Puro Cuento
He buscado a dios, aunque la Venus de Willendorf prefiera admirar su ingente, desplazante peso en el finito espacio, divergencia de pechos atolones o ritual canibalismo, poder de cintura que orbita estrellándonos contra matriz de fósiles para así deformar nuestros rasgos o humanoide credo. Cabeza trasplantada por gravitaciones y geografía de pies lamidos por barro infatigable, piernas de cónico aquelarre a las que me aferro temiendo borrachera peregrina. La astral Venus de Willemberg, templo de raíces burocráticas y serpientes apócrifas afiliadas a la horda, es madre que se niega horrorizando, pero nunca falla al decretar atributos: bestia protegida contra obstinada especie de humanos ademanes. La Venus exige rupestre alegoría o lenguas autopistas que se enredan en sí mismas y tierra sangre torrenciada sobre sílex. Gusta complacida, y complacida debe ser, de bisontes verdes en busca sureña de Matisse; gusta de aviones que no levantan vuelo por considerarse reptiles de fija astronomía cuyo deber se debe sólo a estrellas sempiternas, refractarias. Gusta la Venus de regir pigmentos pisoteando la belleza e impasible mata para reconstruir su carne pedernal.
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- Por Jesús Callejas
Para Luisa Pérez
A Silvia le hablaba de Malena. Es linda, muy linda, le decía. Casi a diario soñaba con ella. Sentado a su lado en el piso recién alquilado, peinando sus cabellos aún mojados, arreglando las uñas de sus manos y sus pies, colocando flores en un jarrón en la mesa de centro de la inmensa sala, tomando el té con los amigos que venían a visitarnos casi todas las tardes, contestando el teléfono para postergar citas o reuniones, yendo de paseo por el centro de la ciudad, luciendo un vestido nuevo y con el maquillaje resaltando sus facciones más bellas. Silvia escuchaba con cierto malestar el relato de mis sueños. Con rabia nada oculta cerraba el periódico que leía y se iba al dormitorio. Sentada frente al tocador se alisaba el cabello y se contemplaba desde uno y otro ángulo. Al volver, sosegada, mucho más tranquila, me preguntaba, una y mil veces, si aún la encontraba bella, que si aún era feliz con ella, que si aún ella sigue siendo mi princesa. Eso ni lo dudes, Silvina, te amo con locura mi princesita hispanoincaica, le contestaba. En silencio la admiraba, sentía cómo la amaba, claro, y me prometía amarla siempre, siempre. Entonces ella, suspirando profundamente, soñaba con ser Malena.
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- Por Walter Lingán
Mi papá siempre repetía que yo era una persona especial. Lo decía con un énfasis muy parecido a la rabia. La palabra “es-pe-cial” salía de su boca como si la escupiera. Se le abrían extrañamente los ojos, como cuando me quería golpear. Pero él siempre lanzaba esa mirada contra todo, nunca lo tomé personal. Con el tiempo me fui dando cuenta de que, de hecho, sí era una persona especial. Fui descubriendo mis poderes. Cuando mi mamá se encerraba durante horas en la cocina para preparar el atol de elote que tanto le gustaba a mi papá, me gritaba que no entrara, porque si lo miraba, se le iba a cortar. Y cuando me mandaban a traer tortillas, escuchaba desde el fondo del cuarto oscuro, junto con el crepitar de la madera, la voz de doña Rosa que gritaba que me quitara de la puerta, que el fuego se le iba a apagar. Fue allí, con doña Rosa, donde conocí a Elena. Ella tenía el poder de cortar el huevo batido y escuchar mensajes de Dios. Cuando resultó embarazada, Dios le dijo que nos teníamos que casar. Pero seguramente se equivocó. La navidad del año en que nació nuestro segundo hijo la oí gritar que había logrado destruir su vida, que había logrado destruir nuestra familia, entonces supe que mis poderes estaban fuera de control. A gritos pidió que desapareciera, pero ella no tenía ese poder. Por lo menos no hasta unos días después cuando quien desapareció fue ella, junto a mis hijos y el poco dinero que teníamos. Desde entonces, me he sentado durante horas en medio del cuarto, ya vacío de ellos, y me he esforzado para hacerlos aparecer. Hoy, finalmente, los vi entrar. Llenaron todo de nuevo con sus voces y sus ruidos pequeños. Y seguramente se habrían quedado si hubiera mantenido los ojos cerrados. Estoy llegando a creer que, después de todo, mi padre nunca tuvo razón.
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- Por Vania Vargas
El relato pertenece al libro Staden vid gränsen (La ciudad junto a la frontera) de Anne-Marie Berglund.
Traducción del sueco al castellano por David Guijosa Aeberhard.
La arena era fina y blanca. Las gentes sencillas con sus bañadores oscuros comían bocadillos sentados bajo las sombrillas. Él se negaba a estar en la playa, quería quedarse en el balcón y traducir poemas bajo la sombra. ¡Meterse en el Mar Negro una vez al día ya era bastante! Tomar el sol, hacer el vago, llenarse de arena, ¡qué tonterías eran esas!
Ella también se sentía inquieta, unas veces escuchaba discos de la máquina de abajo, en el café de la playa, otras veces entraba en el mar y nadaba lo más lejos que podía. Ella tampoco era capaz de quedarse tumbada y descansar.
Aquella noche comieron en una mesa con un mantel blanco: carne dura y vino dulce. A él lo había atrapado un deseo ardiente por una de las propietarias del hotel. La verdad es que era una mujer muy expresiva, se dijo a sí misma.
Los días pasaban lentamente, ella había encontrado una pequeña playa nudista donde solía pasar el tiempo, y donde se untaba con un barro que afirmaban que tenía propiedades beneficiosas. En ese lugar fue en el que se encontraría con una mujer joven y delgada que venía a traerle puñados de conchas. Todos los días llegaba con las manos llenas y sonreía entre tímida y avergonzada. No era una chica guapa pero en sus ojos verdes se podía ver el sol y una tarde, antes del crepúsculo, las dos jóvenes mujeres se besaron.
Solo eran semanas de vacaciones en las que ninguno de los dos tenía ganas de contar nada. Y cuando paseaban por la noche y alguna vez se sentaban en algún café para escuchar a los románticos violines que tocaban, se decían ya solo aquello que se habían dicho antes; ni siquiera eso.
Eso es la melancolía, cuando un amor antes húmedo y saludable empieza a endurecerse y se convierte en una flor nueva, una flor de piedra. Y se siente entonces que todo lo que era ya no es, pero que también resulta imposible escapar de la piedra compartida. La ternura compartida que se volvió cada vez más como esas viejas pinturas descoloridas, auténticas, pero sin fuerza ni vitalidad.
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- Por Anne-Marie Berglund
Casa de fieras
Antología de relatos de mujeres malas
Colección de Narrativa Nº 49
M.A.R. Editor
Ilustración de cubierta Anna Ismaguilova
ISBN: 978-84-946123-0-5
210 páginas
2016
Autoras participantes en la antología: Lourdes Ortiz, María Zaragoza, Paula Izquierdo, Elena Marqués, Olga Mínguez Pastor, Montserrat Suáñez, Ángela Hernández Benito, Laura Garrido, Mariaje López, Teresa Iturriaga Osa, Sol Antolín Herrero, Fátima Díez, Eloína Calvete, Rosi Serrano, Ana Zarzuelo, Balbina Rivero, Carmen Pita, Carmen Soteres, Rosario Martínez, María Luisa de León, la Vizcondesa de Saint-Luc, Carmen Martagón, Paula Lima y Olvido Andújar.
Veneno de tórtola (relato de Teresa Iturriaga Osa)
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- Por Teresa Iturriaga Osa
A las tres de la madrugada, Sonia se volcó hacia el baño, “Esta cuca, irritada, no me deja dormir”. Al ir a tirar de la cadena del vater, “¡Qué asco!”, pero del fondo la taza la detuvo un susurro de voz, empañada de miles y miles de siglos, “Detente, bípedo, no quieras cometer otro de vuestros crímenes. Ya te vi antes de acostarte dando el mortal escobazo a la araña del techo, aunque para mi, ¡inmortal reina del mundo animal!, esto tan solo sería una ducha, aunque no me gusta dármelas a estas horas. Solo quiero beber un poquito de agua en esta noche calurosísima. Escucha y a ver si esto te hace olvidar la irritación. Soy la cucaracha en que se trasformó Kafka en su cuento. ¡Qué felicidad, dejar la naturaleza humana, y desalojar la pesadísima computadora de vuestro cerebro, mecanizándose ad infinitum y que alegría no tener que seguir aguantando a tal padre y amarrado al banco de la literatura del absurdo y a, la más absurda, angustia humana. Y ser, simplemente, bio, sin el fardo de vuestra cultura de tantos genocidios! Creo que él hasta se suicidó para que yo pudiera vivir esta vida de felicidad cucarachil sin el peso de sus restos, pero me dejó el habla. ¿Cómo he llegado a este abrevadero piscinal californiano? Oye, pues:
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- Por Víctor Fuentes
Ellos piensan que lo sé, me vieron con ella y piensan que lo sé o que soy parte de la trama, tal vez incluso que sea yo quien haya maquinado su ejecución y que ahora estoy haciéndome el tonto o el duro. Ellos siempre piensan estas cosas. Son predecibles y eso me entristece. Hay cuatro, el mal afeitado es el loco, los demás parecen inteligentes y solo quieren información. El loco no quiere interrogarme, a él solo le interesa abrirme la cara, pero no sé por qué. No le conozco, creo, pero él me mira como si supiera todo de mí. Imagina que sé algo.
Sin embargo ella no ha muerto según el protocolo habitual, el plan salió mal y me vio alguien que ahora está en el cuarto contiguo, al otro lado del cristal, o eso al menos me han dicho hace un rato, seguramente para provocarme presión e inducirme a error en mi declaración, hacerme ceder a la emoción y crear un malentendido equívoco, un juego de palabras que desmonte mi coartada y desvele que sí, que fui yo; hacerme confesar algo que ni estos imbéciles ni ese supuesto testigo pueden probar. No saben qué les repugna más, si escucharme o pedirme humildemente ayuda en el análisis de los hechos. No quieren reconocer que ellos podrían ser yo, que yo también soy como ellos.
El caso es que yo he acabado desistiendo y les he dicho que sí, que he sido yo, he confesado por puro aburrimiento, ya no sé cuántas horas llevo aquí; pero ellos insisten en que un crimen tan escalofriante ha de cometerse por algún motivo, que no puede llevarse a cabo así como así, por simples maldad o sadismo. Necesitan una explicación. La gente es capaz de soportar el espanto si se lo explicas de manera razonable y con argumentos, lo cual me parece aún más horrible. Lo que pasa es que yo no soy una persona de desarrollos lógicos, sino de procedimientos, y esto les altera y les vuelve suspicaces. Les incomoda aún más que si en verdad hubiera cometido yo los crímenes de que me acusan.
El psiquiatra me cree y piensa que no soy un asesino, sino que simplemente estoy loco, y ha sugerido dejarme en libertad sin cargos y bajo vigilancia preventiva, de forma que pase a ser paciente externo en tratamiento de su hospital. Pocas noches después me adentré en su casa para agradecerle su ayuda, punto en el cual cambió de opinión para pasar a considerarme un criminal en potencia. Reescribió sus conclusiones, las envió al inspector e instigó para que se me juzgara por las muertes que – decía – sin duda he cometido y que me resisto a confesar. Por eso estoy aquí, con el loco que no duda y que me mira como si me conociera. Eso es lo que hacen los locos, creen que ya han vivido el mundo anteriormente.
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- Por Miguel Rodríguez
Creí conveniente pasar algunos días con mi madre. Los viajes constantes al extranjero, también el hecho de residir en una ciudad al sur de país, impedían que yo viajara con la frecuencia deseada, porque sabía que tras la muerte de mi padre, luego de la fricción y posterior ruptura con Julia, mi hermana menor, no sólo desencadenó un desconcierto familiar que nos partió a todos por la mitad, sino que sumió a mi madre en un hoyo de depresión profunda, generando inestabilidad y caos, por lo que temí lo peor. Aproveché la oportunidad de que la empresa donde trabajo actualmente como jefe del departamento de optometría, me otorgó para mi asombro tanto la promoción que había solicitado desde hacía un par de años, resultado de los méritos, como un viaje pagado a cualquier parte del mundo. No lo podía creer, tampoco lo pensé dos veces. Mi madre vivía sola desde hacía casi diez años. Y yo, recién divorciado, sin hijos ni responsabilidades domésticas, podía pasar días enteros a su lado.
Se resistió pero al final tuvo que doblegarse. Aceptó la compañía de una trabajadora doméstica para cuidarla todos los días, al tanto de sus medicamentos y achaques, de la misma manera caminar por el parque o ver las noticias juntas. A dos días de mi llegada me preguntó si quería acompañarla al cementerio. Primero, dijo condescendiente, compraríamos flores en el mercado y después, pasaríamos por mis hermanas, que viven a mitad de camino, relativamente cerca una de la otra. Ellas tenían el mismo tiempo que yo—cinco años exactamente—de no visitar la tumba de nuestro padre, llevar flores y conversar un rato con él. Mi madre las llamó para confirmarles que conduciría el auto que había sido de mi padre, un Volkswagen sedán, color azul magenta, fabricado en el mismo año de mi nacimiento. Una de ellas le dijo que tomaría un taxi rumbo a la florería porque sabía elegir como nadie los mejores crisantemos, gladiolos y azucenas para decorar la tumba, que imaginé tapizada de hojas secas, con hierba abundante alrededor. La última vez que lo visitamos, comimos y tomamos lo que a él le gustaba. En ese entonces nos acompañó Julia, nuestra hermana menor, de quien aún no sabemos nada. Ya en el auto, además de percatarme que la máquina no había sido activada en mucho tiempo, mi madre me recomendó, y usó la palabra encarecidamente para convertir esa simple súplica en un arma infalible, no preguntar nada sobre Julia, menos invocar su nombre ante ellas.
—Carlos viene cada mes a encender el motor. Dice que para que no se eche a perder.
—Lo creo, le dije.
—Lo conozco muy bien. Si es sobrino de tu padre, dijo con malicia.
—¿A qué viene eso?, pregunté mientras tomaba una calle lateral que nos llevaría directo al mercado.
—Quiere escuchar que yo le diga que el auto puede quedárselo, dijo.
Iba a continuar, pero la interrumpí.
—¿Y por qué no? Si no conduces ya. Carlos es el único de la familia que te visita, traté de reconvenirla con más tacto que voluntad.
—¿Cómo crees? Si es un hipócrita. No me digas que no, dijo.
Guardé silencio.
—Mejor llévatelo tú, dijo.
—No, le respondí. En la ciudad donde vivo, no lo necesito.
Guardó silencio.
Estiré la mano para arrebatarle la cajetilla de cigarrillos que extrajo de la bolsa.
—Ni uno más. ¿Me escuchas?, le dije.
Ella ni siquiera opuso resistencia. Observó con la mirada de un maniquí cómo trituré la caja, lanzándola hacia el exterior, con un gesto de irritación.
Era sábado por la mañana y quizá por eso había poco tráfico. No fue ése el último auto que compró mi padre. Le gustaba mucho. Se escapaba a la montaña muy a menudo y volvía días después con bolsas de frutas y legumbres. Además, en esos años se puso de moda el auto pequeño porque la gasolina empezó a encarecerse. Mis hermanas le recriminaron que no hubiese pensado en ellas. Los reproches fueron tomados en cuenta. Para ir a la playa, mi padre tuvo que comprar otro vehículo más grande para que cupiéramos todos, incluyendo al primo Carlos. Del reproche siguió la calumnia. Mi madre insistió por muchos años que el Volkswagen sedán que yo conducía lo había comprado para visitar a una amante, veinte años menor que él, que vivía en una ciudad de las montañas.
Llegamos rápido.
Mi hermana ya estaba allí. Vestía una falda negra, larga, y tenía cubierta la cabeza con una cofia.
—Desde que se casó con ese hombre… Es la tercera vez que se casa, por Dios... Ha empezado a vestirse con esas ropas que la hacen ver mayor, una auténtica señora de pueblo, dijo mi madre cuando me enfilé hacia donde nos esperaba mi hermana, de pie, erguida como una estatua viviente, sin dejar de vernos, a un paso de la florería. A lo lejos la vi más delgada, pero al acercarme cambié de parecer. Se veía mejorada, con esos rasgos imperceptibles en el rostro que sólo la felicidad podría otorgar. Imperceptibles para mi madre, quise decir. De los ojos de mi hermana irradiaba una luz inédita que me serenó. La abracé fuerte y le di un beso en la mejilla.
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- Por Antonio Moreno
Como de costumbre, aquel martes por la tarde se hallaban reunidos en la cantina "El Patriota", de don Afrodisio Aguado, todos los distinguidos funcionarios municipales de Cojontepeque para despachar los asuntos oficiales de la localidad, tanto los rutinarios como los extraordinarios. Lo cierto es que cuando estaban discutiendo uno de esos asuntos, el juez de paz don Restituto Paniagua, sin decir "agua va", le disparó a quemarropa este dardo envenenado al alcalde don Everardo Salazar:
-No me diga, señor alcalde, que usted es uno de esos herejes que no creen en la inmortalidad del alma.
Esta fue la chispa incendiaria que provocó la subsecuente trifulca, salpicada de bofetadas y soplamocos, entre los aguardentosos lugareños allí congregados que de inmediato se aglutinaron en dos grupos: uno de ellos, formado por escépticos, que sostenía que una vez muerto un ciudadano sus despojos sólo servían para engordar a los gusanos y que todo terminaba para siempre en el momento de exhalar el último suspiro; y el otro, que sostenía una postura diametralmente contraria y que creía a pie juntillas en la inmortalidad del alma y la prevalencia de ésta sobre la materia.
Aunque hubo varios lastimados, parece ser que la Divina Providencia decidió interceder para que nadie resultara muerto en aquella delicada coyuntura. Y se puede aseverar esto porque en esos trágicos instantes se alzó la carrasposa voz de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque, muy respetado por todos, y quien hasta ese momento sólo había actuado de mudo espectador, para hacer un tajante llamado al orden y a la cordura.
Con el propósito de que se apaciguaran los caldeados ánimos para que cesaran de darse trompones y de causar destrozos en la cantina, don Macario les recordó que las cosas no eran siempre "blancas" o "negras" y que había matices intermedios capaces de acercar dos polos por más opuestos e irreductibles que parecieran. Y agregó:
-Quiero que sepan que nuestros salvajes hermanos del Norte han comprobado en forma científica que hay ciertas maneras de seguir viviendo después de muerto, como lo demuestra un artículo de la gaceta capitalina que leí hace algunas semanas y que refiere casos de trasplantes de órganos humanos no sólo de córneas, de pulmones y de corazón sino también de hígado y hasta de riñones. De modo, pues, que de esa peregrina manera el donante puede, en sentido figurado, continuar mirando, respirando, enamorándose, emborrachándose y hasta orinando mucho después de haberse marchado de este mundo.
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- Por Jorge Kattán Zablah