El García Márquez más desabrochado

In Memoriam
1927 - 2014 †

Referirme a la universalidad y grandeza del legado literario de quien acaba de iniciar el viaje que todos tenemos marcado en la agenda desde nuestro nacimiento, sería volver sobre lo ya dicho y repetido por centenares de sus amigos y lectores. Quisiera, en vez, evocar al hombre tropical, al caribe dicharachero y coqueto, a la figura políticamente incorrecta e incluso incómoda que nunca, o casi nunca, se vendió al establecimiento, que amó el poder y veneró a los poderosos, que fue célebre por su "memoria de elefante" y su amor por Garcilaso, Faulkner, Hemingway y Virginia Woolf... En fin, al hombre que conocí en ciudad de Panamà una noche húmeda de abril de 1977 en casa del escritor Rogelio Sinán, apodado por sus amigos y colegas panameños "El Mago de la Isla".

ggm guardia 400
El ambiente de la ciudad durante esos meses era de un calor profundo, calor de mediodía, sitiado por múltiples querellas y contradicciones. Y es que Omar Torrijos y Jimmy Carter, asesorados por juristas conocedores de los intríngulis de la geopolítica y el Derecho Internacional, se encontraban negociando el tratado que meses más tarde, el panameño y el norteamericano firmarían, en la sede de la OEA en Washington. Pocos eran los satisfechos con la agenda de lo que se negociaba en el convenio. Entre éstos había de todo: políticos ambiciosos, estudiantes exaltados, internacionalistas decepcionados. Quizá, por eso, la presencia de GGM aquella noche de abril en casa de Sinán fue recibida con una mezcla de escepticismo, curiosidad y desconcierto. Recuerdo que él y Mercedes llegaron puntuales a la cita a la que habíamos sido convocados seis o diez de los más allegados del anfitrión, mejor dicho, aquellos que ya éramos conocidos como miembros del "sanedrín" del poeta y novelista panameño. Debo decir que mi marido, Ricardo Alfaro, y yo éramos de los que nos encontrábamos insatisfechos con el contenido que comenzaba a conocerse del Convenio. Sin embargo, eso no impidió que Sinán nos invitara a que lo acompañáramos. Y que él mismo nos solicitara que le expusiéramos a García Márquez nuestra posición beligerante. "Lleguen temprano" me dijo en el teléfono, "así podrán conversar con el cartagenero sin testigos que los incomoden." Pero antes de colgar me solicitó un favor apenas razonable: que localizara al director de teatro panameño José Quintero, célebre por sus atinadas puestas en escena de las obras de Eugene O'Neill en Broadway, y lo invitara a la cena donde, repito, menos de una decena de personas habíamos sido convocados. "Gabo me ha dicho que quiere conversar con él sobre la posibilidad de que lleve a la pantalla Cien años de soledad". Cerramos aquella conversación tras convenir que lo mío era asunto de localizar a Quintero quien se encontraba de paso en Panamà en esos días y ponerlo al tanto del día y la hora de la reunión.
Cuando vimos llegar a los García Márquez, él, más bien parco, algo tímido, gran observador y ¡oh sorpresa!, sin sus conocidas camisas de colores estridentes, me di cuenta de que el creador de la estirpe de los Buendía, Remedios la Bella y Ursula Aguarán, venía en plan de conocernos y escucharnos. A fin de cuentas, aunque estaba en su patio y que de siglos atrás conocía los humores y sufrimientos de esta tierra panameña de siestas sin horario, hombres enamoradizos, mujeres que comenzaban a despertar de un letargo de siglos y de coroneles que sabían mezclar el aguardiente con unos bien templados poemas de Garcilaso y Luis de Góngora, lo que el colombiano buscaba, al aceptar aquella invitación, era conocer el otro lado, la otra visión, el otro rostro del panameño: ese que no calza en el marco de los estereotipos. Quizá, por eso, hizo un aparte largo con nosotros, nos retó a que le habláramos del Panamá de intramuros que estaba a punto de desaparecer, de nuestras comidas, de nuestras ambiciones, del porqué de nuestros desacuerdos con algunas partes del contenido del tratado, del rol que nuestros antepasados habían tenido en la fundación de la república, y de tantos otros asuntos que ya se perdían entre un montón de papeles viejos y de historias que se le antojaron acaso parecidas, si no idénticas, a las que sus abuelos Nicolás Márquez y Tranquilina Aguarán le habían contado en su niñez y que él siempre supo que eran ciertas, aunque tuvieran cariz de mitos y sabor de magia tropical.
Estábamos en eso, conversando a nuestras anchas y él, comenzado a perder la timidez y a coquetear con algo de descaro, cuando hicieron su aparición José Quintero y un río, no, cientos de curiosos que invadieron la casa de Sinán aquella noche: ladrones de la intimidad y de la calidez que comenzaba a reinar entre nosotros. Fue entonces cuando Sinán nos invitó a que nos recluyéramos en su estudio: un puerto seguro para el diálogo íntimo, ese que abre el camino a los relatos que seguramente el novelista recogería y transformaría más tarde, gracias a una prosa teñida de nostalgia, y dueña de adjetivos y verbos que le permitieran poner al revés, y sobre todo dar luz, al oscurantismo propio de esa palabrería costumbrista con la que nos habían saturado los escritores de la región durante demasiado tiempo.
Se sirvió la comida, corrió el vino, el wiski, el ron, la sempiterna Coca Cola, llegaron los fotógrafos –no podían faltar-, y ya más a sus anchas, GGM se enfrascó en un diálogo cómodo o incómodo, no recuerdo, con el grupito que lo acompañábamos y que quedaríamos fijos en el lente de la cámara: Eligio Salas, entonces rector magnífico de la Universidad de Panamà, Berta Cabezas (la compañera de Sinán de muchos años), Jorge Turner (un escritor panameño radicado en México desde hacía muchos años) Stella Calloni (una fogueada periodista de opinión, exiliada de su país por los militares argentinos) y desde luego, Mercedes Barcha –la Gaba, tal como ya para entonces apodaban los amigos a la inamovible y tierna compañera del mujeriego "encantador de Aracataca". Nos despedimos de a beso, tal como debía ser, ya rotas las barreras iniciales, y sobre todo con promesas de volver a reunirmos. Me apodó "Gloria, la gloriosa" y me juró amistad eterna. Pensé, eso sí, que aquel diálogo, que el espíritu de franqueza, casi de intimidad que nos había unido aquella noche no volvería a repetirse. Me equivoqué. No contaba con la memoria exacta de este caribeño que recorría el mundo grabando rostros y anécdotas, con avidez de brujo y corazón sin límite.
ggm Gloria Guarda 002Muchos años más tarde, cuando volví a coincidir con el maestro, me saludó recordando aquella cena panameña. Era lo último que esperaba. Esta vez, los anfitriones eran nada menos que los reyes de España y la Real Academia Española. Se celebraban en Medellín y Cartagena los 80 años del colombiano universal y tal cual, como en los relatos más fantásticos del escritor, ahí estaban, desabrochados y en plena algarabía, desde Rafael Escalona, cantando vallenatos e improvisando coplas a las mariposas amarillas, pasando por el mexicano Carlos Fuentes, sin olvidar al académico español Víctor García de la Concha y al expresidente Bill Clinton: estos últimos enterrando, de golpe, la más tiesa racionalidad occidental y recogiendo el guante del delicioso estremecimiento que conocemos sólo en el instante más profundo de los sueños. Se acercó a la mesa donde me encontraba en compañía de unos amigos personales suyos a quienes no veía desde hacía tiempo: el lingüista colombiano Carlos Patiño Rosselli y la historiadora Teresita Morales de Gómez, nieta del presidente Marco Fidel Suárez, quien había formado parte del grupo que lo acompañara a Estocolmo a recibir el Nobel. Preguntó por éste y por aquél, hizo un paréntesis para recordar al médico, antropólogo, folclorista y escritor Manuel Zapata Olivella, colega de Carlos Patiño y de la antropóloga Nina Friedemann en su incansable labor por recuperar del legado de los dioses tutelares y de la cosmovisión de la religión yoruba, incorporando proverbios, trabalenguas, cuentos de hadas y canciones de la tradición africana. Rió con Teresita al evocar instantes de la envarada ceremonia en Suecia, y sin más –como si nos hubiéramos abrazado apenas antenoche -, me preguntó por Sinán y medio en serio, medio en broma, quiso saber si, como novia celosa del legado de mis antepasados, había hecho al fin las paces con el contenido de algunas de las cláusulas del "Torrijos-Carter".
No recuerdo mucho más de lo que aconteció durante el festín de amor, de rumba y de palabras de aquellos días de marzo de 2007. Solo hoy, al leer la noticia de lo que para muchos de nosotros ha sido la confirmación, o más bien, la relectura de una muerte largamente anunciada, vuelvo sobre los pasos del fugaz encuentro que tuve con un hombre que con presciencia milenaria supo librar a América Latina del naufragio y de la soledad a la que nos destinaran quienes, durante siglos, no supieron reconocer la savia desbordante de poesía y de locura que corre por las venas abiertas de miles de hombres y mujeres de nuestro continente.

Bogotá. 19 de abril de 2014.

 

Gloria Guardia: Novelista y académica panameño-nicaragüense

 

En la foto 1 de izquierda a derecha: Eligio Salas, rector de la Universidad de Panamá en 1977, Berta Cabezas (escritora y compañera de Rogelio Sinán durante muchos años), GGM, Gloria Guardia, Rogelio Sinán y Jorge Turner, escritor panameño radicado en México. El rostro que sonríe detrás del de Sinán es de Stella Colloni, periodista argentina.

En la foto 2 de izquierda a derecha: Berta Cabezas, Jorge Turner, GGM, Gloria Guardia, Stella Colloni, Mercedes Barcha. Atrás Rogelio Sinán.

 

El García Márquez más desabrochado enviado a Aurora Boreal® por Gloria Guardia. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Gloria Guardia. Fotografías © cortesía de Gloria Guardia.

 

Para leer más pulse aquí.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones