Puro Cuento
Trabajaba en una biblioteca de barrio, cerca a la estación de metro Argoulets y de mi casa, adonde había llegado desde hacía varias mañanas intentando terminar un largo poema que exploraba de modo esquivo las consecuencias de la muerte y fracasaba a menudo entre versos que releía sorprendido, defraudado. En la biblioteca, había unas pocas mesas largas, distribuidas cerca de las ventanas y junto a las computadoras. Desde las mesas se alcanzaba a ver la calle, los buses pasar, los autos, las señoras con sus gruesos caddies salir de la estación del metro. Yo dejaba mi maleta encima de la mesa, por temor a que me robaran, y me sentaba muy cerca de la ventana. Inclinado encima de mis hojas escritas, corregidas y garabateadas en distintos colores, por momentos escudriñaba desde mi sitio los anaqueles pálidos de libros de cocina y de shiatsu a mi lado, anhelando todo ruido o persona que pudiera interrumpirme y de alguna manera buscando en esas pequeñas naderías algo que consiguiera centrarme, que consiguiera el milagro de convertir eso que escribía en eso que quería escribir.
El bibliotecario era un hombre menudo y delgado, de una calvicie ordenada y sonrosada y unos pequeños lentes brillantes, en camisa, jeans y zapatillas. Hablaba en una voz baja, afeminada y con esa amabilidad inusitada de las bibliotecas pequeñas acompañaba a algunas personas hasta el corredor en que se hallaba el libro. Bonne lecture, bonne continuation, les decía sentado detrás de su escritorio al despedirlos. Esas personas eran por lo general señoras retiradas, de cabellos teñidos y blusas holgadas, que rechinaban sus zapatos de cuero mientras revisaban los pocos libros que habían en los estantes con las manos apoyadas en la cintura. También aparecían señoras jóvenes con sus hijos y algunos hombres que discutían afables del tiempo que hacía o resumían en dos frases su desagrado por el último libro que se habían prestado. Hablaban con esa voz gruesa, balbuceante y resabiada que me parece termina por formarse en todo hombre francés que supera los sesenta años.
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- Por Miguel Ángel Torres Vitolas
“Todo, además, es la punta de un misterio.
Inclusive los hechos. O la ausencia de ellos.
¿Duda? Cuando nada acontece, hay un milagro
que no estamos viendo”.
El espejo, Guimarães Rosa
En la rúa de Magalhães, trescientos metros de camino directo desde Oliveiro Branco, todo lucía gris a causa del temporal. El coliseo, un caparazón de cemento, se derretía lentamente como un espejismo sucio al pie de su perspectiva. Llovía. Y lo peor de todo –pensó Evangelista–era que llovía. Esa forma curiosa de sentir la lluvia cuando escuchas el rumor que produce su continuidad, y sientes cómo picotea sobre el paraguas, y sientes un sonido botánico que todo lo resbala mientras va formando líneas paralelas en la pista. Pero no es el tacto de su humedad afilada la que, después de todo, te hace reconocer que llueve. Es su sonido. La calle cruzada por sombras que van buscando un refugio; los quietos y redondos fanales como ojos de batracios, apuntándote el camino de luz por el que deambulan puntos de lluvia. Pero, por encima de todas estas percepciones, uno sabe que llueve, mucho antes de ver las ráfagas de agua o de mojarse los cabellos; incluso mucho después, cuando ha escampado ya por completo y el cielo se abre como un par de aletas que respiran, asomándose a través de las nubes. Pero los sonidos se pierden se pierden se confunden. Son como el latido de un corazón o el reloj que descansa en la mesilla de noche. De pronto un día los oyes.
Y eso es todo.
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- Por Carlos Yushimito
Entre víboras y nubarrones de bichos, se internan en el monte, macheteando la maleza. Su misión: apostarse en el extremo oriental del fuerte Yaupi.
El Coronel les dijo:
—Si un mono cruza la frontera, yo mismo los degüello a los tres por cagones.
Ahora la bruma y el bochorno se retiran y Oropesa destapa una cantimplora de aguardiente con carambola.
—¿Cabo Oropesa, y quién ganará la guerra? —pregunta Melesio—. ¿Los nazis o los ingleses?
—Los ingleses no aguantarán. Imagínate: los franchutes cayeron teniendo más poderío bélico.
—¿Y los rusos? —pregunta Amílcar.
—Esos comunistas se jodieron —dice Oropesa—. Hitler se lo tragará vivo a Stalin. Ya verán. Si se chifó a Francia enterita, si puso las patotas en París, imagínense qué hará con Moscú. Dicen que las rusas son bien ricas, van a cachar como gallos.
—¿Cómo un solo país le va a ganar a medio mundo? —pregunta Melesio—. No estarán exagerando. Eso no me lo creo, mi cabo.
—Alemania tiene el mejor ejército, inteligencia y propaganda del mundo —dice Oropesa—. Son los mejores vestidos además. Yo no soy mezquino, Melesio, ni mala leche como creo eres tú, que siempre metes raje.
—¿Y le conviene a Perú que ganen los nazis?
—Ya te dije: los peruanos son unos cojudos pisados por los americanos. Prado hace lo que Roosevelt diga. Pero en el ejército las cosas son distintas. Hay oficiales que para afuera dicen que son pro-americanos, aunque por dentro les guste Hitler.
—Sin embargo —continúa Oropesa—, en lugar de andar quejándose tanto de Alemania, por aquello de las olimpiadas, los peruanos debieran aliarse con ella. Necesitamos esa disciplina mezclada con nuestra pendejada.
—¿Y de verdad que en Lima hay nazis, mi cabo? —pregunta Melesio.
—Los vi en el periódico, cachorro. Gente blanquiñosa. También criollazos. ¿Pero indios o cholos? No creo, Melesio. Esos solo llegan hasta sacristanes como tú.
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- Por Richard Parra
6 de Junio del 1994
Ricardo- A dos horas del pueblo de Perla Mayo. Camino de Juanjui a Tocache, Departamento de San Martín, Loreto, Amazonía peruana.
24 soldados de la Compañía Especial del Comando número 115 de Tarapoto, destacamento Leoncio Prado, contra 120 subversivos SL. 24 contra 120, el sargento Quispe los contó, y se puede confiar en el sargento Quispe. Yo, sargento Ricardo Padilla-López, 19 años, 2 horas y 21 minutos esperando camuflado detrás de mi capinuri, mi árbol pene, la vida tiene humor… Si Paloma pudiese verme… Pero por la hora que es, Paloma debe gorjear con su estudiante de computación. Lo único que me queda: optar por el humor del árbol pene que despliega su erección en mis narices, cuando me encuentro privado de sexo desde hace dos años. ¿Cuánto tiempo un ser humano puede sobrevivir en la abstinencia total? Dos días sin beber, 44 sin comer, ¿cuántos sin fornicar? Lo peor en la espera de una batalla es el silencio que la precede, bulla silenciosa de la selva, acá todo suena, y cada ruido es una traición: hay un ave nocturna capaz de imitar a un niño llorando a su madre, para confundir a cualquiera, ayaymama, ayaymama, y este pez gato que grita como una rata cuando lo pescan, y esas ratas que ululan, y esos pájaros carpinteros empezando a serrar madera a las 6 de la noche en punto, y esos calatos salvajes capaces de reproducir todos aquellos ruidos, y el maldito otorongo que no se deja escuchar al llegar, y esas arañas filósofas que hacen Sócrates, Sócrates, Sócrates, ¡mentirosa, traicionera selva! La última vez que dispararon, de allí venía, pero nada asegura que el próximo tiro no llegará de por allá, o del más allá, porque si sumamos a eso todos los espíritus de la pendeja selva… Como en la historia, que cuenta el caporal Meléndez: él estaba de guardia en un cementerio, solo, en el frente Huayara, cuando recibió una bofetada de una intensidad sobrenatural que lo derramó. Alrededor, nadie, nada más que la infinidad del cielo estrellado y sin viento, sin nada.
Yo seguro moriré en la selva.
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- Por Sophie Canal
Sería injusto decir que Gastón es un bibliófago. Si consideramos que así les llaman a los insectos que se alimentan de papel, que reducen a trizas los libros, sin importar la calidad ni antigüedad, Gastón no lo es.
En uno de sus textos Claudio Magris cuenta que un hombre, durante la guerra civil española, huyendo de la violencia y las amenazas, se escondió durante meses entre los libros abandonados de la muy dañada Biblioteca de Madrid. Magris imaginaba a aquel hombre saliendo en las noches, arriesgándose para buscar comida y luego regresar veloz a los anaqueles más seguros. Quizá usaba algún libro como plato y arrancaba las hojas de otro para envolver los restos que desprendieran olores comprometedores, aunque los alimentos podridos en la guerra, jamás superan el olor de la sangre.
Me lo imaginé protegiéndose entre paredes enciclopédicas, haciendo almohadas de sinónimos y antónimos para intentar equilibrar su incertidumbre. Los libros salvaban a ese hombre en riesgo, a un solo hombre que Magris no pudo olvidar y llamó bibliófago. Más o menos así me supuse a Gastón.
La primera noche de visita en Miami, llegó a buscarme mi gran amiga. Después de un abrazo prolongado como la cantidad de años que estuvimos sin vernos, no supimos qué decir, qué proponer ni qué preguntar. El abrazo se lo había llevado todo. Finalmente, nos rescató el timbre de su teléfono, y aunque no lo atendió, la encaminó a una propuesta, visitar la Cinemateca. Ante situaciones que no sabíamos controlar, mi amiga siempre fue así, tomaba la iniciativa lanzando lo primero que se le ocurría.
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- Por Vivian Jiménez
Mis primeros amores fueron Alejandros. Tres. Todos amigos de mi hermano. Platónicos. El primero era celestial, el segundo esperaba un tren y el tercero, el tercero era un capullo que le bastaba sonreír para sacarte lo que quisiera.
En días como hoy desearía refugiarme en ese pasado inocente. Cerrar los ojos, detener el tiempo y volverlos a abrir sin arrepentimientos. Por momentos creo que es posible desandar los errores, que estoy a punto de lograrlo, pero siempre hay algo que me devuelve a la realidad. Un trueno, ese pájaro, el rencor.
−No le voy a andar con mentiras m’hijita. Su hermano no se fue a ningún lado ni la está cuidando desde el cielo. Su hermano se murió y no va a volver. Y aunque le parezca duro lo que le estoy diciendo, con el tiempo comprenderá que es lo mejor. La única forma de mantener presente a un muerto es a través del recuerdo. Elija uno, el mejor que tenga. Ya sé que usted es muy jovencita para tener recuerdos, pero elija la imagen más bonita de su hermano y guárdela aquí, en la cabeza. En el corazón no, porque es traicionero. Y no permita que el tiempo se la arrebate.
Ya sé que el abuelo intentaba ayudarme, pero me dejó sin esperanza.
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- Por Rodrigo Gardella
Nochebuena de 1956 en Appenzell-Ausserrhoden, en el asilo de alienados de Herisau, Suiza. La sopa está servida y el asado humea en el gran comedor comunal. Los pacientes, correctamente sentados, esperan la señal del comienzo de la cena especial en compañía de la regidora frau Kanz y el doctor de guardia, señor Krauwenberg.
El poeta Robert Walser, viejo residente, aparece en último lugar con signos de cansancio en el rostro y las pupilas vidriosas. Por lo demás, viste su habitual traje gris marengo gastado por el uso con la dignidad de un rey y sin menoscabo de la labor de zapa que tiende la zarpa del tiempo.
A través de los gruesos ventanales no se percibe la intensa nevada cayendo copiosamente sobre la tierra esponjosa, sobre el bosque dormido, sobre los sólidos muros de la institución psiquiátrica como una noche más del largo y furibundo invierno en el apogeo de su interacción.
Tras la cena en silencio, el poeta se sienta junto al fuego y parece abstraído ante el baile de las llamas con mil reminiscencias fantásticas, rostros desaparecidos y familiares, amores esbozados y abortados, almas mezquinas con su veneno ya apagado, seres nobles congelados en la niebla de la edad, el poeta niño transportado en un sueño de encantamiento, el poeta joven convertido en un vagabundo con poder divino, desde las cárceles de las oficinas a las mazmorras de hospital, un alegre caminante por bosques y prados empapado de lluvia primaveral, abrazado a su cuaderno día y noche en la soledad de hosterías de paso, de la mano de quimeras ardientes desvanecidas en el aire febril de las tormentas, en la electricidad mayestática de rebeldías desesperadas de seres imposibles, disueltos por la campanilla del tiempo, fascinación y enamoramiento, decepción y fracasos, enfermedades del alma desbocada, muerte y resurrección.
El poeta intuye que la nieve continúa pertinaz, lo sepulta todo en miríadas de copos pero no puede sepultar su sueño del día siguiente: el paseo por el prado al otro lado de la pequeña aldea.
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- Por Noel Olivares
Está perdida y lo sabe. Lo asume con tranquilidad. Ha estado perdida antes. Pero igual se levanta como todas las mañanas, a las 4:00 de la madrugada. Ya no necesita despertador. Empezó por levantarse a esa hora porque le tocaban las terapias respiratorias al hijo. Luego, el niño se hizo grande; sus pulmones se fueron fortaleciendo. No necesitó de las idas a la sala de emergencias, ni de la vaponifrina. Ella se quedó con el susto de la tos que le salía del pecho al hijo, tos incomprensible, oscura, imposible que emanara de aquel pechito de bebé. Se acostumbró a levantarse de madrugada, a vigilar el sueño del niño y a escribir.
Estuvo perdida antes, pero tecleando siempre encontraba su camino. El camino del texto. Ese le parecía más real que todos los demás caminos, que aquellos que la llevaron de cama en cama, de isla en isla, o de país en país. La tinta marcaba el rumbo antes que los pasos. Nunca nada le pareció más cierto.
Pero un día se sintió vacía y decidió tener hijos. Tiene dos. El niño de los pulmones fortalecidos, hijo de un pintor más joven que ella, le nació justo para salvarla. Aquel pintor huyó tan pronto nació el manojito de soplos y aires atascados. Huyó de ella, no del niño.
Tuvo a la niña con un periodista con el cual aún convive. Le parece que no es cierto todo aquello, la familia casi funcional, los hijos, la estabilidad de los abrazos.
Son las 4:10 de la mañana. La escritora se desentumece, aparta las sábanas. Camina resuelta, como si nunca hubiera dormido. Enciende la computadora.
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- Por Mayra Santos-Febres
Voy al cementerio a buscarlo. A buscar a José del Carmen Varela.
–Para ir al Cementerio Amador es mejor que se vaya en taxi, yo vivo por allí. Algún navajero le puede salir porque se dan cuenta que no es del lugar. Ir allá le costará dos dólares, no pague más –me contestó un hombre moreno que estaba en la restauración de un edificio en el casco viejo- yo fui policía y sé cómo es la zona, si uno es de allá no le pasa nada.
Con el ex-policía jubilado, todavía joven, no le calculo más de 45 años, paramos un taxi. Había aprendido que en Ciudad de Panamá si los taxistas ven que estoy con un panameño, no me toman por turista. Con mi acento costeño creen que ya llevo mucho tiempo viviendo aquí, y así, las carreras no me las cobran a precio de turista, que se puede doblar o hasta más.
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Las plantas tienen su sabiduría de la vida. La planta de astromelias que tengo dentro de casa decidió darme felicidad, tal vez se deba a que le puse abono de humus de lombriz, tal vez la época, tal vez su esencia que decidió hacer nacer rápidamente dos nuevas ramas y comenzaron a surgir flores que tal vez me imagino blancas. Toca esperar y verlas mientras crecen. Por ahora tienen un verde suave casi como sus hojas y se han ido aclarando en los días. A veces las historias que vamos investigando se van abriendo de poco a poco. Una savia que mueve las cosas sin darnos cuenta, también alimenta los hechos de la vida. La búsqueda de los orígenes de Mariana Varela no sé a dónde me llevará. Al averiguarla a ella, al imaginármela a ella, un pedazo de mí siento que se construye. El viaje al cementerio era descubrir algo de ella, de dónde venía, desde siempre mi savia me decía que me ocultaban algo.
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- Por Adriana Rosas Consuegra