Pol Popovic Karic - 'El cansancio'

El cansancio

 

El claro de luna daba sus últimos resbalones sobre el empedrado y los tejados. A lo lejos, el sol conspiraba con la retaguardia de la noche para despojar a los humanos de sus sueños, arrastrarlos de sus camas a los baños gélidos y echarlos al bullicio del día. Los humanos a sus sueños se agarraban, pero poco a poco cedían y del calor de la cama se desprendían.

Luego de una subida, la calle desembocó en la plaza. Encorvado por la subida, el forastero se volteó hacia la calle que lo trajo de la estación de trenes. Pensó, por aquí me lleva el camino, debe ser mi destino. Yo lo tomo y él me lleva, ya no hay parada ni tregua.

Los calzados apachurraron los dedos del caminante y estos se llenaron del hormigueo. Estaban pulidos con ahínco para borrar temporadas de inmovilidad. Sufrieron años de olvido en una caja de cartón respirando polvo e inutilidad.

No hay de otra, el viaje ya está planeado y pagado. El viajero sonrió a la idea de quitarse los zapatos y echar a correr calle abajo, esconderse en la oscuridad de algún vagón y esperar que el golpeteo de ruedas lo llevara lejos de aquí y, esta vez, para siempre. En lugar de implementar la idea de la estampida cuesta abajo, sacó un pastillero del bolsillo interior de la chaqueta y echó en la boca un par de tabletas para despejar las dudas y el cansancio. Nada lo inquietaba más que el tiempo que le quedaba. Caminar, pensar, esperar.

Retomó la caminata y, con el rabillo del ojo, entrevió un largo acuario en la banqueta donde se revolcaban cachos de gelatina amarilla, sus visos centelleaban en el azul cristalino. Los colores en movimiento, pensó, resistiendo la noche y llamando la luz del día.

Expulsado del acuario, un pedazo de gelatina planeó en el aire y tomó la forma de un pez. Al término de su trayectoria, dio de panzazo contra el suelo. Se ensanchó como un globo lleno de agua, amenazó con estallar, pero recobró su forma original. El ojo negro del pez recorrió la plaza, la cola palmeó el suelo y confirmó que contaba con suficiente resistencia para aguantar por lo menos un porrazo más. Ah, debe ser un artificio chino, pensó el viajero. Por allí, va otro pez volador. El hombre sonrió y enjugó la frente. Más allá, un pez rebotó contra el suelo y retomó su camino aéreo.

Andando de nuevo con vigor, el viajero sintió bajo la suela de su zapato un objeto blando. Se agachó y recogió un pez que siguió removiéndose entre sus dedos. En la incierta claridad de la madrugada, el pez se descoloraba. Dio una contorción y se escabulló. El viajero apretó el paso para salir de la plaza y evitar el caos de la madrugada. Todos huimos de algo, pensó.

Por allá, en alguna alcoba, el sonido metálico de un despertador provocó la ira de una mano pesada. En la calle, una muchacha cerró la puerta y al insertar la llave en la chapa, se volteó hacia el viajero. El golpe de la cerradura interrumpió su contemplación y ambos voltearon sus cabezas en direcciones opuestas.

Una paloma soltó su arrullo mañanero, cundía su alegría sobre tejas y chimeneas. Abajo, se abrían las puertas, repicaban taconeos, rechinaban las rejas. El aire se llenaba de ruidos familiares que hicieron temblar al forastero. Se acercó a la puerta de la que salió la muchacha, arrimó la espalda contra la pared y sintió la frescura de su sudor.

La palpitación en su pecho le recordó la paloma que había caído en la chimenea de su casa cuando era niño. Estaba suave, lisa, con ojos brillantes y llena de tamborileo. Su madre dijo, “No aprendió aún a volar bien, pobrecita. Déjala ir a su casa.” Sin desprender sus ojos de la paloma, la apachurró contra su pecho mientras abría la puerta del patio. Acarició su cabeza con un dedo para prolongar la delicia del encuentro, abrió las manos y la bolita revoloteó.

La mente del forastero dio giros en distintas direcciones repasando recuerdos y sentimientos de tiempos pasados. Sacó a la luz caras familiares, perros, maestros, viajes y amarguras. Notó que los rayos de sol ya doraron las fachadas del lado opuesto de la calle. Miradas de viandantes le pasaban por encima y él las sorteaba.

Unas hogazas lucían en las vitrinas empañadas de una panadería. Pensó en comprar una solo para sostenerla en sus manos. Debían estar calientes como las manos de su madre que tocaron sus mejillas antes de que tomara el tren en aquel año de esperanzas e ilusiones. Era un tren formidable, negro, bañado en aceite, que no esperaba más que un silbido para desprenderse del andén, echar para el primer mundo, echar para adelante porque eso son la vida y la esperanza en la vida.

Y allá, más allá de todos los horizontes, hay tantas, tantas cosas, pero no alcanzan el tiempo y el dinero. Allá, los hombres no son como los tórtolos que desgranan sus gorjeos y se pavonean. La gente se engancha a su rutina, al caminar miran al suelo para que no les entre algún afán. No buscan ni el calor de la palabra, ni el aroma del café. El tiempo es engañoso, viene y se va, y la gente no se da cuenta de su andar. Hay que darle duro, trabajar, enviar la ayuda, soñar y persistir hasta el final.

El viajero sintió un contacto a la altura de la rodilla. Un bulto grisáceo con orejas caídas lo estaba olfateando. Tenía el hocico reseco y los ojos húmedos. El viajero acarició la frente del canino, pero retiró la mano bruscamente, unas bolitas duras como cabezas de clavos se ocultaban en el pelaje.

–Los dos recorrimos nuestros tramos, ¿ah, mi viejo? –preguntó el viajero–. Tienes las patas retorcidas, las uñas desgastadas y una vida... disfrutada, ¿ah? Estas lleno de garrapatas, pero feliz como una lombriz.

–El peludo meneó su cola e inclinó la cabeza de lado para echar un mejor vistazo al hombre.

Delante del viajero, pasó una madre. Su cara retocada de finas pinceladas contaba con un delicado maquillaje. Jalaba el brazo del niño a punto de dislocarlo. Este se empeñaba en ofrecer resistencia para dar muestra de su inconformidad con el ritmo de la marcha y la ida a la escuela, pero sin incurrir en la indocilidad que las nalgadas castigarían sin piedad.

El hombre se puso en cuclillas y el perro se recostó con los ojos fijos en él. El viajero tocó la pata del perro y este extendió el hocico para olfatear la mano. –Siento dejarte viejo, pero tengo una deuda que
finiquitar y una molestia que ocasionar. No te aflijas en la soledad, pronto el restaurante abrirá y algún hueso te caerá.
El viajero se paró sobre un escalón de piedra y llamó a la puerta de donde salió la muchacha. Los toques sobre la madera gruesa, algo seca, resonaron en el pasillo interior. Al rato, se oyó el sonido de pantuflas arrastradas que acompañaba un vocerío de niños.

Se entreabrió la puerta y se asomó la cabeza desgreñada de un joven. Luego de intercambiar unas palabras, la puerta se abrió de par en par y la figura del joven destacó en el umbral. Su nariz filosa se aproximó al forastero y este bajó un escalón sin mudar de expresión.

El joven irrumpió en gritos, su boca se abría y se cerraba como si estuviera ahogándose en su propia gritería. Su mano quedó suspendida en el aire el tiempo de una duda pasajera y luego estalló la bofetada. La figura del viajero se estremeció y el escozor afloró. La bofetada surtió una sensación de satisfacción en el visitante por haber abordado al final su responsabilidad que fue postergada durante años.

El joven dio un portazo y desapareció en el interior. Gritos, movimientos de muebles y palabras apresuradas alborotaron la casa. Tras unos momentos de tregua, la puerta se abrió de nuevo. Un hombre canoso apareció en el vano e invitó al viajero a pasar sin mirarlo en la cara.

El anfitrión y el invitado se introdujeron en una alcoba de silencio y frescura, el recinto estaba forrado de alfombras, cortinas y tapices. Se sentaron en el alfombrado cruzando las piernas y las palabras del anfitrión sonaron con amabilidad.

–¿Fue cansado el viaje? –No.

–¿Muchas horas de tren? –Sí.

–Ahora nos prepararán un café.

–Vine a hablar con usted para pagar mi deuda familiar.

Se hizo silencio. El invitado se percató de un alto reloj. La carátula estaba volteada hacia la pared como si imitara a un niño castigado por sus fechorías, solo dejaba ver la tabla bruñida de su parte posterior. La puerta se abrió de porrazo y una mujer de ojos espantados irrumpió en la habitación. Sus gritos resonaron en el pecho del viajero y este reconoció el dolor removido de la familia. En la mano de esta, temblaba una hoja de acero. El anfitrión levantó la mano y lanzó unas palabras a la cara de la mujer. Los gritos de esta reverberaban mientras unos brazos la arrastraban al pasillo.

Pasaron varios minutos en la espera de que la calma se asentara en la alcoba. El viejo notó la tranquilidad de las manos del visitante que reposaban sobre sus rodillas. Esas manos tomaron la forma de la pala que apretaban en su quehacer diario y quedaron atravesadas de venas hinchadas por el calor del alto horno.

El visitante estaba ido. Parecía escuchar el rumor de las palomas. El anfitrión esperó un momento y tocó la mano del viajero con la punta de los dedos para ofrecerle un cigarrillo. La cajetilla estaba casi llena, guardada para ocasiones especiales. Filtros blancos se asomaban y el invitado extendió su mano.

–Gracias –sacó lentamente un cigarrillo y el anfitrión le ofreció lumbre–.

Vine a pagar la deuda de mi abuelo materno. –El invitado sacó del bolsillo una pistola de cañón corto y un fajo de billetes y los puso con cuidado en la alfombra.

–Es para mis gastos, el ataúd, ya sabe– el invitado lo dijo tímidamente como si profiriera palabras prohibidas. El viejo recogió el dinero y trató de regresarlo al bolsillo del recién llegado. Unas manos insistieron en la devolución y otras en su rechazo. Sus miradas se cruzaron y se esquivaron. En un intento de apurar el desenlace de la molestia que ocasionó, el viajero extendió las manos y tocó los hombros del viejo. Apenas los tocó, las retiró.

–Por favor. Estoy cansado –y el viajero cerró los ojos. Se sintió aligerado, andaba lejos de aquella casa. La frescura invernal jugaba con el vaho de su boca. Su perro, corría entre los manzanos y chabacanos, ladraba, reparaba y meneaba la cola. Brincaba de un lado a otro y lanzaba ladridos a un pez amarillo que colgaba de una rama de ciruelo. El niño se arrodilló frente a su perro, este lo lamió, ladró y le brincó encima. Rodaron en la nieve, envueltos en risas y ladridos.

El cañón de la pistola apuntó a la frente del viajero y cumplió con su encomienda. El viajero se fue a descansar.

 

Pol Popovic Karic
Belgrado, 21 de octubre de 1962. Es profesor e investigador mexicano de origen serbio, dedicado a la literatura en español, inglés y francés en el Tec de Monterrey, Campus Monterrey. Ha publicado y editado varios libros y artículos para journals internacionales.Profesor investigador del Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, México. Miembro Regular de la Academia Mexicana de Ciencias. Correspondiente de las academias de la lengua española de Venezuela, Paraguay y Estados Unidos. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores (nivel II).

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Pol Popovic Karic. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pol Popovic Karic. Fotografía Pol Popovic Karic tomada de internet.

 

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