Puro Cuento
"Nadie oirá nada, no te apures".
En estos casos nadie oye nunca nada, y menos en el campo. Lo he ido aprendiendo estos meses de preparación, mientras pensaba cómo llevar esto a cabo. No hay por qué preocuparse, antes de venir me aseguré de que nadie me siguiera, esto es básico: haces un recorrido absurdo por la ciudad y listo, no hay nada como la falta de lógica para que las cosas funcionen. Luego, la hora de llegada. Evité incluso echarme colonia, nunca se es lo suficientemente maniático. Siento lo del golpe, aun así creo que fui cuidadoso: entró, me abalancé sobre él y le di un golpe súbito que le dejó inconsciente unos minutos, durante los cuales le até las manos a la espalda y le arrastré hasta el almacén y, una vez a solas, de ahí a la furgoneta. Al llegar aquí, fue despertando. No me veía muy bien, estaba oscuro, y encendí la luz indirecta de la sala del fondo de forma que él pudiera ver mi silueta, pero no mi cara. Yo sí veía su cara, el flexo junto a él le enfocaba directamente.
"Nadie va a oír nada", le dije. Y se meó; el hijoputa se meó encima porque además era un mierda y un cobarde, y eso que solo estábamos hablando, pero es lo que tiene hablar. Hablar a veces da miedo a los hombres, hay quien prefiere no hablar y resolverlo todo a hostias, pero yo creo que la toma de contacto de una conversación es importante en cualquier tipo de conflicto. En este caso no era un diálogo en sí, no iba a haber ningún intercambio de ideas, no habría turno de preguntas, tal vez la de gracia. Pero es curioso: hay gente, como este cabrón, que no distingue entre golpes y sexo, e intercambia ambos, o uno va seguido de otro, o negocia los dos de la misma manera, hay que ser bestia.
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- Por Miguel Rodríguez
Fue lo último que dije. Y seguramente será lo último que escuche. Para qué seguir, indagar, preguntar, si ya sé, ya creo.
Empezó todo aquella noche, una que pudo ser una noche cualquiera, pero que no lo fue, obviamente, porque entonces cambió mi vida. No recuerdo la fecha. No recuerdo la hora exacta. Era una noche, hace poco más de una semana. Recuerdo, sí, los detalles, pequeñas señales que entonces no supe interpretar como tales, sino que ahora, a la luz de esta penumbra, puedo descifrar, leo claramente como en un manuscrito iluminado por una potente lámpara.
Habíamos cenado ya, entonces, quizá eran poco más de las nueve de la noche y por algún motivo, algo que no puedo recordar en este momento, bajé al estudio, quizá olvidé apagar la computadora, quizá olvidé enviar un correo, olvidé todo, en realidad, cuando sucedió.
Estaba sentado frente a la pantalla del computador, concentrado, cuando frente a mí, en el corredor, lo vi. Una silueta, la silueta de un hombre, la figura de un hombre, un hombre que se movía en el corredor, que caminaba desde la entrada hacia la otra habitación, pasó frente a mí, lento, seguro, suave.
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- Por Sandra Araya
Hay un sueño que he soñado tanto que ya se parece más a un recuerdo.
O es un recuerdo que de tanto recordar se me ha metido a los sueños.
Jorge Franco
Ana encendía, una a una, las luces de su casa, cuando llegaba a ella.
La luz del corredor, la luz de la cocina, las lamparitas de la sala, la luz del corredor que conducía a la habitación, la luz del baño, la luz de su propio cuarto, todas se encendían bajo el contacto de su mano, mientras con la otra, delicadamente, iba despojándose de aquello que le pesaba en el cuerpo, el cansancio del día, el bolso, los zapatos, un broche para el pelo. Para cuando llegaba a la habitación, iba descalza, con la blusa a medio desabotonar, el pelo suelto, casi lista para acostarse, hundirse en un precipicio del que solo emergería al día siguiente, a las seis y treinta, cuando el despertador la sacara de su breve descanso.
Ya en la cama, prendía la televisión en un gesto automático, pues no alcanzaba a ver ni cinco minutos de lo que pusieran en la programación. Las luces del apartamento quedaban todas prendidas. Ana le temía a la oscuridad.
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- Por Sandra Araya
Inédito
Hacía calor conforme se acercaba la noche, pero al joven no le molestaba porque ya estaba acostumbrado al clima cálido de Andalucía. La tarde apaciblemente templada le recordó su hogar en el verano y la partida a España. El pensamiento del último año en Sevilla voló como un pájaro a través de su mente y, con un suspiro profundo de añoranza, apagó un cigarrillo en la entrada del bar mientras reflexionó sobre el pasado.
Un año en Sevilla sin regreso a los Estados Unidos. Muchas veces Rogelio no tenía tiempo para echar de menos su pueblo, a su madre, la vida que vivía antes de venir a España. Siempre estaba trabajando, preparando comida en un café cerca de la universidad. Por las mañanas comía un trozo de pan con un cafecito y planchaba una desgastada camisa vieja antes de salir. Al volver a casa por las tardes, se quitaba la camisa sucia con grasa y sudor, y se sentaba, quieto en el balcón contemplando a las españolas pasando. Allí permanecía callado por largo tiempo y regresaba al interior para cenar un bocadillo y arrojarse a la cama. Ganaba bastante para vivir, y claro podía ahorrar una porción del salario porque no había oportunidad de gastarlo, pero a veces salía de su apartamento en su día libre por la noche, y escuchaba un espectáculo de flamenco en su bar favorito, T de Triana.
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- Por Rodger Bishop
Aquella tarde comenzó a llover temprano, no de una forma torrencial, sino una lluvia intermitente, una llovizna de media hora; luego un chaparrón de tormenta, una rociada, una ducha caliente, una ducha fría, un baño de aguas eléctricas. Entonces vino el viento huracanado. Las pequeñas calles estaban convirtiéndose, poco a poco, en una mucosidad amarilla y resbalosa, y el pueblo se desdibujaba lentamente en el mapa; terminaba abruptamente por todas partes.
Dentro de la casa hacía un frío húmedo, esponjoso. Me apresuré a cerrar las ventanas y coloqué un armario detrás de la ventana más grande; dispuse los muebles, las camas, la cocina y todo lo que pude en el centro de la sala. Afuera el agua se arremolinaba en medio de la calle, y lo que hasta hace unas horas era arcilla endurecida por el sol, arena, aridez, desierto, se había convertido ahora en una serie de terrazas flotantes, entrecruzadas por cascadas parduzcas y turbulentas, por ríos corriendo en todas direcciones, lanzándose hacia el enorme y humeante sumidero, cargados de tierra sucia, ramas tronchadas, guijarros, pizarras, minerales, flores salvajes, insectos muertos, lagartijas, carretillas, perros, gatos, pedazos de alguna casa pobre, nidos de pájaros, todo lo que no tenía inteligencia, pies o raíces para resistir.
A lo largo de la orilla del mar había una hilera de casas que parecían sacar las garras y aferrarse al suelo que se resbalaba lentamente hacia la playa. Era como si en cinco minutos pasáramos por todas las mutaciones habidas en cincuenta años. Cualquier cosa que se miraba daba la impresión de que se la veía por primera vez. Pensé que todo esto podría desaparecer, podría ser demolido, carcomido por el infinito etcétera de la lluvia en cuestión de minutos.
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- Por Johnny Jara Jaramillo
No te voy a mentir. Este pueblito nunca me ha gustado. He intentado, he intentado sembrar algo así como una semillita que empuje el gusto desde abajo hacia la superficie, pero no. Es un pueblo feo. Aburrido. Una farmacia en la esquina, a dos cuadras de mi casa, donde venden termómetros de los viejos, de esos con mercurio, de esos que te quiebran la muñeca. Un restaurante de comida de plástico, de queso falso y nachos industriales. Tex Mex. Un local donde venden loterías y pilas de todo tamaño. Que la pila para el control remoto. Que para el relojito-despertador. Que para el marcapasos. Pero no para el termómetro, porque aquí no venden termómetros de pila. Y un puesto de café. De café del malo. De ese aguado, transparente, con el agrio del café instantáneo. Que empeora con la leche, que parece agua blanca. Compro la comida en una tienda de víveres que huele a refrigerador descompuesto. Los vegetales tienen impregnado ese olor. Imagínate cómo sabe la sopa, el estofado. Es un pueblo feo. Huele feo. La gente es fea. Eructan, se pedorrean. Y se ríen por eso. Llevan sombreros pero no están subidos en caballos como en la publicidad de Marlboro. Sí, sujetan el cigarrillo de lado, eso sí. Sus labios tienen esa habilidad. ¿Sí sabes cómo? Colgado el cigarrillo entre los labios medio cerrados, medio muertos. No deben saber besar esos labios. No deben besar. Y entonces yo me encuentro en este ambiente, con estos olores, estas imágenes, y me aburro. Siempre has dicho que soy aburrida por eso de que soy contadora. Sí, sí, qué risa. Qué chiste. Para ti. Para mí no tiene gracia. Y te lo he dicho, ya cambia de chiste. No es gracioso porque no sorprende. De hecho, ahora que lo pienso, tu humor es humor de eructos y pedorreos. Así de malo es tu chiste. Tú la pasarías bien aquí, creo. Y podría presentarte a mi alumno. Un jovencito con la edad esa de pelusa de bigote que crece sobre el labio. Esa pelusa que invita a la Gillette. Pero no, prohibido rasurar. Aún no es tiempo. Hay que respetar ciertos procesos. El muchachito es bueno. Un poco ingenuo aún. Maneja bien el balance. Sabe cómo equilibrar los pesos. Sí te conté, ¿no? Le enseño cómo caminar en la cuerda floja. De la nada, se me ocurrió un día traer de vuelta mis capacidades de juventud. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes, decidí poner la cuerda al ras del piso entre uno y otro para ver cómo iba mi equilibrio. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes y metiches, este muchacho estuvo ahí, viendo y viendo. Viéndome, pues. Primer día, segundo día, tercer día. Mordisqueando su mondadientes. Cuarto día. Quinto. Hasta que con timidez yo le dije, no él, yo con timidez le dije si quisiera intentar. Se me rió el mocoso. Pero luego aceptó. No lo forcé, pero debo admitir que fui un poco dura. La adolescencia pide a gritos un poco de autoridad. Y vi que tenía potencial el muchachito. No podía dejar que el talento se le escurriera. Ahí, de empujón en empujón, vi que podía sostenerse a centímetros del piso. Y luego la cuerda. La cuerda, sí, estaba tensa, debo admitirlo. Pero no lo apretaba mucho, como dijeron en el noticiero local. Lo amarré con la suficiente potencia como para que no se escapara nada más. Disciplina. Trabajo fuerte. El talento no se le podía escurrir. Disciplina, esfuerzo constante. Todo eso se necesita para mantener el equilibrio. No es que aparece de la noche a la mañana, el balance digo. Peor aún en un pueblo como este. Porque de verdad, de verdad te digo, este pueblo sí que es feo.
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- Por Cristina Mancero
A mis padres
Papá está atado por la nariz a una pipa de oxígeno. Me siento a su lado y le muestro la factura.
―Mira, papá, es la última cuota.
Sé que no me escucha, pero me hace bien el gesto. Doblo el papel y lo dejo en su regazo. Lo imagino levantándose de ese lecho impersonal, yendo a depositar el último pago. Adivino su sonrisa. Esa nueva libertad a sus 77 años. Hace exactamente treinta y cinco meses decidió que no tomaría ningún otro crédito y ha conseguido mantener su promesa, aunque no le ha resultado fácil.
Recuerdo muy bien la noche de esa decisión. Es una escena que se ha repetido con ligeras variaciones durante años. Estaba doblado sobre unos cuadernos llenos de números escritos en tintas de diferentes colores. Tenía la piel enrojecida, el pelo alborotado y los ojos dilatados. Me senté a su lado. Mamá nos trajo café. Le pregunté cómo iban las cosas. Él me miró, como un condenado a muerte, levantó uno a uno sus lápices, los partió y los depositó sobre la mesa. Con cada lápiz destruido, cedían los signos de su desespero. Después rompió los papeles borroneados, recogió los fragmentos y los echó en una bolsa plástica. Al final de este ritual de emancipación, estaba muy calmado.
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- Por Óscar Osorio
Estaba ahí, frente al lavadero, con mi ropa sucia y no tenía idea cómo era lavar una camisa, así que empecé a mirar a Hanna con disimulo para imitarla. Como ella, mojé bien la camisa; después, igual que ella, empecé a enjabonar. Pero mi torpeza fue evidente.
—¿No sabés lavar, colombiana? Qué inútil.
Y pensé que era lo peor que me podía pasar, que nunca iba a poder salir adelante si no sabía hacer algo tan obvio.
—No… –respondí a media voz, con vergüenza.
—¿Nunca tuviste que lavar ropa? ¿Eras una princesa? ¿Entonces, qué hacés aquí?
Yo estaba muda, como si una mano desconocida en mi garganta hubiera guardado mis palabras, y lágrimas desobedientes mojaron mis ojos.
—No es para tanto, vení te enseño.
Me mostró cómo enjabonar la camisa, haciendo énfasis en el cuello y las axilas, cómo estregar con delicadeza y, por último, me indicó su manera de enjuagar, como su propia mamá le había enseñado.
—Ponés el tapón y llenás la poceta, sumerjís la camisa y la dejás un ratito, la sacás y la exprimís. Mirá, así –y apretaba la camisa con fuerza entre sus manos–, sin retorcerla. Vacías la poceta, la volvés a llenar, ponés otra vez la camisa en el agua, la dejás un ratito y la exprimís como te mostré. Repetís lo mismo hasta que veas que el agua queda completamente transparente, limpia, sin trazas de jabón; porque si queda jabón la ropa se estropea.
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- Por Esther Fleisacher
Hace dos semanas llegó a mi buzón un sobre de Midt regionmidtjylland. Soy una persona pusilánime y suelo ignorar durante algunos días las cartas con membretes oficiales. Sospecho sin motivo que traen malas noticias y las dejo morir o reposar en las esquinas de mi escritorio. Imagino que me reclaman una deuda inmensa que olvidé pagar o que unos funcionarios diligentes y perspicaces han descubierto que no cumplo todos los requisitos para residir en el país y han decidido, sin posibilidad de reclamación o queja, deportarme en pocos días. El embargo de mis cuentas por parte de la oficina de hacienda, o peor aún, el dolor imaginario a separarme de mis hijos y el miedo consecuente a un exilio incierto y en soledad se me hacen insoportables, tengo mareos que mueven a la compasión a mis colegas más empáticos y pesadillas constantes que intranquilizan mi conciencia en el duermevela, imaginando y sufriendo las noticias que, muy probablemente, nunca me ocurrirán.
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- Por Lucas Ruiz