vidrio, ¡unos degenerados!, con lo que la señora Clarita decía de su niña y mire usted por donde le salió la mosquita muerta.
La gallada que tiró piedras al carro salió corriendo y avisó en el barrio, asustados por la caída para atrás del vehículo. Casimiro llamó desde su casa a la empresa de grúas en la que trabajaba y mandaron una urgentemente para rescatarlos.
Cuando llegaron los operarios, el carro se movía frenéticamente. En su interior, la rata que parecía haber desaparecido, se agitó otra vez dando brincos desesperados por escapar de la amenaza. En el exterior los compañeros de Casimiro se reían.
-¡Romeo -dando al vidrio uno de ellos-, desmonta que nos llevamos el carruaje, ja, ja, ja!
Reinaldo bajó la ventanilla y vio a los de la grúa reídos picaronamente.
-¡Hay una rata aquí dentro!- les gritó.
Ahora las risas eran carcajadas, mientras abrían las puertas y sacaban a los pasajeros sudorosos y aterrados por razones distintas a las imaginadas por los operarios. Fulvia fue llevada en brazos hasta la cabina de la grúa por Reinaldo para que no pisara la basura. Las risas ahora se contenían por respeto a la dama.
De vuelta al barrio en la grúa, todo era silencio entre una sudada y mal oliente Fulvia y un descamisado Reinaldo, que no sabía de dónde iba a sacar la plata para resucitar su valor más preciado. Volvieron por la Avenida Balboa, y las luces de la ciudad parecían otras.
Cuando llegaron, en el balcón floreado de la casa de cemento, estaba asomada una angustiada doña Clarita y, en frente, en la casa de madera, la señora Ernestina no quitaba ojo de la calle. Los muchachos bajaron de la grúa con cara afligida y avergonzada.
Casimiro preguntó a su gente qué había pasado y le contaron por encima lo de la rata -más risas-, y lo del movimiento del carro -todavía más risas. Casimiro se rio de lo lindo y se dio cuenta de que la señora Fina había estado escuchando clarito todo el cuento.
-Casimiro, ¿qué fue lo que pasó? -preguntó la señora Fina.
-Lo que ha oído, señora -y se despidió de sus compañeros. En el fondo, estaba convencido de que al día siguiente todos lo sabrían, y que Fina pondría los detalles.
-¿Se lo dijo Casimiro, señora Fina? -pregunta Renato con gesto de duda.
-Sí, así me dijo.
Pedro Crenes Castro
Panamá, 1972. Es columnista en el diario panameño La Prensa, y la revista Otro Lunes que se edita en Berlín. Ha sido profesor invitado en el proyecto Talleres Literarios en Panamá (patrocinado por la Agencia Española de Cooperación Internacional) además de impartir durante la Feria del Libro de Panamá y el Salón Internacional del Libro de Marruecos, talleres de cuento y microrrelato. Actualmente dicta en Vigo talleres literarios en Párrafos. Ha obtenido dos veces el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró en las categorías de cuento y novela. Ha sido incluido recientemente en el catálogo 50 Creadores Latinoamericanos en Madrid, elaborado por Casa de América. Es autor de los libros: El boxeador catequista (Sagitario Ediciones. Panamá, 2013, cuento), Microndo (Editorial Casa de Cartón. Madrid, 2014, microrrelatos), Cómo ser Charles Atlas (Editorial Mariano Arosemena, 2018, cuento), Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró 2017 y Crónicas del solar (Editorial Mariano Arosemena, 2020, novela), Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró 2019.
Material enviado a Aurora Boreal® por Pedro Crenes Castro. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pedro Crenes Castro. El relato "Se lo dijo Casimiro" pertenece al libro, Cómo ser Charles Atlas (2018). Fotografía Pedro Crnes Castro ©Daniel Mordzisnki.