El escritorio
Desde que Bryce Echenique escribió La vida exagerada de Martín Romaña y sus cuadernos de navegación en un sillón voltaire, no veo momento más propicio que el generado por esta actual pandemia, para reconocer que el verdadero viaje de descubrimiento, como dijo Proust, consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos. De esta experiencia sensible vivimos los escritores, así que el autoconfinamiento es algo usual en nuestras vidas.
Parte de la metodología del escribir es imaginar desde donde estemos sentados, sea silla o sillón, otros escenarios. Yo escribo sentada en una silla con soporte lumbar, cojín amortiguador y patas giratorias que me permiten separarme de la mesa cuantas veces lo necesite solo con deslizarme suavemente y sin hacer ruido. Mi silla es importante porque vivo sobre ella por varias horas al día y es en ella que desarrollo el deseo por la mirada panóptica de las ficciones. Pero antes de que esto ocurra y ponga en orden las palabras que voy a teclear, el paisaje material que acostumbro a ver desde mi silla, estos días adquiere una inusual importancia como paisaje raíz, desde donde nacen los otros paisajes. Un ámbito de trabajo, creación y estudio que hay que valorar estos días como parte de esta nave cotidiana en la que nos toca viajar confinados.
Algunos tenemos muchas cosas en la mesa de trabajo que en su mayoría son útiles, o recordatorios materiales de los pendientes por hacer. Pequeñas señales que vamos acumulando por semanas y meses y que pueden ser desde facturas, tarjetas de presentación, agendas, notas en pedazos de papel escritas de prisa, hasta monedas sueltas. También hay mesas despejadas donde solo sobresalen los repuestos para la tinta de la impresora, los clips, los marcadores, las fundas de anteojos, las llaves USB, los libros por leer, los que estas leyendo y los libros que ya leíste. Alguna tijera, una jarra que estas tomando con café o ya tomaste y queda allí por horas, también suelen ser parte de este paisaje. Frente a esta colección de objetos que buscan un orden sobre la mesa en mi caso hay también otra colección de objetos en la pared que miro. En ella cuelgan membretes de identificación para eventos pasados, recortes de periódico, más libros, fotografías, botones, prensas, hojas secas, un fósil en piedra caliza y un frasquito con goma. Los objetos han sido puestos arbitrariamente a lo largo de los años y tienen también su dosis de protagonismo cada vez que levanto la mirada del teclado por encima de la pantalla y reconozco alguna perdida historia que rescata mi conciencia y está relacionada con alguno de ellos. Es muy probable que algunos de estos objetos sean parte de varias escenografías literarias también. Otra parte importante de este paisaje material de la silla de trabajo, es lo que tengo a mi espalda que consiste en un librero ocupado por libros ordenados según el temario de los cursos que imparto. También cuelgan cintas de los estantes con prensas de madera de colores que alguna vez fueron muy bonitas y ahora no se ven, por estar prensando una gran colección enorme de papeles. Algunos son dibujos, más fotografías, facturas, números con cuentas y contraseñas que ya he cambiado pero no me he desecho aun de ellas. Si vuelvo a ver a mi derecha estratégicamente está a mi alcance mi diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, que me acompaña desde la universidad y sigo consultando. Si vuelvo a ver a mi izquierda se encuentran las decenas de fotocopias para mis cursos y la resma de papel blanco, que suelo tener para que no me falte. En el suelo se encuentran las culebras que son el mundo de los cables muy temidos por mí. Es un submundo atrapa polvo que enreda al cable de la impresora con el cable de la computadora con el de los cargadores del celular y la Tablet. Como buen submundo por la noche brillan allí varias lucecitas. Algunas fijas, algunas titilantes me recuerdan que todo está bajo control siempre y cuando haya electricidad e internet. Pero también sin internet desde esta silla recorro paisajes lejanos en el tiempo y el espacio. Desde aquí he ido al mar caribe, a la isla de Mallorca, al pasado remoto de mi infancia, al día en que me accidenté y me quebré una pierna, a los caminos de Guanacaste y hasta una vuelta en bicicleta por el centro de Bilbao. Pero no todos estos tours son pintorescos. La silla al igual que el sillón de Echenique me ha llevado a recorridos dramáticos, íntimos y hasta escalofriantes de mi psiquis, donde solamente la catarsis mental que la ficción aporta, le pone fin con el mismo punto final de la historia creada.
No puedo dejar de mencionar como contrapunto mi ventana. Porque dichosamente tengo a mi derecha una ventana por donde entra la luz en diferentes tonalidades a lo largo del día. De luz blanca a luz rojiza es la gama que rebota sobre la impresora y las vetas que tiene la madera desde las 7 am a las 6 pm. Mi ventana enmarca un árbol Erythrina poeppigina o poró que florece en rojo cada verano y me dice que la vida sigue sus ciclo biológicos más allá de mis ciclos creativos. Es un polo a tierra necesario para las mentes viajeras, las que hacen paisajes desde una silla y prescinden del clima.
Un llamado a aterrizar siempre es necesario para volver a la orilla y anclar la nave. Siempre hay que reabastecerse. Revisar el estado de las provisiones y la misma nave. Deslizar la silla y levantarse. Hacer sentadillas, estirar los brazos, darle vueltas a los glóbulos oculares, comer unas aceitunas y recordar cuál es nuestro nombre, el que tiene la edad del recorrido y sigue estando dentro de nuestros zapatos, antes de seguir al frente de la silla que navega.
LA ESCOBA
De todos los objetos de la casa no hay quien viaje más por los cuartos que una escoba. Todos los rincones de la casa le son conocidos y tarde o temprano termina su recorrido en el puerto del cuarto de pilas o la lavandería. Todos hemos barrido en una acción mecánica de apuñar el polvo y la basura frente a una pala gracias a Shakers que en el siglo XIX la cambió de redonda a plana. Las manos dan cuenta de su utilidad cuando se mueven y se armonizan con su sistema.
Un grupo de cerdas plásticas o vegetales, antes sorgo, coronadas por un trozo de madera y un palo circular, siguen acomodando en su baile vidrios rotos, hebras, pelos, monedas y hasta anillos. No todos tocamos violín pero si, hombres y mujeres tocamos la escoba en algún momento. Y aunque algunas personas dicen que vuelan sobre ellas las noches de luna, por lo general son más bien, un polo a tierra que nos recuerda el valor del trabajo de las manos y de la vida doméstica. Valor que ejemplifico con este maravilloso poema de Neruda, que transcribo en parte:
Me declaro culpable de
no haber hecho,
con estas manos que me dieron,
una escoba.
¿Por qué no hice una escoba?
¿Por qué me dieron manos?
¿Para qué sirvieron
si sólo vi el rumor del cereal,
si sólo tuve oídos para el viento
y no recogí el hilo
de la escoba,
verde aún en la tierra,
y no puse a secar los tallos tiernos
y no los pude unir
en un haz áureo,
y no junté una caña de madera
a la falda amarilla
hasta dar una escoba
a los caminos?
Así fue:
no sé cómo,
se me pasó la vida
sin aprender, sin ver,
sin recoger y unir
los elementos…
La escoba es el recuerdo de la tierra y el cielo dentro de nuestras casas y por lo general hace pareja con el trapo para el piso, descansando ambos en el cuarto de pilas o en la lavandería. Parte de la casa que es también el lugar para el reposo de las herramientas y las máquinas. La lavadora inventada por Alva Fisher en 1901 inicia y termina sus ciclos allí al igual que la plancha, que aunque ya existía de carbón en 1882, es inventada en su versión eléctrica por W.Seely dedicándose a estirar los tejidos y fijar los pliegues. A veces se cose allí mismo si se tiene una máquina, de la misma manera que se cosía en 1750 y se corta madera con una caladora o sierra de vaivén, sino es que solo permanecen en remojo pañuelos y medias dentro de una palangana esperando el nuevo día.
Pero puede haber de todo en ese último cuarto. Desde una colección de herramientas nuevas a piezas para repuestos viejas e incompletas, porque ya cumplieron su función, aunque sigan allí, junto a la escoba, por si acaso se les ocupa en el futuro. Todo sirve como dicen.
Es el cuarto misterio de las casas. Algo así como el inconsciente colectivo que habita en sus dueños, donde se expresan las relaciones con el dinero, el tiempo, los oficios y las manos. Pliegos de lija que sobraron del último arreglo cuando alguien se fue, alguien vino o todos se mudaron. Trapos para el piso que fueron antes camisetas, pedazos de paño, partes del cuido que envejecieron con nosotros. Sobros de pintura, de aguarrás, brochas medio secas, cera para autos, limpiavidrios, desatoradores, siliconas y aceites, aguardan al uso y a la utopía.
También máquinas secadoras de ropa que suenan como jets, aspiradoras tubulares de última generación o simples plumeros de aves muertas hace tiempo, dan cuenta de cómo esta de limpia una casa, de cuanto cuesta en artefactos y artilugios, y de cómo se administra el tiempo de ocupación de los que la habitan. Por los estantes podemos ver martillos, serruchos y taladros, abriéndose paso junto a rollos de alambre, cepillos de metal, tijeras y algún calcetín sin pareja como si se tratara de la misma, compleja y diversa vida social.
No es raro que guarden secretos y escondan tesoros estos lugares donde más que negociar y hablar, se procede. Un conejo, una zapatilla de cristal, un disfraz de fantasma o una escoba puesta boca arriba, para que alguien se vaya pronto, o para que llueva arando el cielo, pueden aparecer cualquier día, como pueden desaparecer, por arte de magia, las pequeñas cosas valiosas dentro de un maletín de un ladrón. Si. La escoba sigue allí apuntada como siempre al próximo baile.
EL CUARTO DE BAÑO
En esta nueva lectura de la realidad donde el afuera se mantiene en tratamiento profiláctico enexorable, nos volcamos al adentro de nuestros paisajes. La casa es la nave en estos días, así que un paseo por sus paisajes no solo da cuenta de las acciones que en ella se realizan, sino también de cuánto del mundo vive allí. En la casa caminamos, nos sentamos, vemos fotografías, oímos música, limpiamos, ordenamos, leemos, conversamos por teléfono, chateamos y vamos al baño generalmente para restaurarnos. Un baño de casa no es un baño de campamento ni mucho menos un santuario. Hablamos de los baños domésticos donde nos espera el espejo con sus identidad comparativa y el agua con su sonido perdido de pleistoceno.
Usamos el baño de una a varias veces al día si lo tenemos cerca. El pacto es cerrar la puerta y dejarse seducir por su poder de transformación. De lo sucio a lo limpio, de lo lleno a lo vacío, de lo gastado a lo renovado, de lo feo a lo bello, de lo invisible a lo visible. Le debemos mucho a este espacio y a todo lo que hemos ido incluyendo en él. Me refiero a sus cosas. A esos objetos que han llegado hasta ese rincón pequeño de la casa sin prestarles atención, a no ser que cambiemos de domicilio y entonces ponemos en una bolsa lo que nos llevamos aunque lleve años en el mismo lugar sin uso, siendo visto sin ser visto como un arete sin pareja. Los baños son la historia de otros baños que llegan hasta nosotros con sus transformaciones de uso. Podemos encontrar en ellos jabones, cepillos de dientes, pasta de dentífricas, cremas faciales, champú, papel higiénico, tijeras, desodorantes, esponjas, sales, secadores de pelo, rasuradoras, toallas desechables, pastillas y antiácidos, agua oxigenada, alcohol y aplicadores, prensas de pelo, prendedores, cadenas, aretes, aceites, hilos dentales, artículos para maquillar, alfombras, tapetes, espejos, bloqueador solar, esparadrapo, curitas, cortaúñas, aplicadores, piedras pómez, esponjas marinas, pintura de uñas, repelentes, yodo, pomadas anestésicas, micóticas y antiinflamatorias, cajitas decoradas, desodorantes ambientales, desinfectantes, enjuague bucal, perfume, cloro, patitos amarillos de goma, baldes infantiles, tijeras y limas entre otros muchos testigos de nuestra pelea con el tiempo, la salud y la belleza.
Pero también los baños tienen su parte oculta. La historia secreta de su uso que va desde el consumo de drogas, la llamada al amante, las resacas curadas a bocajarro del inodoro, el sexo en las esquinas o el llanto frente al espejo. En el baño se puede morir o se puede nacer. Alguna teoría que cambió al mundo es muy posible que surgiera en un baño sobre un inodoro. En realidad cualquier cosa puede pasar en él siempre y cuando tenga agua y cuerpos que lo ocupen. En estos días de reclusión por la pandemia la importancia de los objetos domésticos está siendo valorada en su función de compañía, así que no está mal saber desde donde llegaron algunos de estos objetos al WC, a la toilette, al servicio sanitario, llámese baño. Los objetos viajan y con ellos las economías y las culturas. No es lo mismo un jabón artesanal del barrio que un jabón industrializado que viene de lejos. Esa mezcla de aceites con potasio, resinas y sal originado en Mesopotamia y que los romanos pusieron de moda en occidente, salvó a muchos de pestes pasadas y abandonos afectivos. Tampoco es lo mismo, estéticamente hablando, un desodorante en spray que un poco de bicarbonato de sodio en los sobacos. Desde la aparición del primer desodorante marca Mum en 1888, pasando por los antitranspirantes y los poco industrializados de piedra alumbre, tenemos un llamado a la socialización que inicia en el baño. Así también el paño que ya se usaba en Pompeya a la salida de los baños y la pequeña toalla, llamada tualia para secarse las manos que ya era utilizada desde tiempos de Pilatos como todos recordaran. Los turcos nos heredaron la toalla de hilo con bordados, utilizada en sus baños de vapor y que el paso del tiempo y el proceso de industrialización de los textiles, convirtió en un tejido afelpado con mayor capacidad para capturar la humedad.
Este viaje histórico de los objetos del baño nos devuelve a una gruta, a un pedazo de río o una ola del mar cada vez que nos bañamos.
Somos el transporte de las cosas. Metemos en bolsas los objetos adquiridos y luego los colocamos en sus lugares recordando culturalmente otros lugares y otros momentos. También los objetos nos transportan. Un lápiz de labios que inicialmente era hecho con pigmentos de cochinilla y ceras de abeja, y ahora es hecho con pigmentos y grasas, nos lleva a la boca sin remedio. A la boca como entrada al deseo, a la belleza y con ella a la personificación. Nos trasladamos gracias a un objeto a escenas que no existen. Activando comportamientos que usualmente duermen.
Un anillo nos transporta a un pariente que nos los heredó o a un mercado donde lo compramos, como también un perfume lo hace al llevarnos con su olor a un momento de la escuela o a la primera vez que fuimos al cine.
Hace 5000 mil años usamos el peine y quien sabe a partir de hace cuantos años, le pegamos a ese pedazo de hueso con ranuras, cerdas de pelo de animal para deshacer nudos, hasta convertirlo en el cepillo que actualmente nos ordena la imagen frente a los otros y nos pone aceptables para la tribu.
No es hasta inicios del siglo XX que nos rasuramos en el baño con navajillas de afeitar. El afeite con navaja y brocha espumeante no era cosa de todos los días y llevaba su cuota de riesgo hacerlo. La tecnología se introdujo con las maquinillas de afeitar eléctricas, los secadores de pelo, los masajeadores de pies, los tanques de agua caliente y los cepillos de dientes eléctricos, tataranietos de un cepillo de dientes cuya origen se remonta al año de 1468 cuando un emperador chino hiciera poner cerdas de pelo de puerco en un pedazo de hueso.
Seguimos limpiándonos los dientes frente al espejo hecho originariamente en Alemania, como una delgada capa de plata junto al vidrio que antes era obsidiana pulida.
El espejo sigue siendo el tiempo que nos mira como suma de pasado y como futuro por venir, para el personaje que soñamos ser, el que somos y el que hemos sido. No hay duda de que el espejo es el gran trono de nuestro interior aunque llamemos trono al inodoro. El agua cae sobre nuestras cabezas y nos rebautizamos. El jabón hace espuma y nos limpiamos, los cosméticos cubren y nos escenificamos, los cepillos acicalan y recordamos que somos mamíferos. Así cada cosa nos transporta y así cada cosa llega de otros tiempos y lugares. Los viajes nos rodean en cada territorio de la casa que de pronto se ha convertido en un puerto de una isla.
Finalmente el inodoro utilizado ya en la India y Creta dos mil quinientos años AC, llámese también letrina, retrete, escusado, sanitario, etcétera, también ha tenido sus vaivenes según los usos y la filosofía del momento. De más a menos privacidad, de más a menos funcionalidad y de más a menos decoración según el valor que se le tenía al cuerpo, al pudor y a la higiene. Lo que nunca ha dejado de ser es desahogo y cloaca de lo que comemos y por lo tanto da cuenta como último reducto de la cadena alimenticia de quienes somos parte.
No hay que dejar de lado otras versiones del cuarto de baño que aunque no sean parte de la vida en las ciudades, siguen utilizándose, como los temascales (la casa donde se suda), antiguos baños purificadores prehispánicos, los saunas nórdicos y los baños naturales de los bosques con sus hojas de árbol frescas y listas para servir de papel higiénico, en el sentido contrario a lo que sirven los árboles como materia prima en la producción del mismo papel.
WC: un pequeño aposento que debe mantenerse limpio o de lo contrario olerá y cultivará gérmenes a la medida de los olores de sus usuarios. -Voy al baño- así empieza el paseo que no deja de maravillarnos con la posibilidad de jalar una cadena que succiona hasta las capas del subsuelo o el centro de la tierra según la magia con la que vivamos, el agua y su materia y gira (gracias a Coriolis), como el mundo a veces lo hace, hacia la izquierda en el hemisferio sur y hacia la derecha en el hemisferio norte.
LA COCINA
Del ámbito de lo doméstico no hay lugar que sea más ejemplo de confluencia de las culturas materiales, entre especies, disposición de las herramientas y procedimientos, que la cocina. Sus fogones y utensilios son el resultado de muchos otros fogones primordiales preservados desde hace 1,9 millones de años. Época en que andaba el Homo Erectus jugando con ramitas y piedras, que da evidencia de una dentadura ya más pequeña como resultado del consumo de alimentos cocidos. La cocina también modifica además de la dentadura, la posición del cuerpo al cocinar en el suelo, o al hacerlo a la altura de la cintura.
Cocinar también es conservar. La investigación que hicieron los primeros cocineros nos ayudó a guardar comida, a secarla, fermentarla y salarla. Esto nos permitió dejar de ir de caza por un buen rato, para sentarnos a pensar en el futuro y diseñar formas que preservaran aun mejor los alimentos, como esterilizar y pasteurizarlos, y con eso tener más disponibilidad de alimento todo el año, para un cerebro que consumía ya más proteína y azúcar, debido a su aumento de tamaño sinónimo de mayores posibilidades de hacer funciones complejas. Desde construcciones a relaciones sociales.
Comer es vivir. Del fuego de antiguas cavernas a las plantillas vitrificadas se trata de transformar lo crudo en cocido y la materia en bocado y alimento para el cuerpo y la psiquis. Las cocinas como lugar de subsistencia, producción, preparación y transformación tienen la magia de los elementos simples, tanto como de los complejos, y sus herramientas son un buen ejemplo de análisis antropológico y cultural.
Cocinas con utensilios de marca, con colecciones de cuchillos de carbono, ollas de acero y cobre, recipientes de porcelana y vidrio temperado, máquinas trituradores, extractoras, licuadoras, batidoras, exprimidoras, tostadoras, etcétera, dan cuenta del poder adquisitivo de sus dueños, aunque no necesariamente de sus dietas, porque muchas veces las maquinas como suele suceder con ciertos autos de lujo, o zapatos de marca, prácticamente solo se muestran y no se usan.
Cocinas con chorreadores de café, platos de plástico, ollas de aluminio y fuego de leña o de plantilla de gas, dan cuenta del poder adquisitivo de un sector que subsiste y no colecciona. No colecciona alimentos en una despensa porque solo se puede comprar lo diario y no colecciona ni ollas ni platos porque lo importante es comer.
Cocinas minimalistas donde a primera vista solo se observan los muebles y todo esta guardado, dan cuenta de las tendencias a mostrar la belleza como una imagen que paraliza la verdadera experiencia vital. Cocinas con grandes congeladores y neveras como resultado de las ideologías de un esperado fin del mundo, donde habitan los que cocinan con miedo a no tener y a no ser sin tener. Por el contrario cocinas desordenadas y con abundancia de sobros en las refrigeradoras, dan cuenta de espíritus ahorrativos, o poco concentrados en la nutrición, por ser presencia activa en otras áreas de lo doméstico.
También podemos, además de esta lectura de la cultura material de nuestras cocinas, hacer otras lecturas: Recetas guardadas en la memoria y en la práctica. Pequeños tesoros como viejos limpiones de una abuela, jarras con insignias, imanes turísticos, moldes que se prestan para diferentes ocasiones, remedios que se toman de pie, viendo por la ventana, como quien se cura con el mismo resplandor del fuego antiguo, el que da abrigo y también el que es recuerdo del útero que nos contuvo algún día tibios y seguros. Fragua de fraguas, génesis y origen.
Generalmente en las cocinas hay azúcar, café, aceite, sal. Todo un sistema digestivo expresado entre utensilios, rituales y bolsillos que nos dan identidad cada vez que maniobramos su espacio, sin saber que el azúcar que tenemos trae consigo el viaje de la esclavitud; el café el viaje de la colonia; el aceite, el viaje de los monocultivos y sus consecuencias; la sal, su viaje inicial de ser ofrenda ceremonial, a ser luego pago por trabajos realizados en la época romana. Y es de allí que proviene la palabra salario precisamente.
La vieja identidad del fuego que todo lo transmuta como dice la alquimia para convertir los metales en oro, es una buena analogía de este gran sistema de la vida biológica y material que se procesa en las cocinas. Da cuenta que somos también la historia de las cosas que nos rodean y estas a su vez la historia de los seres que las utilizan, las valoran y las crean.
Dorelia Barahona Riera
Costa Rica, 1959. Estudia Bellas Artes y Filosofía. Es Licenciada en Filosofía y posee una maestría en Teoría del Arte ambos dados por la Universidad de Costa Rica. Escritora de ensayos, y novelas. Profesora de la Universidad Nacional en el área de Estética y Filosofía del Arte, donde también desarrolla su labor de investigación en el campo de la estética. Es también guionista, articulista y pintora. Inaugura su trabajo literario con la premiación de su novela De qué manera te olvido (1990, Premio Juan Rulfo,1989). De temática situacional se centra en la construcción de personajes que internalizan territorios. Su prosa es coloquial y sumamente descriptiva en imágenes incluyendo, al paisaje como un tercer cuerpo literario. Otras de sus obras son: Novela: De qué manera te olvido (1990, Premio Juan Rulfo, 1989), Retrato de mujer en terraza (1995), Los deseos del mundo (2006), La ruta de las esferas (2007), Milagros Sueltos (2008, novela colectiva de siete autores), Zona Azul (2019), Ver Barcelona (2019). Cuento: Noche de bodas (1991), Un amor posible (1994), La señorita Florencia y otros relatos (2003), Hotel Alegría (2010). Poesía: La edad del deseo (1993), Fuera del Club (2018). Teatro: Doña América (2006), Y.O. Yolanda Oreamuno (2010).
Material enviado a Aurora Boreal® por Dorelia Barahona. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Dorelia Barahona. Fotografía © Dorelia Barahona Riera