Puro Cuento
Esta mañana al despertarme, con esos bostezos que le ganan al tiempo una partida, el pitar largo y desafinado del afilador de cuchillos y tijeras, o de cuanto fierro pueda a uno ocurrírsele; terminó de despabilarme. Me pareció raro oírlo. Era un sonido de presencia antigua, llegando junto con los recuerdos. A veces, volvían enmohecidos, como si el cuerpo se negara a recibirlos.
Esa música chillona y metálica me hizo sentir otra vez niña: acostada en la cama de la casa grande, tapándome con el acolchado de plumas, haciendo del renegar de mi madre una costumbre. Me gustaba dejarme estar acurrucada, mirando el techo agrietado, buscando duendes en las sombras y sintiendo los sonidos de la calle. El tranvía estremecía la casa. Era una casa que se merecía ser estremecida por algo, aunque más no sea para sacarle el sopor de las ausencias. Las voces del lechero y la del vendedor de gansos me eran conocidas. Eran justamente ellos, los que me despertaban.
Madre atendía a los vendedores, y al rato, alguna bataraza cacareaba en el fondo y un vaso de leche fresca me esperaba en la cocina.
En cambio, el sonido del afilador tañía la calle de un humor distinto. Amparado por los huecos, se metía en las casas para arreglar la eficacia de cuchillos y tijeras.
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- Por Cecilia Vetti
Desde la cocina, Mema escuchó las voces de sus hijas, Eloísa y Sara, en plena discusión. El portazo fue el indicador de que el altercado había terminado. Mientras preparaba la cena de viernes santo, se dijo que la situación familiar no podía continuar así. Cada dos o tres meses se decía lo mismo y nada cambiaba en su hogar. Doña Inocencia —Mema, para sus hijas y nietos— era incapaz de poner límites a su familia y esa debilidad la llevó a permitir que sus dos hijas y sus cuatro nietos se mudaran a su casa.
La abuela se dijo que los problemas comenzaron cuando Sara vendió el apartamento, por culpa de los perros de Angelito. Sara había conseguido comprar la residencia de bajo costo por su condición de madre soltera con tres hijos. El condominio, que estaba subsidiado por el gobierno, fue su gran oportunidad de ser dueña de una propiedad.
Sin embargo —a los doce años y con la hipoteca salda—, Sara decidió que no podía seguir viviendo allí porque, pese a su céntrica localización, a la cercanía de la escuela pública y de la estación del tren, la prohibición de mascotas le era demasiado onerosa.
Angelito amaba a esos perritos que su madre le había comprado debajo del puente del Expreso Las Américas por seiscientos dólares. Sara adquirió la parejita de pomeranians con el dinero que le pidió prestado a su mamá (y no le pagó) para complacer al nene que llevaba tantos años pidiendo un perrito. Los animales residieron con ellos como ilegales. A los tres meses, la perrita parió y el chillido de los cachorros recién nacidos los delató.
La abnegada madre de Angelito se rehusó a privar al jovencito de la compañía de sus canes y, sin reflexión alguna, vendió su única posesión para instalarse en casa de Mema donde ya vivían, por los últimos siete años, Eloísa y su hijo.
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- Por Arlene Carballo
1.
Ella habla primero y yo pierdo la timidez y el recelo a su presencia. Ya no desconfío. Dice que no le gusta cómo la mira la enfermera. Dice también que por eso ha apuñalado al marido, por esas mismas fókin miradas acusadoras, conspiradoras. Dice, o más bien canturrea, una melodía a ritmo imaginario de tumbao y conga, mientras imita el metal de voz de Shakira, con su te aviso, te anuncio que hoy renuncio, a tus negocios sucios. Entonces mueve las caderas sobre la cama, menea los hombros y advierte en voz baja que el zolpidem pronto le dará sueño. Me hace así con la mano. Así con los dedos. Como ven acá. Y yo hago caso. Me levanto de la cama que queda al otro extremo del cuarto. Camino tocando las paredes verde menta, sintiendo sus porosidades. No me pongo a contar los patrones cuadriculados de la alfombra en esta ocasión. No miro por la ventana enrejada, ni me desvío hacia el baño donde una regadera permanece sin usarse porque tiene el candado puesto. No nos permiten bañarnos sin supervisión. Me acerco a ella. Lisa, Melisa, Melania, Noelia. No recuerdo su nombre. Yo también tarareo, en mi caso, un reggaeton. Igual que ella, me siento adormilada, mareada por las pastillas que me tomé hace un rato. Las que nos calman. Me acerco más. Sé la advertencia de las enfermeras: respetar el espacio vital ajeno, evitar los roces, impedir los gestos que fácilmente pueden confundirse con violencia y el acercamiento, definitivamente, es uno. Me pregunta por qué es azul el cielo. Por qué la crema de licor irlandesa mezcla bien con el Ambien. Por qué hay tantos dioses, tantas confusiones y tantos libros sagrados: la Biblia, el Corán, el pentateuco, el libro de Mormón. Y por qué yo estoy allí. Con ella. Compartiendo aquel cuarto, aislada del resto de la población. Cuál es mi pecado. Qué es lo que purgo. Contesto que me estoy limpiando. Un vicio de coca. Se me fue de las manos. Dejé a Yolanda y no he sabido volver a estar sobria, o lúcida, o en dos pies. ¿Yolanda?, pregunta ella y me cuenta una historia de una prima suya que se llamaba Yolanda. Y me canta la canción de Silvio, o la del otro cuyo nombre siempre olvido. Y la de Paquito Guzmán. Cuando éramos pequeñitas, —añade— a los seis o siete años, queríamos que nos creciera el busto a toda costa, a como diera lugar. ¿Sabes qué hacíamos? Le dije que no, y empecé a ver todo casi borroso. No puedo decirte, dijo acto seguido. Eres tortillera.
Regresé a mi cama y me quedé dormida.
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- Por Yolanda Arroyo
El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa.
George Bernard Shaw
Imagino que prefiere las historias de gente salvada de entre los escombros días después, como los bebés del Hospital Juárez. Un verdadero milagro, ¿no le parece? Para mí fue diferente. Digamos que el terremoto me dio una oportunidad. No quiero decir que me fastidió la vida porque sería egoísta; por lo menos vivo para contarlo. Nadie sabe el número oficial de muertos: el gobierno dice seis mil, pero existe la sospecha de que muchos cuerpos se fueron con el cascajo que recogieron. A los dos días entraron las máquinas a llevarse todo y ya no se supo más.
Veinte años de historias, buen título para su reportaje. Agradezco que haya venido a escuchar la mía. Usted decide si la publica.
Llegué de Sinaloa dos años antes del terremoto. Me había graduado del curso de oficinista y tenía un puesto como gestora de cobranza, pero quería venir a la capital a ganar más dinero. A los diecinueve años, con dos mil pesos en el bolso y un abrigo que me regaló una tía, decidí mudarme. En esa época creía todo lo que presentaban en las telenovelas de Lucía Méndez. Pensé que podía ser una de esas provincianas que llegaban al DF a trabajar y conocían al amor de su vida. Lo que encontré fue una ciudad con escasez de agua y apagones, en donde no servía para nada que hubiese aprendido con mi madre a pescar y sembrar maíz. Hasta la misma gente que había nacido aquí actuaba como si no perteneciera a algún lado.
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- Por Awilda Cáez
[T]here was a long and tumultuous shouting sound like the voice of a thousand waters— and the deep and dank tarn at my feet closed sullenly and silently over the fragments of the “House of Usher”.
The Fall of the House of Usher
Edgar Allan Poe
Sintió algo así como el engranaje del carro en la cresta de la montaña rusa, una sacudida similar a la de esos frenazos súbitos en auto o a los tirones que dan las transmisiones al embragar, y después, por uno o dos segundos, la sensación de auparse en cámara lenta sobre una ola de aire suavísima, mansa, silenciosa, que con intriga lo suspendía en vilo por encima del mundo. Entonces fue igual que si esa ola de espuma aérea se hubiera de golpe desvanecido, o le hubieran quitado una alfombra de nubes de debajo de los pies, porque a continuación lo ensordeció un enjambre de gritos pavorosos y sintió que se precipitaba en caída libre: el estómago hecho un penacho de plumas a la altura del pecho, el pecho encaramado en la laringe, la laringe detrás de los ojos y los ojos en todas partes, inútiles, porque era noche cerrada, ciega, inescrutable. Aterrado, comprendió que el vagón se había descarrilado y descendía fuera de control, apenas rozando los rieles de acero que gemían por recuperar el enganche de las ruedas, así que se agarró desquiciado al arnés que todavía lo sujetaba con firmeza pero que igual caía junto a él, ambos indefensos, insalvables, abrazados en vano contra el vacío.
De un brinco se reconoció incorporado en la cama, sudoroso y jadeante, con las manos aferradas a las solapas del camisón. Tardó unos cuantos segundos en reconocer aquel entorno, que aún parecía exudar cierto matiz onírico: el mullido edredón, el suave ronroneo del acondicionador de aire, el plácido olor artificial a brisa marina que asperjaban los aromatizadores de la habitación. Recordó que era aquella su luna de miel, aquel su hotel en Río de Janeiro y esta, que seguramente dormía a pocos centímetros, la única realidad posible, la íntima realidad gozosa del cuerpo de su mujer. Tanteó con el brazo la oscuridad y pronto halló junto a él la cima de la cadera y el hondo valle de una cintura que hasta a ciegas reconocería. Sólo entonces atinó a reclinarse de nuevo sobre la almohada y adosar su contorno a la carne sinuosa y tibia de la hembra que dormía. Admitió que estaba otra vez en pleno achaque estomacal: el mismo feroz empacho que solía aquejarlo siempre que sucumbía a un atracón nocturno. Acurrucado allí, sin embargo, bajo las tibias sábanas, era mejor agradecer el fin de la pesadilla y dejarse llevar por la calidez de aquellos cabellos sueltos, que olían a huerto de naranjas o a azahar. Y circundando la dulzura convexa de su compañera, sintiéndose seguro otra vez, poco a poco se hundió en la oscura alberca del sueño.
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- Por Janette Becerra
"Nadie oirá nada, no te apures".
En estos casos nadie oye nunca nada, y menos en el campo. Lo he ido aprendiendo estos meses de preparación, mientras pensaba cómo llevar esto a cabo. No hay por qué preocuparse, antes de venir me aseguré de que nadie me siguiera, esto es básico: haces un recorrido absurdo por la ciudad y listo, no hay nada como la falta de lógica para que las cosas funcionen. Luego, la hora de llegada. Evité incluso echarme colonia, nunca se es lo suficientemente maniático. Siento lo del golpe, aun así creo que fui cuidadoso: entró, me abalancé sobre él y le di un golpe súbito que le dejó inconsciente unos minutos, durante los cuales le até las manos a la espalda y le arrastré hasta el almacén y, una vez a solas, de ahí a la furgoneta. Al llegar aquí, fue despertando. No me veía muy bien, estaba oscuro, y encendí la luz indirecta de la sala del fondo de forma que él pudiera ver mi silueta, pero no mi cara. Yo sí veía su cara, el flexo junto a él le enfocaba directamente.
"Nadie va a oír nada", le dije. Y se meó; el hijoputa se meó encima porque además era un mierda y un cobarde, y eso que solo estábamos hablando, pero es lo que tiene hablar. Hablar a veces da miedo a los hombres, hay quien prefiere no hablar y resolverlo todo a hostias, pero yo creo que la toma de contacto de una conversación es importante en cualquier tipo de conflicto. En este caso no era un diálogo en sí, no iba a haber ningún intercambio de ideas, no habría turno de preguntas, tal vez la de gracia. Pero es curioso: hay gente, como este cabrón, que no distingue entre golpes y sexo, e intercambia ambos, o uno va seguido de otro, o negocia los dos de la misma manera, hay que ser bestia.
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- Por Miguel Rodríguez
Fue lo último que dije. Y seguramente será lo último que escuche. Para qué seguir, indagar, preguntar, si ya sé, ya creo.
Empezó todo aquella noche, una que pudo ser una noche cualquiera, pero que no lo fue, obviamente, porque entonces cambió mi vida. No recuerdo la fecha. No recuerdo la hora exacta. Era una noche, hace poco más de una semana. Recuerdo, sí, los detalles, pequeñas señales que entonces no supe interpretar como tales, sino que ahora, a la luz de esta penumbra, puedo descifrar, leo claramente como en un manuscrito iluminado por una potente lámpara.
Habíamos cenado ya, entonces, quizá eran poco más de las nueve de la noche y por algún motivo, algo que no puedo recordar en este momento, bajé al estudio, quizá olvidé apagar la computadora, quizá olvidé enviar un correo, olvidé todo, en realidad, cuando sucedió.
Estaba sentado frente a la pantalla del computador, concentrado, cuando frente a mí, en el corredor, lo vi. Una silueta, la silueta de un hombre, la figura de un hombre, un hombre que se movía en el corredor, que caminaba desde la entrada hacia la otra habitación, pasó frente a mí, lento, seguro, suave.
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- Por Sandra Araya
Hay un sueño que he soñado tanto que ya se parece más a un recuerdo.
O es un recuerdo que de tanto recordar se me ha metido a los sueños.
Jorge Franco
Ana encendía, una a una, las luces de su casa, cuando llegaba a ella.
La luz del corredor, la luz de la cocina, las lamparitas de la sala, la luz del corredor que conducía a la habitación, la luz del baño, la luz de su propio cuarto, todas se encendían bajo el contacto de su mano, mientras con la otra, delicadamente, iba despojándose de aquello que le pesaba en el cuerpo, el cansancio del día, el bolso, los zapatos, un broche para el pelo. Para cuando llegaba a la habitación, iba descalza, con la blusa a medio desabotonar, el pelo suelto, casi lista para acostarse, hundirse en un precipicio del que solo emergería al día siguiente, a las seis y treinta, cuando el despertador la sacara de su breve descanso.
Ya en la cama, prendía la televisión en un gesto automático, pues no alcanzaba a ver ni cinco minutos de lo que pusieran en la programación. Las luces del apartamento quedaban todas prendidas. Ana le temía a la oscuridad.
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- Por Sandra Araya
Inédito
Hacía calor conforme se acercaba la noche, pero al joven no le molestaba porque ya estaba acostumbrado al clima cálido de Andalucía. La tarde apaciblemente templada le recordó su hogar en el verano y la partida a España. El pensamiento del último año en Sevilla voló como un pájaro a través de su mente y, con un suspiro profundo de añoranza, apagó un cigarrillo en la entrada del bar mientras reflexionó sobre el pasado.
Un año en Sevilla sin regreso a los Estados Unidos. Muchas veces Rogelio no tenía tiempo para echar de menos su pueblo, a su madre, la vida que vivía antes de venir a España. Siempre estaba trabajando, preparando comida en un café cerca de la universidad. Por las mañanas comía un trozo de pan con un cafecito y planchaba una desgastada camisa vieja antes de salir. Al volver a casa por las tardes, se quitaba la camisa sucia con grasa y sudor, y se sentaba, quieto en el balcón contemplando a las españolas pasando. Allí permanecía callado por largo tiempo y regresaba al interior para cenar un bocadillo y arrojarse a la cama. Ganaba bastante para vivir, y claro podía ahorrar una porción del salario porque no había oportunidad de gastarlo, pero a veces salía de su apartamento en su día libre por la noche, y escuchaba un espectáculo de flamenco en su bar favorito, T de Triana.
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- Por Rodger Bishop