Vendimia

miguel_gomes_005Las vecinas habían declarado la vista de Theresa Johnson en estado de emergencia; era poco menos que un desastre natural. Patti McNeece era durilla de oído; puestos a comparar, las tapias lo tenían absoluto. Con las planchas, Molly Turner no articulaba una sílaba sin que alrededor se abrieran los paraguas. Pero ninguna tenía auténticas quejas al respecto: eran lo que eran y lo que habían sido.
Le tenían miedo a la muerte, como cualquiera, aunque también temían los días de lluvia, el catarro del otoño y el polen, con o sin primavera. Mary Varella era la única amiga de Dolores Sullivan que no hacía de la queja una forma de saludo. Era también la única a la que jamás habían visto de mal humor, despotricando del Seguro Social, los excesos liberales del alcalde o el aumento de los impuestos que asfixiaba a las viudas de los jubilados. Mrs. Varella no perdía la buena disposición; tenerla cerca y escucharla discurrir calmadamente sobre los problemas que alteraban a las demás le hacía bien al alma.

-Mary, y tú ¿qué opinas? -preguntaban, a sabiendas de que las tribulaciones dejarían al menos de ser importantes.

-Lástima que no seas doctora, Mary, mira que la artritis no me da tregua -ése era el principal achaque de Mrs. Sullivan.
Cuando las reuniones se hacían en casa de Mrs. Varella las ceremonias incluían una hora u hora y media de instrucciones para bordar a la manera portuguesa, que Mary había aprendido directamente de su madre, e incluían no menos el paso de una bandeja de broas o de bolo preto, recetas también familiares. Con las orgías de galletitas y azúcar el círculo de amigas, alborotado, llegaba a la conclusión de que la televisión no era necesaria para nada en esta vida, quizá tampoco en la otra. A esas alturas, tenían las casas llenas de cubrecamas, fundas y manteles variopintos.
En los días oscuros del invierno costaba subirse el ánimo: pesaban los muertos, las relaciones que habían acabado mal, las largas listas de errores que se cometen y a veces se cargan en la conciencia. En esos momentos difíciles, Mrs. Varella se armaba de valor (aunque ninguna estuviese segura de que así fuese: no veían más que una cara seria que no abusaba de la seriedad) y se acercaba al grupo, dirigiéndose a la que parecía más agobiada:
-Quiero que pruebes algo.

-¿Qué?

-Nunca preguntes.
-Ésta es la casa de los misterios...
Primero Theresa, en presencia de Dolores y Patti; después, Molly, en presencia de Patti y Theresa; luego, Dorothy, Sophie, Joann, siempre en presencia de otras. Una a una probaron ese algo que Mary les ofrecía en una copita de licor de huevo, pero que definitivamente no era licor de huevo, ni crema irlandesa, ni aguardiente. Y todas sonrieron como benditas desde el primer sorbo, sin preocuparse más por las tinieblas a las tres de la tarde, ni por las tempestades, ni por la helada que anunciaban para dentro de unas horas, con el encierro y su secuela de pinchazos en los huesos.
Mrs. Sullivan, la más moderada, fue la última en probarlo. Mary Varella no se atrevía con ella, así que tuvo que ser Dolores misma la que le extendiera la invitación a que la invitara:
-Mary, está entrándome el frío. ¿Qué te parece si me das a probar algo?
-Pensábamos que no tomabas -intervino Mrs. Alario, sacando por unos segundos la vista del bordado.
-Yo también lo pensaba, Marisa; lo que pasa es que al madeira no sé decirle que no -hacía una veintena de años que Dolores Sullivan no le guiñaba a nadie; cuando por fin lo hizo, sintió en el párpado la falta de costumbre.
-Tengo la impresión de que es oporto, pero no me hagan caso: de vinos no me entero -fue la única explicación que se le oyó a Mrs. Varella cuando le acercó a Mrs. Sullivan la copa.
El aroma le destapó a Dolores los sentidos, como si hubiese bebido un potente antihistamínico; luego los ojos se le pusieron en blanco. En torno suyo, las amigas se apresuraban a alcanzar, con una habilidad un poco anómala, juvenil, sus respectivas copas, que amenazaban con escabullirse. Chinchín, risitas y gorjeo. Con el primer trago, Dolores se remontó a la adolescencia; se paseó cogida de la mano con el primer novio (sin muchas consecuencias: estaba en la secundaria). Sintió roces, no solo del hilo y el bordado, sino de manos que la habían tocado; arenas de la playa; sedas finas. La brisa de una tarde de agosto en que caminaba por las montañas y regresaba a una cabaña que sus padres habían alquilado en los Berkshires. Rememoró, incluso, el momento exacto en que se dio cuenta de que un hombre podía gustarle. Rápidamente se recompuso, porque estaba segura de que al marido muerto podrían venirle con alguna historia (las ánimas en pena vivían del chisme), cuando en verdad estaba recordándolo a él, que fue el primer hombre que le pareció real y más o menos duradero. No sabía si volvía, en cuestión de segundos, a enamorarse del difunto o de la vida que habían tenido juntos.
Una buena forma de asir la cordura era conversar. Mrs. Sullivan dio con las palabras que expresaban lo que sus amigas sentían:
-¿De dónde has sacado este milagro, Mary?
-Es vino casero -Mrs. Varella recogió las copitas y miró más seriamente a la concurrencia. Era obvio que preparaba una de las suyas-: lo hace mi familia.
Hubo intercambio de miradas.

Miguel Gomes (1964). Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de narrativa: Visión memorable (microrrelatos), La cueva de Altamira (cuentos), De fantasmas y destierros (cuentos), Viviana y otras historias del cuerpo (cuentos), y Viudos, sirenas y libertinos (cuentos y nouvelles). Vive en los Estados Unidos desde 1989, donde trabaja como profesor de posgrado en la Universidad de Connecticut.

-Hace siete años fuiste a Portugal a enterrar al último pariente -recalcó Theresa, como si fuera necesario.
-Te queda una ex nuera, pero es polaca, y no creo que quiera mandarte vinos de regalo -por la manera de asentir, todas parecieron darle la razón a Marisa: estaban al tanto de las angustias y los divorcios del hijo de Mary, que en paz descanse (ya que en vida no lo hizo).
-El vino se hace en esta casa -la escrutaban igual que antes-... Parece mentira: me han salido unas descreídas... Mejor me acompañan.
El grupo se levantó y la siguió con titubeos, pero excitado.
Mrs. Varella las condujo al sótano. Eran estrechas las escaleras, y la madera crujía. Al final del último escalón la anfitriona localizó el interruptor. Aunque la bombilla apenas iluminaba las inmediaciones, vieron que en una de las esquinas se amontonaban los toneles de vino. Más curiosa les pareció una cortina que daba al subterráneo un aire de teatro. Sin que tuvieran tiempo para preguntarle qué escondía, Mary la corrió y aclaró el enigma. O quizá no tanto.
Había un recipiente enorme. Adentro, el hijo de Mary, el marido, el padre, la madre, el tío Mafaldo, la tía Inês y la tía Clarisse se arremangaban pantalones y faldas (hasta bien arriba; no era cómodo estar viéndoles a los finados tantos pelos, pecas y várices). Pisaban uvas rojas y llenas de luz, sin la transparencia que afectaba a los que bailaban encima de ellas. Porque lo hacían: junto al lagar otro espectro había inflado una gaita chillona, más apropiada para las serranías de Trás-os-Montes que para la acústica de un sótano. Theresa y Dolores reconocieron a Zeca, el hermano de Mary. Había inmigrado a América, pero la nostalgia de su tierra prevaleció y acabó regresando a ella.
El Más Allá había conseguido reunir las dos ramas de la familia, la isleña y la del norte de Portugal; los que se habían quedado en el Viejo Mundo y los que habían venido al Nuevo a desarraigarse. El fin de la vida resuelve esas dispersiones. Mary se esforzaba en explicarlo en medio del jaleo de la música. Buenos pulmones que se gasta el Zeca, para estar muerto: el comentario lo hizo Theresa, que no podía disimular lo interesada que seguía en él, tan guapo como en sus años de vivo. Las amigas estaban enteradas de las sagas sentimentales de Theresa pero, por cortesía, trataban de no ser expertas en el asunto. Mary, en todo caso, añadió que nunca se había sentido tan feliz, ni cuando los suyos eran de carne y hueso. No tuvo que agregar nada: el vino hablaba por sí mismo.
De regreso al primer piso, notaron que la temperatura había subido y decidieron salir al porche, a liquidar lo que quedaba de la tarde. Distinguieron, apenas se sentaron, una figura oscura que se aproximaba a la casa. Pensaron al principio que era el cartero, porque a veces venía tarde (se entretenía en cierta casa del vecindario, sabrá Dios la razón: allí vivían unos recién casados y el hombre, que era médico, se la pasaba en la clínica). Pronto comprendieron que el que estaba apostado en el porche, frente a ellas, no era el cartero, sino la Muerte.
No se cohibieron; las visiones del sótano las habían animado. Ni las cataratas de Theresa, ni la sordera de Patti, ni la falta de dientes de Molly, ni mucho menos la artritis de Dolores, les impidieron recibir al visitante con regocijo.
-Usted cada día se ve más joven -casi exclamó Marisa.
-Es verdad; ¿cuál es el secreto? -agregó Molly, domesticándose la dentadura postiza-. No parece mayor de edad... ¿lo es?
-Tengo todo el tiempo del mundo -la sonrisa de la Muerte era impecable; además, cantaba de maravillas: durante unos minutos les tarareó Time is on my side.
Acabada la función, se dieron cuenta, por primera vez, de que parecía un adolescente. ¿Acaso una adolescente? -en el atardecer, y con aquel tono de voz, costaba precisarlo. El visitante, afable, las estudió como si procurase a una de ellas, escogida de antemano. O como si considerase, más bien, llevarse a varias y no supiera por dónde empezar. Hizo finalmente una pregunta:
-A ver, chicas, ¿por qué tanta curiosidad?
Mary Varella respondió sin vacilar:
-Por nada en particular... simplemente queremos saber si usted está en edad de probar algo.

Foto Miguel Gomes©Sandra Bracho.
Vendimia facilitado por el escritor Miguel Gomes para Aurora Boreal©.
Vendimia hace parte de la serie Tres cuentos góticos del escritor Miguel Gomes.

 

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