Mini Relato
…fuiste transeúnte de nebulosas, viendo cosas que no acababan de hacerse inteligibles…
Alejo Carpentier, El arpa y la sombra
El transeúnte de nebulosas arribó a Guanahani el 12 de octubre de 1492. Posó de inmediato la mirada en los pedazuelos de oro que traían los naturales de la isla colgados de agujeros que tenían en las narices; una especie burda eran aquellas piedrecillas, pensó con desprecio. Comenzó, en el acto, a urdir la legendaria patraña, para engañar a la corona, de que y que estaba allí un rey que tenía grandes vasos de ello, y tenía muy mucho. Pero lo que de verdad captó su apetito fueron aquellos mancebos de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, gigantes que vinieron desde la hora en punto a quitarle el sueño de molinero sin cereal que moler en sus molinos. Se iba, pues, de claro en claro queriendo ver colmada su ansia de verterse siquiera dentro de uno de aquellos vasos de su lujuria. Trocó entonces el tétrico viandante la escasez del químico amarillo elemento por cuerpos. A falta de poder follárselos (cosa que le impedía el grave riesgo que suponía, para sus ambiciones mercantilistas y nobiliarias, ser sorprendido en pleno “pecado contra natura”), optó por hacerlos esclavos, y pretendió, no contento, simplificar el cuento, sugiriendo que eran “pusilánimes” por andar todos desnudos como sus madres los habían parido, y sin armas. Así fue urdiendo la historia famosa de su propia infamia.
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- Por Dinorah Cortés-Vélez
Eran dos hombres sumergidos en aromas de la noche y parcelas de maíz y yuca. De los pilares del rancho colgaban sus hamacas y ellos recostados en ellas. Perennes solterones se habían amistado para cultivar la tierra que habían desbrozado hacía un par de años. De la noche, remoto, atravesando montes y descampados, vino el grito lastimero y femenino. Los hombres alargaron sus manos y se tentaron para saberse mutuos guardianes. Hubo pausa de brisa entre árboles. Sólo los bichos prosiguieron sus llamados de amor. Once segundos y fue el segundo clamor, esta vez más inmediato. La piel les sudó hielo, les desnudó cobardías y los encajó en el miedo. La brisa restableció su marcha entre los árboles y esta vez fueron los bichos los que interrumpieron sus reclamos. Los hombres se sentaron en sus hamacas y el tercer grito fue en el patio donde tenían el rancho. Aullaron los perros y las aves se inquietaron en sus nidos. Ellos experimentaron en sus venas revuelo de hojarascas con escarcha de espanto. Uno de ellos buscó ansiosamente un par de tabacos; el otro rastrilló un cerillo. Éste dijo, observando tenso la salvaje belleza de la mujer en el umbral de la puerta, estática en su sola pierna: No entiendo José María, qué pasa; ¿Cómo puedo verla si soy ciego? Y el otro: Y yo, Eliseo María; ¿Cómo puedo oírla si soy sordo?
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- Por Jairo Restrepo Galeano
A Walter Garib,
inolvidable amigo
Querido Medardo:
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- Por Jorge Kattán Zablah
Un sueño es una escritura, y hay muchas escrituras que sólo son sueños.
Umberto Eco.
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- Por Guillermo
José y Claudio, amigos desde la escuela primaria. Se ven cada tanto. Una o dos veces al año. Se cuentan sus problemas, intercambian algún consejo y siguen cada cual con la vida en la mochila al salir del café. En el último encuentro José llega rengueando. -Una hernia de disco. Tras meses de buscar explicación a dolores que migran por ahí, pero cerquita de la cintura.
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- Por Eduardo Francisco Coiro
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- Por Araceli Otamendi
Conocí la felicidad, la felicidad de verdad, pude mirar sus ojos, sentir su presencia robusta, inconfundible. La conocí cuando era niño y cursaba primaria en un colegio que un prestigioso sociólogo apodó "el refusmatorio". El día que salíamos de vacaciones mi felicidad era más verdad que la tierra misma. En aquellos tiempos la cantaora Toto la Momposina se quedaba en nuestro apartamento cuando venía a Bogotá. La historia de la cantaora y de mi tío médico es otra historia. Acá se trata de mencionar mi desconcierto cuando llegaba la cantaora y sus tambores a un pequeño apartamento urbano. Llegaban con su voz de río y sus costumbres de selva. Mi hermano y yo, siendo niños, nos sentíamos arrinconados. Debíamos ceder nuestro camarote y dormir en el estudio del padre. Acostumbrados a permanecer en silencio mientras la casa se llenaba del ritmo de la máquina de escribir del padre escritor, cantos y tambores, sancochos y parrandas, apretados en pocos metros cuadrados y un techo muy bajo, nos intimidaban casi hasta el umbral del horror.
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- Por Pablo Nicolás Burgos Bernal
Para distinguir al científico don Bartolomé Ruiz y Pío, descubridor de una vacuna contra la calvicie, el presidente de la Confederación Latinoamericana de las Artes, le otorgó el
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- Por Walter Garib
Me levanté temprano porque presentí la tremenda alegría de los rayos del sol rosados sobre el aire, sacándole un reflejo de oro a los vidrios del edificio de enfrente y rebotando al otro lado del mar.
Pensé en el mar de allá.
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- Por Julio Olaciregui
Mi compadre Mario Fonseca me reveló, y ese fue el mejor regalo de la Navidad, que su pasión secreta, el cine, le ha permitido restaurar emociones que surgen intactas del gran desperdicio de los días con sólo encender el proyector en su taller de inventor casero.
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- Por Julio Olaciregui
Una tarde de fines de octubre un hombre sale sollozando, cabizbajo, de un gran edificio de baldosines rosados en la avenue d'Ivry del distrito XIII de París. El viento de otoño, la estación de los conversos, según Álvaro Mutis, lo azota, lo empuja con un fastidioso espaldarazo y arranca también unas cuantas hojas al almendro clavado en medio del
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- Por Julio Olaciregui
A las cinco de la tarde cuando llego de la escuela el viejo poeta está otra vez en mi casa, sentado frente al ordena-computa, tecleando, su morbo tragado por la pantalla, se levanta de inmediato y me besa el cráneo, pasa la mano por mis crespos, y luego toca las palmas y sigue tarareando, mientras mamy canta en inglés, "give me a chance", "give me a chance"
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- Por Julio Olaciregui