Puro Cuento
El uniforme oculta los calzoncillos rojos de óvalos blancos, cosidos por su madre con un corte de algodón satinado que guardaba para un vestido. El teniente Abel se aleja unos pasos del espejo para esconder la barriga carbohidratada, de flaco estrecho. Toma por el manubrio la bicicleta verde olivo y se dispone a pedalear. Reacciona cuando le parece ver la sombra de Marilyn. En ella va pensando, con la rutina lenta de cada madrugada, al salir hacia la Oficina. Una conversación había quedado colgada. Otra vez la borrasca del divorcio amenaza su cronómetro de psiquiatra seguro de que la actuación no presenta fallos. Otra vez Marilyn le impide averiguar, evaluar.
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- Por José Prats Sariol
viajado hasta el fondo de la muerte.
No digas que fue un sueño
Terenci Moixa
-¿Cómo va esa investigación?- preguntó a la escritora, que la miraba fijamente sin pronunciar palabra.
-Bastante avanzada, más de lo que te ha hecho pensar mi silencio de estos meses- le respondió, mostrándole dos butacones de cuero frente a una mesa cubierta por una montaña de documentos -. Al principio era solo compilar material para escribir una suerte de enciclopedia; ahora, me he enamorado de la idea.
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- Por Marié Rojas Tamayo
A Rimbaud (*)
Abrió la puerta y no pudo salir. ¿Cómo? No podía creerlo, ¡no podía creerlo! Por más que intentara: ¡no podía salir! Algo se lo impedía; era como si hubiera un muro entre el interior y el exterior, situado precisamente ahí, en la puerta. Sin embargo, el hueco de ésta era el de siempre: transparente, si así se puede decir. Podía ver la calle a través, la gente que pasaba, los carros... Pero, ¡no podía salir! ¿Cuántas veces lo intentó? Era como si la puerta no se abriera: ¡no podía salir!
Dejó de debatirse contra "eso" que le impedía pasar del otro lado, y gritando de pura impotencia salió corriendo hacia el primer piso. Saltó a zancadas los escalones, pensando en la ventana de su dormitorio. Tal vez arriba todo sea distinto, se decía sin saber por qué. El pecho le escocía y respiraba rápidamente, como por soplidos. La ventana, la ventana, se repetía como si así quisiera cadenciar los movimientos bruscos de sus piernas subiendo apresuradas. Al llegar ante ella, titubeó antes de abrirla. Pensó que por allí no podía salir, si quisiera. ¡No iba a saltar, no! Pero más pudo la angustia de sentirse encerrado: la abrió a la carrera. Tal vez no sea sino la puerta la que se niega a dejarme pasar, exclamó en voz baja y sorprendiéndose de su ocurrencia.
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- Por Freddy Téllez
De pequeño tenía un tren de madera; lo hizo el tío Fermín y me lo regaló un día de Reyes. Es lo que mejor recuerdo de mi infancia: aquella locomotora pintada de negro, con sus tres vagones rojos; el tosco y querido tren de madera en el que quería salir de España y llegar a América. Dicen que la vida es un eterno retorno, pero yo creo que es un monótono ir y venir por las mismas estaciones; sólo varían los viajeros que nos acompañan.
La ingenuidad de la infancia había quedado atrás, así que, ya mayor, logré irme al otro continente en el transporte normal que escogen los adultos. Ahora, después de 20 años, regresaba como viajan los turistas.
¿Cómo comenzó este viaje al fondo de mí mismo? Después de un largo trayecto en avión, tomé un tren al anochecer: era incómodo, ruidoso en su traqueteo, y dentro de él se respiraba ese aire de conformidad que tiene la pobreza digna. Durante toda la noche estuve cabeceando entre los esporádicos silbidos y las mortecinas luces de las estaciones que iban apareciendo. Entonces sentí que estaba inmerso en otro tiempo, el que deja de importar, el que no transcurre aunque se avancen kilómetros y el reloj continúe moviendo sus manecillas. De vez en cuando me sobresaltaba ante el estremecedor ruido que hace el paso de otro tren en sentido contrario.
Había pasado de un continente a otro, y ahora un tren me llevaba a mi pueblo, a la única referencia de mi pasado. Hacía más de veinte años que me había marchado; una madrugada me despedí de los tíos que se hicieron cargo de mí cuando mi madre murió de parto y mi padre cogió su rumbo al poco tiempo. Ahora volvía porque la amable carta de un amigo de la infancia me puso al corriente de que mi tía se encontraba muy mal, así que mi intención era verla antes de que muriera, que es lo único que puede hacerse en estos casos, y saber qué pasaría con mi tío, al que no le quedaba ya otro pariente que yo, que ahora regresaba con el enorme cansancio que produce el abrirse paso en espacios ajenos.
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- Por Lilliam Moro
El chabón se me acercó y me preguntó si conocía algún lugar de putas.
Lo hizo como si yo tuviera cara de ser un gran conocedor de la gran ciudad. Yo soy un gran conocedor de la gran ciudad. Por eso, de entrada supe que el chabón tenía un don. Por eso, en vez de darle alguna vaga referencia, decidí acompañarlo. Decidí es un decir, lo acompañé no más.
—Vos tenés un problema —me dijo, mientras enfilábamos para Constitución.
Asentí con seriedad, sin pensar que cualquiera podía "adivinar" eso.
—Ya vamos a hablar —me dijo, también muy serio.
Era la tardecita, así que las putas empezaban a salir de sus cuevas y poblar las esquinas. Pero, quizás porque todavía era temprano, quizás por el frío, quizás por el recuerdo de alguna redada reciente, no había demasiadas.
—¿La conocés? —me preguntó el chabón, señalando con la cabeza hacia una puta que se había apostado en una esquina, medio tapada por un árbol. Yo no la había visto. Tampoco la conocía. Le dije que no.
—Está bastante bien —dijo. Yo me encogí de hombros, como se dice. Apenas la veía y, después de todo, ¿qué me importaba? El que estaba caliente era él.
—Igual, yo también tengo un problemita —dijo—. Nada grave.
Rebuscó en los bolsillos con suma lentitud. Al fin sacó un billete y me lo mostró discretamente.
—Tengo diez lucas. Solamente diez lucas.
Otra vez me encogí de hombros, pero con otro sentido. Como que tuve que agregar algo.
—Y... es poco.
El chabón sonrió. En realidad, se la pasaba sonriendo. Esta vez era una mezcla extraña de modestia y suficiencia.
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- Por Pablo Valle
...que tú te has ido no es cierto
tú estás viviendo en el pueblo...
De una canción de Ramón Leonardo
El sonido de las gotas sobre las hojas de los árboles lo transportó a los días felices de la infancia, al patio lleno de mangos en el que se bañaba bajo la lluvia, chapoteando en el lodazal que se formaba, a la voz tierna pero firme de la abuela diciéndole que entrara ya y se secara bien para que no pescara un resfrío.
Se asía a esos recuerdos como un náufrago a un madero en medio del mar.
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- Por Luis Reynaldo Pérez
Ordenar los recuerdos de mi boda me resulta una hazaña difícil. En honor a la verdad debo confesar que tuve la
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- Por Guillermo Camacho
A José María (Chubi) y Jesús (Chu),
en la Plaza de la Estación de Århus.
Hace ya tanto tiempo
Sé que hay gente que vive por ahí en el extranjero por motivos de trabajo. Ha obtenido uno de esos puestos de ensueño como director comercial de una multinacional, diplomático, funcionario, profesor del Instituto Cervantes, corresponsal, qué se yo, algo que cuando se lo cuentan a uno queda impresionado –tal vez acomplejado– y con un poco de envidia: ¡Caramba qué espabilada es la gente ... y qué lista!
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- Por Lucas Ruiz
Soñé que caminaba hacia el escritorio, y que andaba tranquila porque la trama, los datos y esbozos de una novela estaban tan planificados, que solo me bastaría sentarme a transcribirlos. Desperté. Molesta porque hurgando lo más meditado y entrecerrando ojos inclusive, no encontré el mínimo indicio de una historia. Y bueno, ya ha pasado un tiempo desde que no escribo nada, pensé... porqué amargarme ahora que había dejado de hacerlo, una jornada poco común presidió ese desencuentro mañanero. Pasaba que el trapeador estaba tan sucio que la simple idea de lavarlo a mano me repugnaba, pero había que tomar en cuenta que alguna pendejada había pasado en las cañerías, y que de todos los lavabos estaba goteando un espeso grumo entre café y rojo, que durante toda la noche a placer formó unos asquerosos laguitos que no se si queriendo o sin querer pisé al despertar descorazonada por mi sueño, insisto: no se si quise pisar o no, y eso es un dulce sentimiento que provoca en mi la posibilidad de hacer o decir algo que sé que súbitamente me perjudicara y no a la larga, el juego promueve el desastre al instante. Ejemplo: mi novio, en las conversaciones tiene una intolerancia exagerada a cualquier comentario inapropiado sobre su familia, no me refiero a insultos ni a nada malo, sino a algo así como: —mi amor, tu hermana se está poniendo gordita, o: —¿tu mamá tiene muy mal genio no? El pobre individuo se sulfura, comienza desde el tic en la mano, sus dedos se mueven involuntariamente de arriba hacia abajo, en un intento de (yo supongo) levantarme la mano, después un furor rojo, no miento, rojo que se eleva desde su cintura hasta su frente, (sé que viene desde la cintura por qué se puede ver la coloración paulatina desde el triángulo de camisa que deja abierto hasta la parte baja del esternón con la intención de mostrar los cinco pelos a lo sumo que adornan su pecho pálido, que deja de ser pálido por mis supuestas imprudencias) y eso no es nada, después viene el levantamiento de su cuerpo rígido, se pone de pie, las manos en la cintura, me mira directamente a los ojos, que están más blancos que nunca, (seguramente por el contraste con la piel roja) y más o menos entre quince y veintiún segundos, le cambia la voz y con ella dice dos o tres cosas que me duelen y hieren tanto, que termino llorando, lanzando algo, y por último, corriendo y tirando cualquier puerta, ganando protagonismo, acudiendo a mi víctima, mi victimes, mi amiga infalible, la que a veces tengo que forzar de más la máquina.
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- Por Silvia Stornaiolo