Invitado Especial
Félix Terrones - Escritores (10)
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- Escrito por Félix Terrones
Godot por fin llega
Cuando Godot llegó no encontró ni a Didi ni a Gogo. Ya se habían ido mucho tiempo antes. Lo mismo habían hecho Pozzo y Lucky, quienes no lo esperaban, es cierto, pero de quienes había escuchado hablar. Miró alrededor y vio que las luces se habían apagado y que en las butacas no quedaba un solo espectador. Nadie. Entonces se sentó a orillas del camino, al lado de un árbol. No sabía dónde podría encontrarlos. Se molestó consigo mismo por haber llegado tan tarde. "Maldita sea, se dijo, al tiempo que se rascaba la cabeza, ahora cómo podré hacerles saber que Godot no soy yo".
Félix Terrones - Escritores (9)
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- Escrito por Félix Terrones
Las nieves del Kilimanjaro
Ese hombre inmenso que recorría, bajo la granizada de cohetes, el frente español era el mismo que descerrajaba balazos a elefantes y rinocerontes, también aquel que se internaba en el Pacífico para pescar merlines y ballenas. Lo recordaba Manolo, el niño vasco que limpiaba zapatos; también Pedro, el viejo pescador de Tumbes, en Perú; sin contar a Jomo el joven keniata que le sirvió de guía. Pese a que ninguno hablaba su idioma, todos entendieron que ese hombrazo no era un tipo cualquiera, había en él una pasión, cierta forma de vehemencia, una pena muy honda y secreta. Muy pocos hombres sintieron la intensidad de existir, en cada instante y cada gesto, como si fuese algo más que un asunto vital, algo propio al honor y el terror. Por eso, una vez en Idaho, viejo y cansado aunque nunca derrotado, Ernest Hemingway levanta la escopeta y la dirige hacia la bestia negra, aquella que desde niño había buscado, sin saberlo aunque con sorda rabia. Antes de cerrar los ojos pudo verla, en el fondo del desierto o de la estepa, mirándolo fijo, asustada de tenerlo a él como enemigo. Resuena el disparo.
Félix Terrones - Escritores (6)
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- Escrito por Félix Terrones
Invectiva colonial
República Francesa, eres áspera con tus hijos pero qué cruel eres con tus hijastros. Recogiste con una propina a ese africano de dientes blanquísimos para que siguiera civilizándose en la Metrópoli, sin importarte arrancarlo de su país. Después lo enviaste a pelear, junto con otros negros - qué más dan sus nacionalidades cuando es uno el color del oprobio - en el batallón colonial durante la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes estuvieron a punto de fusilarlo, pero si con él no pudieron tus crueldades, República Francesa, tampoco pudieron sus balas. Ninguna bala llevaba su nombre porque su nombre era insumisión y libertad. También vivió en Tours: he visto fotos suyas rodeado de una multitud de niños blancos, tan excitados como sus padres de posar junto al profesor que venía de alguna tribu de caníbales (el negro convertido en profesor de letras, qué mejor ejemplo de superación). Muchos años después, hiciste del profesor un funcionario e incluso, en un gesto de magnanimidad, lo llegaste a nombrar nada menos que miembro de la Academia. De esa manera, quisiste doblegarlo, someter su indómita alma, mediante los honores y el mismo reconocimiento que a muchos otros embriagaron. Pero ese negro que posa para la cámara en su disfraz de Inmortal tiene las manos manchadas de literatura, por sus dedos circula una lengua que no sabe de renuncias ni de acomodos. He visto en el Jardin des Prébendes la placa recordatoria con la que insistes ya no en humillarlo sino en apoderártelo. No te canses, República Francesa, y deja a Léopold Sédar-Senghor en paz. Sus versos no son tuyos, ni siquiera suyos, sus versos son de algo más viejo, con más memoria que los países y los hombres, que resuena como tambores y cadenas y gritos en medio del mar: la lengua francesa.
Félix Terrones - Escritores (8)
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- Escrito por Félix Terrones
Montecristo
Una vez Morcerf suicidado, enloquecido Villefort, arruinado Danglars, la venganza se ha cumplido. Entonces, todo adquiere un nuevo significado, como si se cubriera de un velo que solo el honor y la justicia pudieran entregar. Así, los catorce años de encierro en la fortaleza de If; la muerte del Abate Faría, su único amigo, aquel que le entregó su ciencia y cariño; el sufrimiento de Haydée; incluso, la promesa de amor de Mercedes, quien terminó casándose con Morcerf, se hacen livianos, ya se pueden acercar al olvido. Solo, agotado, aunque redimido, el conde de Montecristo mira a lo lejos el mar, aquel Mediterráneo que lo encerró en una isla pero que también lo liberó en otra. Nadie lo reconoce en la ya ajena Marsella, tantos años han pasado desde que la dejara, su padre murió y Morrel también. Aquel hombre, quien también se llamó Sinbad el Marino, el Abate Bussoni y Lord Wilmore – todos los nombres que el rencor inspira en su deseo de reparación – puede, finalmente, volver a ser Edmond Dantès, ese pobre adolescente a quien el amor y la inocencia hicieron culpable.
Con todo, el conde de Montecristo suspira, una lágrima corre por su mejilla. Con Morcerf, Villefort y Danglars se fueron sus enemigos, sí, pero también ha muerto él mismo.
Félix Terrones - Escritores (7)
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- Escrito por Félix Terrones
Otra metamorfosis
Al despertar, una mañana, tras un sueño agitado, se encontró transformado en un monstruoso lector. Hallábase echado sobre el duro caparazón de sus prejuicios, también de sus alienaciones; y, al erguir un poco la cabeza, vio la silueta delgada del libro que sus múltiples patas se empeñaban en sujetar. Innumerables, lamentablemente escuálidas, si se les compara con el grosor habitual de sus piernas, ofrecían a sus ojos la tenebrosa certeza de que esta vez le sería imposible escapar, correr como antaño y regresar a la vida apacible de un negociante cualquiera. Hizo un esfuerzo sobrehumano para cerrar el libro, abandonar su lectura, pero en lugar de ello, sus patitas se empeñaron en cambiar la página.
Entonces sus cientos, miles de ojos creyeron leer la historia. Había un hombre joven que vivía con sus padres y una hermana a la que adoraba. Una hermana tierna como una manzana redonda y roja. Un momento, se olvidó de su metamorfosis y sintió, él también, que nada le había ocurrido, nada de nada.