José Prats Sariol - 'Algunas paradojas en la actual literatura'

Algunas paradojas en la actual literatura

 

A Iván de la Nuez

Propongo abrir un intercambio crítico desde ciertas analogías entre las artes visuales y la verbal o literaria. Propiciar análisis comparativos y hallazgos como los que se encuentran entre la pintura y la poesía manierista; según puede leerse –a pesar del virus de la novolatría— en el “anticuado” (sic) libro El manierismo, del erudito historiador de arte húngaro Arnold Hauser.

Intentaré enunciar y comentar muy brevemente algunas paradojas en la actual literatura, similares --más bien cercanas-- a las que se observan en las artes visuales, aunque recuerdo que cada manifestación artística tiene especificidades socioculturales –se murmura que hasta psiquiátricas-- intraspasables.

“Al arte contemporáneo hay que ponerlo, de vez en cuando, frente a sus contradicciones y agitar su placidez”, sugería Iván de la Nuez en su ensayo “Diez paradojas del arte hoy” (Rialta 2/2022). Lo mismo puede aventurarse en la literatura. Romper la placidez no sólo debe remitirse a las estéticas vanguardistas. Rebasa ese marco temporal, donde fue el signo dominante de los manifiestos futuristas, dadaístas, surrealistas… Es un ejercicio atemporal donde zarandear las contradicciones influye en las poéticas autorales, quizás favorezca perspectivas inteligentes.

Hay consenso en que sólo los catastrofistas suelen hablar del fin de la lectura como principal forma de conocimiento. Ciertos poemas de Allen Ginsberg son tan visuales –aunque pueden ser escuchados, y esa tal vez sea otra de sus características y ventajas— como un cuadro del expresionista abstracto Jackson Pollock; allí donde las analogías estéticas podrían emparentarlo con el movimiento Beat. La crisis como prontuario artístico también llega a la literatura, aunque sus efectos no sean tan rentables, aunque pasen a formar parte del canon, a ser reconocidos por la crítica especializada y su “guarida” universitaria.

Por supuesto que hablar de la literatura contemporánea es una paradoja y un equívoco, pues el adjetivo “contemporánea” –aplicado a cualquiera de las manifestaciones artísticas— exige que se especifique su sentido. Porque no sólo puede referirse a la literatura que se está produciendo ahora mismo, sino a la que arrancó con los movimientos vanguardistas a inicios del pasado siglo XX, como ocurre con la poesía superrealista o la novela del realismo mágico y de los real maravilloso, con el teatro del absurdo y de la crueldad o con el new criticism y los estructuralismos… Algunos “contemporáneos” olvidan que Filippo Tommaso Marinetti publicó el Manifiesto Futurista el 5 de febrero de 1909, en el parisino Le Figaro; que el ready-made de Marcel Duchamp también cumplió un siglo; o que el tan “contemporáneo” (sic) poema Altazor de Vicente Huidobro apareció tan lejos como 1931.

También puede definir meliorativamente obras llamadas inmortales, como enuncia el libro Shakespeare nuestro contemporáneo o decir que Esquilo parece un contemporáneo nuestro, en primer lugar por sus tragedias y también porque afirmó que “La verdad es la primera víctima de la guerra”, frase que cruelmente encaja a la perfección en este 2022. El adjetivo, entonces, pierde su sentido temporal y se convierte en un juicio de valor. Hay poemas –sobre todo poemas— escritos por algunos millennials que nunca podrían sentirse como contemporáneos, cuya mediocridad impediría el uso meliorativo.

Desde luego, lo mismo puede decirse de autores y obras de cualquier época. Pero entonces quizás lo sensato –la hipótesis exegética— sea reservar la contemporaneidad para textos de arte literario escritos por autores de hoy, de ahora mismo. Es decir, sólo emplear el calificativo bajo una definición cronológica de actualidad, circunscrita a autores vivos, sin la menor pizca de intenciones canónicas. Lo que permitiría describir la poesía minimalista y la neobarroca actuales sin escalafones, como plataforma para después establecer lo que el tiempo siempre se ha encargado de realizar, a despecho de modas y curvas de apogeo y perigeo. Tal vez bajo una noción diversionista, donde el eclecticismo expresivo sea la señal que primeramente identifique los poemas realmente novedosos.

El deslinde estrictamente cronológico permite modular categorías sin relativismos paradójicos –los hay hasta extravagantes-- generalmente usados para afuera, para los demás y no para los escritos propios. Favorece, por ejemplo, situar a Rubén Darío y José Martí a siderales distancias de decenas de poetas modernistas. O desechar ciertos “conceptualismos coloquiales” y “autoficciones” de moda en 2022 por ser unos blufs francamente urdidos para analfabetos funcionales, lo que abre una simpática paradoja para neurólogos.

La literatura actual, el circuito autor-obra-lector, es víctima de otra paradoja, que llega a la industria editorial, siempre quejosa de encontrarse al borde del colapso y siempre aumentando su margen de ganancia. Tal lloriqueo no tiene fin, mientras no pierden subvenciones y exenciones de impuestos, mientras el margen para los libreros y distribuidores digitales como Amazon, no sufre ninguna disminución porcentual, aunque los envíos por correo de libros –otra paradoja que en este caso es ocultada por los políticos de turno— paguen lo mismo que una “civilizada” lata de chorizos, como ocurre desde España o Francia – en general desde la “culta” Europa-- a cualquier país de las Américas. En contraste –por cierto-- con la ley de correo imperante aquí en Aventura, que reduce a menos de la mitad el precio de cualquier envío de libros dentro de los Estados Unidos.

Aunque las versiones digitales de obras literarias hayan abaratado el acceso a la lectura, persiste la paradoja de que el menos beneficiado económicamente con tales progresos tecnológicos es el escritor. Los autores no solemos divisar beneficios en nuestros bolsillos, lo que no deja de entorpecer las vocaciones, también atenazadas por la avalancha de autores, por el diluvio de textos, sobre todo de poemas y más poemas.

Si en las artes plásticas –como observa Iván de la Nuez— se ilumina la flagrante paradoja de “la incongruencia de reprobar la desindustrialización del capitalismo y, al mismo tiempo, sublimar la desmaterialización del arte. Una contradicción, tanto intelectual como gremial, en la que se aplaude en campo propio lo que se desprecia en campo ajeno”; en las artes literarias se reprueba y desprecia la abundancia de autores y talleres literarios, ferias comerciales y críticas promocionales pagadas en revistas y periódicos; mientras a la vez muchos escritores se aprovechan o luchan encarnizadamente por entrar a ese mismo juego. La paradoja entre improperios y ruegos llega a ser grotesca, siempre ridícula.

En los circuitos literarios –incluyo la industria de enseñar literatura— aplica la ecuación del 1% de Thomas Piketty. En general se da la misma desproporción donde el 1% controla al otro 99%, que consciente y por lo general inconscientemente actúa según dicta la minoría hegemónica. Como apunta Iván de la Nuez, en el mundo del arte tenemos la misma desproporción, válida para las demás expresiones artísticas. Fenómeno tal vez edulcorado tras el fin de la bohemia y su refugio en los campus académicos, donde también se mantiene, más o menos, la misma ecuación del 1% que preconizara el economista francés.

La paradoja señala, sin embargo, un enorme sector de “literatos”, talento aparte o incluido, que vive en precario, como le sucede a la humanidad cuando comparamos el estándar de vida en Suecia con Cuba o México, Colombia o Venezuela… Hay, sin embargo, señales que por lo menos atenúan la paradoja del 1%, aunque ella atañe a las desigualdades sociales y es utópico pensar que disminuye entre artistas y escritores. Recientemente han surgido algunas acciones positivas en las universidades, como se aprecia en las clases de escritura creativa, la controvertida admisión de tesis con textos de ficción, las extensas vacaciones escolares de cada año, salarios generalmente adecuados, semestres sabáticos, financiamiento de libros y congresos…

Los escritores del sector, los clásicos autores de los géneros tradicionales, casi siempre hemos encontrado refugio en las universidades. Mientras hay otro grupo que forman guionistas de cine, televisión y radio; empleados en instituciones culturales y periodistas en diversos medios --como los recientes sitios webs--, y otros empleos que permiten mantenerse sin salir del sector cultural.

La paradoja es que la “cultura de la queja” suele evitar comparaciones con cuarenta años atrás. O culpa sin distinción a las injusticias sociales –corrupción, racismo, sexismo, regionalismo, politiquerías…-- del suicidio de algún poeta o el alcoholismo de alguna novelista, del cierre de una Casa del Escritor o la ruina de una librería. Sólo los escasos marxistas de manual aún creen en inferencias mecánicas entre economía y sociedad; entre neocapitalismo democrático al estilo de Francia o autoritarista al de China, respecto de las expresiones artísticas, de creadores y obras específicas. Pocas veces críticos amantes de la contextualización sociológica, pero para nada simplistas, como el uruguayo Ángel Rama –La ciudad letrada-- cayeron en tales simplicidades.

Sin embargo, usando “élite” en su acepción común de minoría y no en su significado etimológico de elección (elidere), quizás el 1% de la manida ecuación indique, generosamente, una paradoja inobjetable y justa, la que distingue a los escritores canónicos del resto –como enseña Harold Bloom--, con Shakespeare y Cervantes a la cabeza, abochornando a los multiculturalistas, propulsores de que el ciento por ciento de los gatos sean pardos, de que “todo es del color del cristal con que se mira”.

De otra parte, se amplía la paradoja –lo mismo que en las artes visuales o en la música— de que no puede entenderse la literatura contemporánea sin llevarla a las expresiones populares, que a la postre ascienden a la academia. Si Iván de la Nuez ve el fenómeno como inevitable para el arte, también puede verse como inevitable para la literatura. Las letras de las canciones folk de Bob Dylan recibieron el mismo Premio Nobel de Literatura que los austeros poemas de Louise Gluck. Un talentoso y bien remunerado ghost writer convierte las memorias de algún iletrado famoso en un bestseller… La expansión de los bordes suscita enconadas discusiones, pero quizás sea saludable recordar que uno de los grandes poetas de habla hispana de todos los tiempos, Francisco de Quevedo y Villegas, se movía con picardía y desenfado por la literatura de cordel –a la venta en los colgajos de los mercados madrileños-- y por la más refinada y conceptista creación poética. La paradoja es, por lo menos, muy vieja. Y procaz, se diría que mercantil. Aunque no haya relación --como ocultan los plañideros— entre éxito comercial y calidad artística. Las millonarias ventas de Cien años de soledad no le han quitado riqueza narrativa. Las frugales ventas de un poeta como Octavio Paz no le han quitado riqueza tropológica a sus poemas… El mercado influye, decide en el pan nuestro de cada día que el artista se lleva a la boca; pero parece quedar un intersticio libre, que por azarosas causas no depende del valor mercantil o la promoción estatal.

Tras la circense excursión por la cuerda floja de qué es arte y qué no, de la que obviamente no se exceptúa a la literatura, Iván de la Nuez enuncia como “contracción” una alarmante evidencia: “Hay un momento –años ochenta del siglo XX– en el que los artistas empiezan a contar su vida al revés (…) los currículos (…) comienzan en el presente y van retrocediendo en el tiempo”. Seguidamente se hace tres preguntas perfectamente aplicables a los escritores: ”¿No habrá aquí, entre tanta algarabía vanguardista, un claro horror al futuro? ¿No indica ese miedo la constatación de que ya no tiene sentido, como hacía la vanguardia, seguir buscando la relación del arte con la vida sino con la mera supervivencia? ¿Y no trasluce esto el boqueo angustioso de aquel Duchamp que se definía como un ‘respirador’?”

Las respuestas, en este caso, son personales, con un amplio margen de subjetividad. Apunto las tres mías bajo aprehensiones y dubitaciones enormes. Prever tiempos peores y elogiar tiempos pasados, ha sido una constante típica de la literatura quejumbrosa. El horror al futuro no lleva etiqueta clásica, neoclásica, barroca. Corresponde –se sabe perfectamente-- a estados psíquicos, no artísticos. Quizás lo único que distingue el horror de hoy de todos los anteriores es que se trata del nuestro. La percepción, al singularizarse, se vuelve subjetiva. En la Atenas de Pericles autores y actores estaban bajo la cantinela de que el mundo se iba a acabar. Se parecen a lo que vienen propugnando sectas apocalípticas, escritores y artistas influidos por aquellas poses nihilistas del más light existencialismo. Mientras tanto –edulcorada contradicción-- se acepta que es inevitable la búsqueda de las relaciones de la literatura con la vida, aunque ante los peligros de una conflagración nuclear no se exagera lo sombrío de respirar en este 2022, tras invasiones y masacres dignas de mogoles, aztecas o conquistadores españoles.

Como la literatura es la expresión artística más intelectual, es decir, la que más signos políticos y filosóficos echa al ruedo –incluyo el guion cinematográfico como forma de la literatura--, nada más coherente que observar en ella una menor independencia –autonomía-- social. Se sabe que comparte con la comunicación cotidiana su instrumento de creación: el lenguaje… Si Marcel Duchamp lo es, también Frank Kafka, James Joyce o Virginia Woolf son –o funcionan como-- respiradores.

Desde otro ángulo, debe enunciarse cómo la estandarización también afecta directamente a las obras de arte literario. El mercado del libro funciona como una transnacional, según se observa en la unión y subordinación de las casas editoriales a corporaciones gigantescas, que controlan desde la tirada de ejemplares hasta las traducciones, sitios digitales de venta y agencias literarias de New York o Barcelona; desde la Feria del Libro de Frankfort hasta la de Guadalajara o Miami. La “caza de capitales” no es privativa de las llamadas artes plásticas. La literatura desde hace rato, mucho antes de que la pintura estallara entre bienales y subastas, comparte el debe y el haber. Baste leer las espléndidas y amenas investigaciones de Robert Darton sobre la producción de libros en Francia a finales del siglo XVIII.

Le oí a Severo Sarduy, una tarde en que lo fui a buscar a su oficina en la parisina Éditions du Seuil, sus negociaciones con Carmen Balcells para obtener los derechos de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Ninguna diferencia con el regateo por unas toneladas de azúcar o un yate. La catalana y el cubano pugnaron como si no fueran viejos amigos de diners y fêtes… La estandarización de los bestseller campea en la industria del libro, ahora enriquecida con las copias digitales a una tercera parte del precio usual en papel. Y por lo general suele ser ajena a la calidad artística del texto, axioma válido para agentes literarios de cualquier latitud.

Se sabe que el único ídolo de los medios de comunicación es hoy en día el rating, También los índices de venta determinan los contratos de los escritores con las editoriales, desde los adelantos hasta los estipendios, a la izquierda del por ciento por ejemplar vendido. Apenas las editoriales estatales y las universitarias, junto a las pequeñas y a las vanity press, cubren un significativo sector de las publicaciones, cuentan con un respirador; pero en géneros como la novela o la biografía, el mercadeo no cree en lágrimas culturales, arma una despampanante paradoja con las ediciones para bibliófilos o para minorías-minoritarias. Sin redundancia.

Respecto de la autoridad –otra paradoja desafiante—es sensato observar su disfraz como interpelación. Iván de la Nuez aquí puede parecer exagerado, aunque lleva razón: “Nunca antes –dice-- la humanidad había conocido una manera tan feroz y cotidiana de interceptar, interrogar, maldecir o modificar obras, intenciones, autorías”. Lo que tal vez merece flexibilizar es “la imposibilidad de volver a un canon o una élite indiscutida”. Es falso, porque en realidad ni el canon ni la élite han dejado de existir, a pesar de los feroces ataques que han recibido.

Nadie podría predecir que no se produzcan ciertos retornos higiénicos, saludables. Aunque en Literatura parece haber consenso –según muestran las encuestas-- en que hipocresías sociales, mercados editoriales y multiculturalismos universitarios, aún no son capaces de tragarse a Shakespeare.

Tampoco parece totalmente cierto que hoy “nuestra capacidad descriptiva sea superior a nuestra capacidad teórica”. Un recorrido diacrónico muestra evidencias – a un costado de opiniones exageradas— de que las reflexiones teóricas a partir por lo menos del siglo XIX, se comportan como mareas altas y bajas. En tal sentido René Wellek en su monumental A History of Modern Criticism, demuestra que las novedades teóricas son imprevisibles. La vertiginosidad que experimentamos en nuestra vida cotidiana muchas veces nos impide tomar distancia de fenómenos –sucede ahora mismo con géneros híbridos o con poéticas neoclásicas— donde la obsolescencia puede ser una inesperada transgresión, basta con reír ante recientes descubridores literarios de la parodia. Lo más escandaloso del barullo, sin embargo, no está en los apocalípticos que avizoran el fin de la literatura, sino en cómo teorizan y dan conferencias y hasta seminarios postdoctorales sobre sus lapidarias disquisiciones. “Estética de la extinción”, se la llama con sorna... Y no merece detener mucho la mirada en ella, lo que en literatura se traduce por apenas leer unas páginas o la promoción descriptiva en la contraportada.

Tampoco merece mucha preocupación constatar la erupción de cientos de autores y obras. Aunque dificulta separar las cáscaras, no desvanece “las viejas interpretaciones”, ni tampoco “zozobran las hermenéuticas previas”. Se admite tal realidad con la misma ironía con que se aceptan los enigmas de las modas… Parece que sí sobreviven maneras de calificar las obras, sobre todo si se es consciente de que la “inercia” ante el fenómeno puede ser fatal. Tal paradoja para los empecinados –soy uno de ellos— radica en que criticamos las inundaciones – acabo de leer que a un concurso de novela en España se presentaron más de setecientas obras inéditas—, pero aún confiamos en que el jurado sepa cribar, por supuesto que sin excluir la falibilidad –a veces la honradez-- de los encargados de armar la escalera, medir, formar el canon. ¿Cuántos escritores critican los concursos y a la vez envían a ellos sus originales? ¿Cuántos libros premiados no se venden ni a un rastro de chatarra? Lugares comunes… Sobrevivencia de un inefable gusto literario apoyado en el canon.

Enunciada como otra paradoja en el arte de hoy, las obscenidades que atañen a la función del arte y la literatura tienen tela para mucha ropa, cortada para cualquiera de las estaciones y latitudes donde el mercado manda, es decir, para el planeta. Pero los que tuvimos la desgracia de estudiar bajo un régimen totalitario, de corte marxista-leninista aderezado con caudillismo tropical, pensamos que hablar de función en sociedades groseramente sectarias, donde a la educación y los medios les bajan las orientaciones de lo que Octavio Paz llamó “cielo ideológico”, rebasa el calificativo de “obsceno”. Llega a ser hediondo.

Sin embargo, las asquerosidades teóricas y prácticas bajo un régimen represivo ya no son tan burdas como cuando el comunismo, el fascismo, el nazismo… Hoy la paradoja de la función de las expresiones artísticas, y sus consiguientes estructuras de fluidez o detención, suele ser muy sutil. Salvo, como apunté antes, en regímenes autoritarios como Rusia y en países de represión mucho más burda: Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Irán…

Quizás lo sensato en literatura es hablar en plural, es decir, de funciones. E intentar que ese closet quede limpio de trucos y veredictos, aunque uno sepa que tal empeño siempre ha sido una quimera, un reconocimiento aquiescente al Albert Camus de Le Mythe de Sisyphe, que abre, como se recordará, con una cita de Píndaro: ”No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible”. Limpiar las funciones del arte literario de tantas guillotinas y juegos bursátiles es también agotar el ámbito de lo posible. Iván de la Nuez se hace una pregunta de respuesta implícita: “¿Cómo hacer para que la combinación entre activismo social, currículo artístico y retribución económica no resulte obscena?”. La respuesta siempre va a estar implícita porque la pregunta sabe que la “combinación” casi siempre es letal o inútil o cínica… Hasta hoy ha sido obscena o por lo menos nunca libre de las testarudas paradojas.

Una penúltima paradoja –la última va en el párrafo final de este carcaj cuyas flechas son más sustanciales que dar en la quimera del blanco— atañe a la evidencia de que la meta siempre es volante, nunca se llega a lo contemporáneo, por lo que la paradoja lejos de plegar su absurdo, abre una sonrisa contra la defunción de las letras de hoy.

Tal vez en el siglo XXII sólo queden Shakespeare y Cervantes, pero mientras tanto no es sensato firmar ninguna acta de defunción. Las cámaras de incineración de las funerarias literarias no podrán con los volúmenes canónicos, salvo que el epílogo sea de la especie, del planeta, situaciones que no se descartan en las predicciones bíblicas, en la numerología, en los oráculos del I Ching y de las libretas de la religión Yoruba o Santería, en los congresos sobre el calentamiento global y en cualquiera de los mensajes que predicen --artes incluidas-- la hecatombe.

Cierro o abro con otra paradoja, a sabiendas de que la enumeración no puede concluir porque entonces no podría ser de hoy. Se trata de la dos veces milenaria paradoja que el poeta latino Quinto Horacio Flaco nos legó hasta este hoy volandero, cuando dijo que el arte tenía que ser dulce y útil. Podría decirse que las paradojas en literatura las generaliza su conocida frase: “Omne tulit punctum qui miscuit utile dulce”.

Refresco su siempre problemático contenido, asolado por las modas, depredado por fronteras retóricas: Lo dulce atañe a la expresividad, lo connotativo, los artificios de las obras, la imaginación y la fantasía que el texto muestre, su originalidad o sesgaduras frente a la tradición… En lo útil suele empezarse con el tópico de la teoría literaria que enuncia la sabiduría que proporciona la obra, lo que ha abierto enconadas polémicas sobre las nociones de “lo sabio”. También hay que comenzar en 2022 por las cámaras de comercio del libro, las editoriales globales o transnacionales, los ratings de venta… Y aún dentro de lo útil, por los afanes para que la literatura esté al servicio de determinada causa, bajo los dictados de religiones, ideologías, voluntades mesiánicas, doctrinales, combativas. Muchas veces subordinando el placer de leer a fines comerciales o escolares, donde pugnan los valores recreativos –de entretenimiento— con los sapienciales. Fenómeno, por cierto, que se reduce y casi llega a desaparecer cuando leemos Guerra y paz, Madame Bovary o Moby Dick; cuando nos sentimos distintos mientras releemos un poema de César Vallejo o de Emily Dickinson.

Iván de la Nuez termina su indagación con una frase desiderativa: “Quizá valga la pena apostar por un arte que, más que actual, resulte anacrónico. Un arte que deje de rentabilizar su despedida e ilumine nuestra supervivencia”. Pero obsérvese que coloca un “quizá” para advertir que apenas se trata de un sueño. Las paradojas de la literatura hoy “quizá” también aspiren a exhibir un poco de anacronismo, no se despidan sino lleguen de otra forma, sueñen distinto.

 

José Prats Sariol 
Cuba, 1946. Ha publicado las novelas Mariel, Las penas de la joven Lila y Guanabo gay, así como los libros de cuentos Erótica, Cuentos, Por sí o por no y Delusions. Narraciones y ensayos suyos han sido traducidos y editados en Europa, América Latina y Estados Unidos. Su más reciente libro de crítica literaria fue Obra Selecta, Valencia, Ed. Aduana Vieja, 2021. En 2022 aparecerá su novela: Diarios para Stefan Zweig.

Material enviado a Aurora Boreal® José Prats Sariol. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de José Prats Sariol.

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