Mario J. Pastorino - 'El primer día del viaje' - fragmento

El primer día del viaje - fragmento de la novela

 

El primer día del viaje
Mario J. Pastorino
Novela
Fondo Editorial Rionegrino
Páginas: 118
2022

Primer Premio del Concurso de Narrativa del Fondo Editorial Rionegrino de 2021.

 

Sintesis
El encuentro casual de un preso recién salido de la cárcel más oscura y un adolecente de un pueblo chato con una realidad de la que quiere escapar a como dé lugar. Esta novela breve tiene Patagonia en cada página y una búsqueda subrepticia de la identidad. El relato avanza a modo de road movie desenrollando una trama en tiempo real hasta un desenlace inesperado en menos de veinticuatro horas. La Patagonia no es paisaje, sino esencia. Los personajes terminan de ser definidos por el lector. ¿Quiénes son? ¿Una única identidad los describe? En clave de cambio de época, esta historia se ancla en un momento álgido de la Argentina, donde todo está por redefinirse, igual que los personajes.

 

 

 

El primer día del viaje (fragmento)



–Vamos que nos estamos empapando –dijo Diego.
Entraron a la camioneta y Dubley se sacó la campera; la acomodó contra la puerta, para que no mojara la guitarra. Martín se dejó puesto el montgomery; sólo se bajó la capucha.
Dubley se secaba el pelo pasándose la mano por la cabeza. Por fin pronunció palabra:
–Todavía no se mojó nada.
–Todavía no, vos lo dijiste.
Diego retomó la ruta y aceleró como queriendo llegar más rápido a algún lugar. Ahora que el asfalto estaba resbaloso íbamos a mayor velocidad que antes. Uno puede desaparecer en una noche así en la Patagonia. Es un instante… la rueda muerde la banquina, la camioneta sale disparada contra la cuneta, da unas vueltas que uno no sabe ni para dónde está el piso; sentís que todo se mueve sin ningún sentido, y de repente, al cabo del mismo instante, el mismo todo se detiene, violentamente quieto, y uno ya no está más sobre la ruta… La lluvia sigue cayendo, y sigue mojando igual que siempre. Un pasto duro tal vez que me queda pegado a los ojos, y lo veo como único pasto en el mar de pastos, que sigue estando como sigue estando la Ruta 3. Y uno ya comienza a ser los restos del accidente en el que distraen la vista los que pasan por el desierto. Fuera de eso, todo sigue prolijamente igual.
–Me cago en dios... se me va a arruinar el equipo –pronunció Martín entre dientes.
Vi una luz lejos, no sobre la ruta sino metida en el campo.
–¿Y esa luz? –dije en voz alta porque me daba esperanzas.
–¿Esa de allá?, debe ser un puesto –explicó el NyC.
–¿La casa de una estancia?
–No, por acá no hay casas. Un puesto de estancia. Un ranchito donde vive el puestero –otra vez había que explicarle al porteño–, un peón que cuida las ovejas, recorre el campo. Con suerte vive con la mujer, y sino solo con los perros.
–Vamos para allá. Ahí seguro que podés meter el equipo abajo de un techo.
Pensé un momento mientras él se quedaba mirándome. Caerle a esta hora al puestero... capaz que lo matamos del susto. O nos raja unos tiros de escopeta. Si es que no lo encontramos reventando de borracho. Y la tranquera, quién te dice que no tenga candado... Finalmente le devolví la mirada:
–Bueno, vamos.
La luz que estaba al frente nos fue quedando a un costado. El pibe bajó un poco la velocidad. Ya iba buscando una entrada hasta la luz.
–Hay que ver que no nos pasemos la tranquera... –comentó bajito–. Ahí está.
Yo no había visto nada. Ahí no había ninguna tranquera. Había sí, una huella que enfilaba en dirección a la luz, que sería de caballo porque era una sola huella, no era de auto. Diego dobló entonces y salimos de la ruta. Se frenó junto al alambrado y me dijo que lo abriera. Yo bajé por no contradecirlo.
Abajo de la lluvia el porteño se hacía sopa, y no muy convencido se acercaba a la tranquera de alambre con paso apurado, como simulando correr. Llegó y miró, pero no supo qué hacer. Me bajé entonces yo también.
–Es una tranquera de alambre: hay que destrabar este palo acá y apoyarla en el piso.
Los focos de la chata nos iluminaban. El porteño me miraba hacer. Yo también me hacía sopa. Le tenía que hablar casi gritando para tapar el ruido de la lluvia.
–¿La vas a poder cerrar solo? –me preguntó el pibe.
–Sí, sí, dale, pasá.
Diego subió entonces a la camioneta y cruzó del otro lado del alambrado. Ahora sin la luz de los focos no se veía nada. Levanté la tranquera del piso y la tensé contra el poste donde tenía que asegurarla. Pero no atinaba a reconstruir la forma en que estaba puesto el palo antes de abrirla. Diego estaría mirándome por el espejo retrovisor. Bah, con lo negro de la noche difícilmente me viera. Al final di con una manera de dejar enganchado el palo. Creo que no debió ser la correcta porque la tranquera quedó medio floja, pero por lo menos en pie. Me di por cumplido y me fui a la camioneta.
–¿Quedó bien?
–Sí, quedó bien.
Ya adentro del campo la luz seguía estando lejos. La camioneta avanzaba despacio, pero se sacudía de un lado a otro. En el fondo de una lomada la luz desaparecía, y volvía a aparecer al remontar la loma. Seguían la huella de caballo como antes seguían el asfalto. De a poco se fue escuchando un ruido. El ruido de un motor.
–Es el grupo electrógeno –dijo Diego–. ¿Para qué tendrá el grupo encendido a esta hora? ¿para ver qué?
Enseguida llegaron. Afuera del rancho, un hombre los esperaba bajo la lluvia. Se empapaba. Tenía una campera impermeable que le quedaba corta y se notaba muy vieja. La llevaba desprendida. En los pies unas alpargatas de cordones pero sin cordones. Con una mano sobre la cabeza se protegía de la lluvia. Serio, los atajó con desconfianza.
–¿Qué andan buscando por acá? –preguntó, como si lo único extraño de nuestra aparición fuera el lugar; no la hora, no las circunstancias.
Diego se apuró a bajar de la camioneta.
–Buenas. Disculpe Don que lo andemos molestando a estas horas. Es que nos agarró esta lluvia de porquería y ando con unas cosas en la chata que no quisiera que se me mojaran, ¿vio? –Diego no se ponía la capucha del montgomery por no resultarle todavía más extraño al paisano. El agua ya le entraba por el cuello.
–¿Qué anda llevando?, ¿lana?
–No, si no es lana, pero igualito que la lana si se moja se arruina.
–Porque la lana sí, si se moja se echa a perder –ahora dialogaban como si se tratara de una situación completamente normal.
–¿Y con quién anda ahí en la chata? –interrogó otra vez el paisano.
Comprendí enseguida que debía mostrarme yo también de cuerpo entero, y entonces bajé a mojarme.
–Buenas. Qué lluviecita, ¿eh? –saludó Dubley mientras se ponía la campera.
El puestero, recuperándose de la distracción del diálogo, nos dijo entonces presuroso:
–Bueno, bueno, pero pasen nomás, que se están mojando hasta la cabeza –no se daba por enterado de que él estaba tan mojado como nosotros.
–Permiso –dijo Diego.
el primer dia del viajeEl ranchito eran cuatro paredes de chapa. El piso de tierra. Casi en el medio una cocina a leña. La lluvia pegaba contra las chapas y el ruido se multiplicaba por diez. Dos de las cuatro paredes tenían a medio construir una segunda pared con bloques de cemento. En una de ellas estaba puesto el marco de la única ventana del rancho. El agujero de la ventana siempre abierta daba contra una chapa.
–Acá sí se está calentito –dije, e inmediatamente el puestero se agachó a poner un tronco más en la cocina, que ardía al máximo.
La puerta, que era la única abertura además de esa ventana ciega, quedó abierta de par en par.
–Dígame Don, ¿se podría poner eso que ando trayendo por acá en algún lado? –preguntó Diego.
Yo ya casi me había olvidado del equipo de música.
–Cómo no, si en algún rincón lo vamos a meter –y enseguida agregó: –Déjeme a mí que usted se va a mojar, yo lo bajo nomás.
El paisano enfiló a la camioneta. Diego lo siguió y después yo.
–Lo ayudo que es medio pesado. –dijo Diego subiéndose a la caja de la camioneta. Por debajo de la lona desató la soga que sujetaba el anvil de los parlantes y el del amplificador. La intensidad de la lluvia había disminuido.
–Tomá los bolsos, metelos rápido adentro –me encomendó Diego.
Cuando volví, ya estaba cargando junto con el gaucho todo el bulto con la lona envolviéndolo. Mantuve entonces la puerta bien abierta, para que pasaran.
En un rato ya estaba todo acomodado adentro del rancho. Junto a la cocina económica colgaba la lona, el montgomery de Martín y la campera de Dubley. Se les desprendía un humo blanco y espeso que era el agua evaporándose; parecía que se quemaban. Martín estaba sentado sobre las cajas de su equipo de música, Dubley sobre una de las dos sillas que había en el rancho, y el paisano, de pie: no sabía bien en qué ocupar su humanidad.
–Pucha, que no tengo nada para convidar... –dijo por fin–. Ya hace unos días que se me acabó todo. Esas de allá están vacías –se explicó señalando cinco cajitas tetrabrick de vino que se apilaban ordenadas sobre la mesa en la que se acodaba Dubley.
El Irlandés giró la vista y al ver las cajitas vacías se lamentó de haberse acabado la botella de ginebra.
–A no ser un mate –arrastró el paisano mirando al piso.
–Si tiene unos mates, le acepto –contestó rápido Diego.
Unos minutos más tarde Martín agarraba el mate con las dos manos. Lo guardaba escondido en el hueco de ambas palmas. Lo miraba y chupaba concentrado. El agua le llegó caliente hasta el estómago. La luz adentro del rancho casi que encandilaba.
–¿Y qué anda haciendo con la luz encendida a estas horas? ¿Estaba por jugar un truco contra el espejo?
Diego inventaba el diálogo. Yo me sorprendía de cómo lo hacía, y me repetía sus palabras para adentro: ¿un truco contra el espejo?
–No, qué va... si me anda sobrando gasoil. En dos días bajo al pueblo, y si no me lo terminé entonces el patrón me da menos.
–¿Pero no le agarra sueño a esta hora? –Martín le seguía la conversación. Dubley los miraba con atención, era espectador.
–No, ¿sueño de qué?... Me había puesto la silla acá junto a la puerta... para arrimarme un poco... de acá se ve cómo llueve. En la luz, ¿vio? Las gotas se ven todas juntas –el paisano baja la voz como contando un secreto–, parece que estuvieran todas quietitas...
Se hizo un silencio, el murmullo de la lluvia, el ruido del motor, las gotas que se quedan quietitas en los ojos de Dubley, de Martín, del paisano. En los ojos del porteño, del Nyc, del Puestero. Y enseguida una explicación:
–Es que me quedé sin nada y el sueño no me viene. Hace unos días ya que se me acabó todo. Y el patrón me pijotea los vicios. Qué va a hacer.
Martín mira otro mate en el hueco de sus manos. Chupa. Dubley siente que tiene que decir algo.
–¿Y hasta el pueblo se va a caballo?
–Sí, a caballo –me respondió el gaucho perdonándome una pregunta tan estúpida… ¿Cómo se iba a ir si no? ¿Iba a llamar un taxi?
Giré la cabeza a la ventana que daba contra la chapa y elegí callarme la boca. La lluvia seguía disminuyendo y el grupo electrógeno se dejaba oír más.
–Parece que quiere amainar –dijo el paisano y cebó un mate para Dubley.
Ahora estaba sentado. Bien al borde de la silla, casi antes de caerse. Y se estiraba todo desde esa posición hasta alcanzarle un mate al porteño, que le decía gracias con cada uno que recibía. Las alpargatas, con la suela de yute dura por el agua, se le salían de los talones con cada paso. Chancleteaba.
–¿Y los perros? –preguntó Martín.
–Se saben meter abajo de las chapas que tengo acá atrás, entre los bloques.
–Porque andan bien tranquilos…
–Y, el agua... los deja buenos como buey manso. Y más ahora que se acovachan ahí. Al más malo lo dejo atado, que si no se me hace salvaje. Cuando son así, mejor atajarlos desde temprano que no se hagan cimarrones. Que después que se ceban para sofrenarlos hacen falta dos tiros.
–¿Andan cimarrones por estos lados?
–No, ahora no. Los daños que se ven son de zorro nomás. A veces uno que otro león que se encuentran los desparramos de hueso y lana... pero hace rato que no…
–¿Y los perros son centinelas?
–Ah sí, cualquier bicho que no sea liebre ni oveja le salen a chumbar. Pero para el ganado son tranquilos, saben trabajar. Acá es fácil: el que no aprende, fuera. No voy a andar criando vagos... Ese medio malo que tengo con la cadena, es cazador. Siempre se sabe aparecer con alguna liebre o algún piche. Por eso lo ando vigilando que un día no se le dé por las ovejas. Pero por ahora no ha hecho ningún bardo... –relataba el paisano desde el borde de su silla.
–¿Está por hacerse el rancho de material? –preguntaba una vez más Diego.
–Ya empecé, ya. Pero se me terminó para la mezcla. Y el patrón dice que no tiene para comprarme. Yo le digo que el ranchito lo construyo yo, y es para mí ahora, pero después quién sabe. Un día estiro la pata y le queda para él. Si está en su propiedad, ¿no? Digamé, ¿me lo voy a llevar?
–Tiene miedo de que usted se haga un rancho mejor que el de él –dijo Diego serio.
Parecía una burla. Jamás se me habría pasado por la cabeza semejante ocurrencia. Me puse nervioso con el desatino del pibe. El puestero en cambio se sonrió y dijo:
–No vaya a ser que le mate el punto –y entonces reímos los tres.
Por mi cabeza se cruzaban imágenes de este pobre gaucho, solo en medio del desierto. Con los perros únicamente: un perro más de su propia jauría pero que se dedicaba a tomar vino de cajita. Su vida se me hacía un drama y no se me ocurría nada que pudiera decir. Se me ocurrían, sí, estupideces. Me veía yo en su lugar, discutiendo con el patrón, diciéndole que era un explotador. Me veía largándole al perro malo que le destrozaba la mano que no me daba plata para los materiales del rancho. Los colmillos, que no conocía pero me imaginaba, enterrados en la mano deshecha en sangre. Me veía construirme mi casa que era más grande, que tenía ventanas, que tenía una chimenea en lugar de esa cocina a leña. Por suerte no me animé a decir nada. Ninguna de todas esas estupideces. Diego en cambio sabía dónde estaba parado, y en vez de proponerle cosas incomprensibles, le provocaba una sonrisa. En ese momento el pibe más bien era yo. Me tomé otro mate más. La yerba tenía gusto a humedad. Le devolví el jarrito de lata.
–Andaba haciendo falta un algo de agua, ¿no? –otra vez Diego.
–Ah, sí, todo muy seco, y los animales que no encuentran agua para beber.
–¿No llovió por acá la semana pasada?
–No, por acá no. Si desde hace más de dos semanas que no se ve ni una gota.
–Y ahora se le vino toda junta... allá en Caleta hace unos días algo cayó.
El paisano no hacía preguntas. Se instaló un silencio largo. Al rato, agarrando un mate que le devolvía Dubley, el paisano volvió a hablar.
–Voy a arreglar un poco el mate porque ya está puro palo y agua caliente...
El porteño se apresuró a rechazar el convite. Yo tampoco quería más, ya se me estaba poniendo verde la lengua. Bostecé. Dubley se miró el reloj, ya eran más de las dos. La lluvia había finalmente parado. El puestero nos ofreció si queríamos tirarnos en el catre, que él todavía andaba sin sueño. Yo estaba preocupado por el equipo. Un poco se había mojado y no me aguantaba quedarme con la duda de si se había descompuesto. Ahora, con el calor de la cocina económica, parecía haberse secado.
Martín se puso el montgomery y salió a estirar las piernas. Se paró justo pasando la puerta, y allí vio Dubley su figura con las manos en los bolsillos, recortada en la luz que daba el foco de afuera del rancho.
El pibe miraba para ambos lados, como si esperara ver algo. Miró al cielo, que seguía negro. Me levanté también y salí pasando junto a él.
–El mate ese me desveló.
–¿No sos muy matero? –me dijo, más como afirmación que como pregunta.
–Antes sí. Tomaba a la mañana religiosamente, y a la noche en época de exámenes... para estudiar...
Martín salió caminando para un costado del rancho. Dio unos pasos, miraba lejos.
El porteño torció para el lado contrario a donde yo había rumbeado. Se fue a hacer pis. Cuando sintió que estaba lo suficientemente lejos del rancho se abrió la bragueta del vaquero y comenzó a orinar. En ese momento oyó el ladrido de los perros que se le iban encima. Una situación de lo más incómoda. Al menos la sorpresa tiene que haberlo asustado, pero qué podía hacer. Escuché que algo le decía a los perros. Les hablaba como haciéndose amigo. Mientras tanto seguía meando. Y la treta surtió efecto, porque los perros se le amansaron y empezaron a mover la cola. Uno se puso a mear también y entonces lo copiaron algunos más. Brillaban los ojos en la oscuridad. No sé cuántos eran porque aparecían y se perdían en la poca luz que los iluminaba. Más de cuatro, seguro. El porteño por fin volvió.
Cuando volví Diego estaba riéndose.
–Perros de mierda... –dije, también riéndome.
–Hay que tener cuidado porque el perro de campo anda siempre con hambre –acotó Diego cargándome.
–Sí, reíte vos… te quiero ver que se te vengan todos esos perrazos al humo. Son como diez –exageró el porteño.
El paisano estaba parado en la puerta del rancho.
–No haga caso. ¿Vio?, esos no hacen nada. Si se ponen molestos agáchese a buscar una piedra y va a ver como salen carpiendo, va a ver –dijo haciendo el ademán de arrojar una piedra.
Dubley todavía se sonreía. Martín, ya con la mente en otra cosa, se dirigió muy resuelto hacia adentro del rancho.

Me corrí para dejar pasar al muchacho que venía embalado como oveja ciega. De afuera le espié que hurgaba en esas dos cajas que habíamos bajado de la chata. A la más grande la abrió al medio, y de una caja se hicieron dos. Del lado de adentro tenían una tela negra y le pasaba la mano como acariciando un vellón. Algo dijo, ya estaba hablando solo el muchacho. Después a la otra caja le abrió como una puerta, y adentro era una radio, pero bien grande. La miraba como embobado, y la tocaba también. No sé qué bicho le había picado a ese.
–Sí, está seco nomás.
Afuera Dubley miraba para arriba con las manos en los bolsillos del jean. Los brazos pegados al cuerpo, estaba sin la campera y hacía frío. Más frío que antes de la lluvia. Martín se asomó hasta la puerta y de ahí lo llamó.
–Dubley, ¿no me ayudás con esto?
Dubley se sorprendió por su propio nombre, pero enseguida respondió y se metió en el rancho.
–Ayudame a sacar el equipo que lo quiero probar… a ver si se arruinó con el agua.

Entre el muchacho y el otro sacaron las cajas para afuera, a la intemperie. Ahora eran tres las cajas. Yo me ofrecí para el acarreo, pero parece que ya andaba sobrando. Las acomodaron a unos metros de las casas, sobre unas piedras para que no se anden mojando en los charcos. Después se me vino el muchacho.
–Digamé, Don, ¿tiene un enchufe donde conectar esto? –Martín le mostraba la punta del cable que había dejado regado en el piso desde el equipo.
–¿Para la radio esa?
Primero no entendió a qué se refería, y giró la cabeza para donde el paisano había señalado con la mirada.
–Sí.
–Yo también tengo una radio. Es más chica pero igual agarra la Nacional, y a veces la radio de San Julián.
El muchacho se me quedó mirando como si le anduviera con cuentos.
–¿Y dónde enchufa la radio? –le pregunté finalmente, buscando un atajo en la conversación.
–Vea, mire, aquí nomás –me metí en las casas y le mostré para que viera que yo también tenía una radio.
–Cuando no le doy al grupo la hago andar a pila, pero ahora está medio vacía la pila. Cuando baje al pueblo dentro de dos días tengo que comprar.
–¿Le molesta si enchufo acá este cable? –le preguntó ya ansioso Martín.
–Metalé que no muerde.
Martín buscó la guitarra en la cabina de la camioneta y volvió hasta donde estaba Dubley, junto al equipo.
–Bueno, ahora vamos a ver –anticipó, –si me quedo pegado, la chata te la dejo en herencia –bromeó al tiempo que bajaba una perilla.
Se encendió una lucecita roja en el amplificador. Martín se quedó expectante un momento. Como no pasaba nada, se decidió a conectar la guitarra. Se oyó un chillido de acople.

Metió una tremenda bulla. No, si la radio se le había echado a perder con el agua. Era como si estuviera degollando un chancho el grito que pegaba. Después no sé qué tocaron que paró de hacer ruido. Entonces vi que a la guitarra esa rara que tenía le salía un cable que estaba agarrado a la radio. Yo pensé que era una guitarra de juguete, porque no tenía agujero y era como una tabla. Pero después el muchacho la agarró como se agarra una guitarra, le acomodó las manos y empezó. Primero le metió otro ruido como ese del chancho degollado, pero no salía de la guitarra. Salía de las cajas negras. Luego se fue haciendo distinto, ya se parecía a una guitarra de verdad, pero era mucho más fuerte. Los perros salieron carpiendo y se metieron abajo del chaperío. La noche se hacía más chiquita con tanto ruido, el viento no se sentía más. Yo no me quería andar metiendo, pero largo rato la siguió el muchacho. El otro miraba de más cerca. Le daba con los dedos en las cuerdas, de a una las cuerdas, eran como agujas de tan finitos los ruidos. Ruidos raros, pero que uno los sentía que se le metían... era como cuando uno le escucha a la lluvia desde adentro de las casas, pero afuera... Todo el cielo era la chapa del rancho y le caían las agujas de la guitarra esa como caen las gotas cuando llueve. El muchacho se movía de acá para allá. El otro estaba quieto como poste esquinero. Un rato largo, y que a uno al final ya se le hacía costumbre. Con tanta noche... tan oscuro que estaba, ¿no?, de tan cerrada la noche, que para qué la luz, pensé, y entonces fui y la apagué. Ya no llovía más esa noche. Los ruidos se le hacían a uno más cerca sin la luz. Que desde la ruta seguro que igual se sentía cerquita. Más chica la noche. No sé qué era...

Todo ese espacio infinito se transformó totalmente apenas Diego hizo sonar la primera cuerda. Era tan extraño estar ahí en medio del campo que era el medio de la nada, y escuchando el sonido eléctrico de una guitarra eléctrica. Diego puso el volumen al mango y se ve que tiraba bien ese amplificador porque se escuchaba con todo, pese a estar en un lugar tan abierto. El gaucho se quedó junto a la puerta del ranchito. Se hacía como que no prestaba atención. Como si fuera tan normal escuchar una guitarra eléctrica ahí. A ese volumen. Con esa noche. Y al rato fue y apagó la luz de afuera y entonces nos quedamos a oscuras, con el resplandor de la luz de adentro únicamente. Los riffs de Diego se escuchaban mejor. No podía dejar de mirarle las manos, los dedos punteando las cuerdas. El pibe se mordía los labios, y le daba con la derecha unos efectos alucinantes. Una guitarra para zurdos. Los graves lloraban y los agudos gritaban. Todo era música, todo se inundaba de música, no quedaban agujeros. La música era la lluvia de hacía un rato. Se hacía más chica la noche. Más cerca, más pegada al cuerpo. Era como que a la noche ahora la llevábamos puesta.

La lucecita roja en el amplificador. Y siento los hilos de alambre que me separan las yemas de los dedos en dos. Me miro por única vez los dedos de la diestra que acomodo sobre las cuerdas marcando el primer acorde. Cierro los ojos y hago sonar un Do agudo con la primera, para sentir bien la guitarra… tengo tantas ganas de tocar. Empiezo. Y toco. No sé qué toco, mis manos saben. El sonido se mete en toda la Patagonia, y es raro, porque no rebota en ningún lado. El sonido sigue hasta el infinito. Y va también por la huella de caballo hasta la ruta, y cruza el alambrado. En todas direcciones va. Sale del centro que es mi mano sobre las cuerdas y se escapa para más al sur, para más al norte. Se va pero está acá. Y estoy yo ahí, tan solo, pero sin embargo lo siento al porteño a un costado que me mira, al puestero en mi espalda que ahora apaga la luz y nos deja más solos en la noche, a los perros que meten la cola entre las patas acurrucados abajo de las chapas, y esperan. Tanto espacio abierto hace al sonido más sordo, aunque se oye mucho y uno lo tiene en la oreja de tan alto el volumen. Pero no adentro, uno lo tiene cinco centímetros antes de la oreja. Está en toda la noche, que es enorme, pero con la música se hace más chica. Ya hace rato que estoy tocando. La lucecita roja. El último punteo queda todavía flotando en lo oscuro. Entonces primero silencio, y después un perro que le escribe el final saliendo de abajo de las chapas para ponerse a aullar.

 

Mario J. Pastorino
Argentina, 1967. Descubrió el mundo de la escritura en el Taller Literario de Nicolás Bratosevich. En 1987 se instaló en La Plata donde completó sus estudios de ingeniería forestal. En 1994 se mudó a Bariloche, volviéndose patagónico por elección. Allí comenzó su carrera como investigador científico, incorporándose al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Su desarrollo profesional en las ciencias biológicas no terminó nunca de opacar su impulso literario. De la poesía temprana a la prosa de cuentos, desembocó finalmente en esta novela, que es además su primer libro publicado.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Mario J. Pastorino. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Mario J. Pastorino. Fotografía Mario J. Pastorino © archivo del autor. Cubierta El primer día del viaje © cortesía Fondo Editorial Rionegrino.

 

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