Óscar Osorio - "La huelga"

La casa anegada
Óscar Osorio
Relatos
Programa Editorial Universidad del Valle, Cali, Colombia
Páginas 100
2018

La huelga

 

Este relato pertenece al libro de cuentos La casa anegada

 

Siempre acompaño a mamá cuando viene al parque. A veces se ausenta durante semanas, pero regresa, deposita la ofrenda floral y se dedica a recordar el pasado. Hoy advertí algo distinto, había una especial intensidad en su rememoración de los años que estuvo entregada a los trabajos de la huelga. Me senté a su lado. La luna vibraba en la superficie del lago, agitada por el chapoteo de un pato solitario. Era un barraquete aliazul macho, con su luna creciente duplicada en la cara. Me entristeció su soledad. Supuse que se habría cansado o enfermado durante la migración y, abandonado por la bandada, ahora estaba perdido para siempre en este lago. Me aproximé. El ave se escabulló. La luna se aquietó en la superficie del agua. Imaginaba esa hoz de luz en la mano huesuda de la muerte, cuyo cuerpo completaba con las sombras del bosque, cuando oí el grito de mamá. Regresé a su lado. Señalaba un lugar impreciso entre los árboles y hablaba de la mujer del traje azul, Es una de las huelguistas, una de las que se quedaron. Los ojos de mamá estaban muy abiertos, sus labios se fruncían con fuerza. Temblaba. La abracé. Nos quedamos así, pegados el uno al otro en esa banca, bajo la leve luz de la luna creciente. Al cabo de un rato decidió ir tras la mujer. Traté inútilmente de disuadirla. Le dije que hacía años habían desaparecido las últimas huelguistas. Ella no hizo caso. Nunca lo hace. Es terca como una mula, dice papá. Por eso se quedó sola. Esa tozudez nos arruinó la vida. Lo dice sin rencor. Todavía la ama, pienso. Tomé a mamá del brazo y caminamos alrededor del lago. Pareció encontrar a la mujer recostada en el tronco musculoso de una ceiba. Le insistí en que estaba delirando. Tienes fiebre, le dije. Hay que regresar. No hizo caso. La mujer le hablaría de los años de desolación, de la espera inútil. Yo no las abandoné, le dice mamá. Hubo complicaciones, me dejaron hospitalizada. Estaba muy débil. Cuando volví, habían quitado las carpas, otra gente se paseaba alrededor del lago, había enamorados y juegos de pelota. Las busqué muchos días, pero ustedes habían desaparecido. Mamá agita sus manos en el vacío, como si quisiera detener a la mujer del traje azul. Le dijo que esperara, que tenían mucho para hablar. Al parecer, estaba apurada. Mamá bajó los brazos. Dejó que la sombra desapareciera. Estaba muy triste. Empezó de nuevo a repetir la historia, en un monólogo compulsivo. Mientras ella recitaba sus recuerdos, que me sé de memoria, yo me divertía susurrando las frases antes de que las pronunciara, Éramos dos mil mujeres trabajando en turnos de doce horas. La compañía había prosperado y abierto nuevas sucursales. Era la insignia social, el empeño empresarial para mostrar, la constancia y la perseverancia, el éxito. A los dueños les rendían homenajes, les dieron la Cruz de Oro por contratar exclusivamente a mujeres cabeza de familia. Dos mil obreras bendecidas por trabajar en una empresa con sentido humano, decían. Mamá era una de ellas, una de las más antiguas. Siempre les habían prometido mejorar las condiciones laborales, pero surgían otros proyectos de expansión que requerían el sacrificio y la devoción de todas. Un ruido me alarmó. Algo se movía a unos metros, aplastaba las hojas secas, sacudía los arbustos, avanzaba en dirección nuestra. Me quedé observando. Era el pato solitario. Iba a ir a su encuentro, a hacerle compañía, pero desistí, Un día nos cansamos. Comenzó cierta comezón de inconformidad, un fastidio que fue creciendo. Nos reuníamos en el parque, en las horas de la noche, después de las largas jornadas de trabajo, a intercambiar ideas, a buscar la manera de unirnos para exigir la disminución de la jornada laboral, descanso los sábados después del mediodía, servicios médicos para la familia, prestaciones sociales, ayuda para que los hijos pudieran estudiar. Casi sin darnos cuenta, nos sorprendimos organizando un sindicato, redactando estatutos, designando voceros, armando pliegos, decidiendo la huelga. Mamá se quedó callada. Me pareció que la mujer del traje azul había regresado. Conversaron un rato. Estaba muy atenta a lo que decía, confirmaba con la cabeza. En algún momento, sus ojos se movieron lentamente hacia arriba, como si la mujer se hubiera levantado. Ella también se levantó, con dificultad. Estiró su cuerpo hacia atrás, mitigando el viejo dolor del nervio ciático. Caminaron juntas. Se sentaron en una banca cerca del lago, frente al pato solitario y la guadaña de la luna. Es un fotograma, pensé: la luna creciente duplicada en el agua, la banca, las sombras, el lago, el pato media luna, el parque engullendo. Mamá es esa foto, concluí. Me invadió un profundo desconsuelo. Mamá es esa foto y esa casa anegada 350cantinela, Los primeros días fuimos un grupo de treinta mujeres con pancartas gritando consignas. Las otras compañeras nos miraban como a bichos raros y entraban a trabajar. Algunas nos insultaban, nos señalaban. Desagradecidas, mordiendo la mano que les da de comer, perezosas, perequeras, nos decían. Mantuvimos nuestras peticiones. La policía intervino. Nos expulsó a golpes. Algunas terminaron en el hospital. Sin embargo, el movimiento se fortaleció. Otras mujeres se unieron al paro. La compañía envió a dos abogados para negociar. Ellos ofrecían el perdón de los patronos. Borrón y cuenta nueva. No lograron nada, pero se hicieron amigos. Tomaban café, conversaban durante horas, se quedaban hasta tarde de la noche alrededor de una fogata. Uno de ellos se convertiría en el padre de mi hermano, No cedimos. Era un asunto de dignidad. No la dignidad de los patronos, que es la del dinero, sino la de las obreras, nutrida de grandes ideales: equidad de género, justicia laboral, derecho al ocio, reivindicación de la protesta. El movimiento se llenó de contenidos, de proclamas, se fortaleció, creíamos poder con todo. Mamá se alteraba en esos pasajes del recuerdo, elevaba la voz. Siempre igual. El pato sacó el pico de entre las alas, se metió al agua y se desplazó fracturando el espejo de la luna, transformando en rayo la hoz de luz. Le pregunté a mamá si no tenía frío, le pedí que nos fuéramos, le enseñé la hora. No me hizo caso. Se volvió a sentar, tomó la mano de la mujer, le alisó el cabello. Me conmovían sus expresiones de afecto, su locuacidad. Ella siempre fue una mujer parca y silenciosa. No tengo recuerdos de una madre pródiga en afectos y caricias. Nunca me he quejado. Su amor buscaba otras maneras de manifestarse. Las flores que recoge para mí, por ejemplo. El llanto. Su invaluable compañía en la fría soledad de estos años. El canto de los grillos y las cigarras se intensificó. Mamá pareció tomar las manos de la mujer, El parque se fue llenando de tiendas de campaña. Conseguimos baños portátiles. Ante la insensibilidad de los patronos, la solidaridad creció. Pusimos cajas para donantes y la gente fue muy generosa. Eso nos dio ánimo para seguir y atrajo a más huelguistas. Llevábamos ocho meses de paro. Ya sumábamos casi mil trabajadoras en pie de lucha. Entonces los patronos se enfurecieron, les exigieron a las autoridades que nos expulsaran del parque, que disolvieran las manifestaciones o ellos cerraban las fábricas y se trasladaban a otra región, con sus impuestos, su bienestar social, sus recursos para las campañas, su fundación de ayuda a los discapacitados. Con argumentos de sanidad, de ruido, de desprotección de la infancia, de abandono de los hogares, de trasgresión de no sé cuántas leyes, el alcalde ordenó que desocupáramos el parque y envió a la policía con tanques, chorros de agua, gases lacrimógenos, palos. En horas nos dispersaron y en horas volvimos. Mucha gente se atrincheró con nosotras. Rearmamos las carpas e hicimos fiesta. Mamá se puso a bailar con la sombra del traje azul, danzaban bajo la luna creciente, daban vueltas, saltaban. Me daba miedo que se lastimara, pero sabía que ella necesitaba la dicha de esos minutos, Venían mariachis, tríos, duetos, solistas a regalarnos serenatas de apoyo. Las cajas de recolección de fondos mantenían llenas, sobraba comida, hacíamos fogatas, bailábamos y cantábamos hasta la madrugada. La policía aparecía de tanto en tanto, nos apabullaba y dispersaba, pero en horas nos reuníamos de nuevo y se fortalecía el movimiento. A nuestro alrededor se instalaron vendedores de minutos, maromeros, zanqueros, limosneros, expendedores de droga, buhoneros, puestos de comida. Cuando mamá cuenta esa parte de la historia, yo recuerdo las escenas, vuelvo a vivir esa felicidad compartida, las escasas semanas en las que me fue grato vivir. Por esos días de carnaval, papá renunció a representar a la compañía. El otro abogado hizo lo mismo. Juntos les ayudaban a responder cartas, a manejar los medios de comunicación, a buscar ayuda de organismos de protección nacionales e internacionales. Papá se quedaba algunas noches en la carpa de mamá. En las mañanas iban delegaciones a las fábricas, bloqueaban el ingreso del personal, repartían volantes, arengaban, pintaban grafitis. Mamá perdió el equilibrio, trastabilló, se sostuvo de la banca para no caerse. Se sentó. Estaba muy pálida, respiraba con dificultad. Le insistí que era hora de regresar a casa, que iba a llover. Le mostré el cielo. La luna había desaparecido en un cuajo de nubes negras. La superficie del agua se había oscurecido, se había borrado el pato solitario. Apenas se veía, difusa, la media luna blanca de su cara. Los ojos de mamá también se nublaron y la sombra a su lado se desvaneció en una penumbra impenetrable, Que se vayan a la mierda. Pareció agotarse en ese grito. Seguramente estaba recordando el día que las trabajadoras activas vinieron al parque a pedirles que terminaran la huelga, que la fábrica iba a cerrar, que pensaran en la gente. Ellas no cedieron. Las otras volvieron armadas de palos, de piedras, de bolsas llenas de porquería que les aventaban mientras gritaban que la fábrica había cerrado y eso era lo que iban a comer. Mierda, les gritaba mamá, mierda hemos comido toda la vida. Luego llegó la policía con sus chorros de agua. Se dispersaron. Cuando todo se calmó, las huelguistas regresaron al parque. Todavía quedaban algunos simpatizantes. Les llevaban ropa limpia, desinfectantes, jabón, comida. Cada vez eran menos. La mayoría de las huelguistas decidió que todo había terminado, recogieron sus cosas y abandonaron. Al poco tiempo la fábrica abrió en un municipio cercano. Contrataron a las obreras que no habían participado en la huelga. Para compensar las pérdidas, los nuevos turnos de trabajo fueron de doce horas. Día tras día, más huelguistas iban abandonando. Apenas quedó un puñado de mujeres desconcertadas, extraviadas, sin rumbo. Miré a mamá contra la luz de la luna, que se asomaba tímida. Me asaltó la sensación de que ella era un fantasma. Le repetí que era hora de volver, pero se atrincheró en la banca, se aferró a su pasado. La policía hizo un cerco con telas sintéticas verdes alrededor de la docena de carpas que quedaban. Nadie volvió a este lado del parque. Solo papá, que salía a trabajar en las mañanas y regresaba en las noches con algunos víveres y agua. Él vivió con mucho dolor esos dos últimos años, en los cuáles el único sosiego que tuvieron fue la boda que improvisaron en las carpas cuando mamá supo que estaba en embarazo. Se casaron una noche de luna llena. Papá compró vestidos para todos. Mamá hablaba de esa boda extraña, sus damas azules. Fue la última fiesta. Una fiesta triste, decía papá. Hacía poco había muerto una mujer de la carpa cinco. Dos meses después otra mujer de la carpa cuatro salió con unos dolores intensos en el vientre. No volvió. Luego se escabulló una mujer de la carpa ocho y, esa misma tarde, dos de la carpa quince abandonaron. Con el paso del tiempo desertaron las últimas huelguistas. Solo quedaron tres mujeres silenciosas, cuya vida se disolvía en una rutina infame, en el vacío de una resistencia hecha de decepciones, un fracaso que paliaban el amor y los cuidados de papá. Él seguía llevando lo necesario y persistía en sus súplicas para que abandonaran el parque. Casi cuatro años llevaba apoyándolas, tratando de hacerles más llevadera la vida, con una fidelidad y una constancia asombrosas. Sabía que la única manera de mantener a mamá a su lado era aceptar ese amor lúgubre y esperar que un día su propia desesperanza la dejara retornar a una vida normal. Creyó que ese día había llegado con los dolores de parto. Les dijeron a las otras dos mujeres que abandonaban el parque, que ya nadie se acordaba de la huelga, que papá había alquilado una casa donde podían vivir todos juntos. Nada contestaron, los miraron con odio y se internaron en sus carpas. Papá pensó que podrían vivir tranquilos, tener otros hijos, comprar una casa. No fue así. Mamá lo abandonó cuando mi hermano tenía seis meses. Se enteró que papá había sido reenganchado por la compañía después de su traslado. No soportó esa traición. No le perdonó que las hubiera ayudado con el dinero maldito de los patronos. Nunca más le volvió a dirigir la palabra. Dejamos la casa. Regresamos al parque. Mamá instaló una carpa. Sus amigas ya no estaban. Papá lloraba nuestra indigencia, rogaba. Todo fue inútil. La familia y los amigos lo presionaban para que nos sacara de aquí. Le suplicaban que internara a mamá. No fue capaz. Trató de acomodarse a la nueva situación, nos dejaba mantas y comida. Mamá nada tomaba, prefería las sobras y las hilachas, el hambre y el frío. Así vivimos unos meses, hasta que me enfermé y papá se llevó a mi hermanito. Quiso llevarme a mí, pero mamá no se lo permitió. Le dijo que, al fin y al cabo, yo no era su hijo. Vi al otro lado del lago la sombra de papá. Siempre viene. A veces trae a mi hermano, que ya tiene casi mi edad, y yo me siento a su lado. Observa de lejos a mamá. La ve poner las flores y limpiar el rastrojo que se acumula al lado de la cruz. La ve dormitar sobre el césped y perderse luego en las brumas del amanecer. Sé que jamás nos abandonará. Su corazón se resiste al olvido. Mamá abrazó la cruz y se quedó quieta. Ahora todo está en silencio. No sé cuáles son mis recuerdos más antiguos, pero siempre ha estado en ellos mamá hablando de la huelga y llorando por mí. También por sus amigas. Ya no llora. Sus fuerzas se han agotado. La agitación se ha ido. Ya no alisa el cabello de la mujer del traje azul. Ya no habla. Duerme sentada sobre el césped, con la cabeza reclinada en la cruz. En la luna ciega de sus ojos hay una oscuridad insuperable. Ya no tiene fiebre. La dejo ahí, que descanse en la penumbra, y voy a sentarme con papá. Una suave brizna refresca las flores del almendro, hace una alfombra fresca a nuestro alrededor. Papá mira a mamá, a la luna que empieza a desaparecer de nuevo entre las nubes, al pato solitario, a la cruz, al lago, a la noche que todo se lo traga. Se preocupa porque mamá no despierta y pronto amanecerá. Viene a su lado, pone la oreja contra su pecho, le sacude el brazo, llora. No te preocupes, papá, le digo, vete a casa tranquilo que yo me quedaré a su lado.

 

oscar osorio 278Sobre Óscar Osorio
La Tulia, Valle, Colombia. Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Doctor en Literaturas Hispánicas y Luso-Brasileñas de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ha publicado los libros: poesía: La balada del sicario y otros infaustos (2002) y Poliafonía (2004); crítica literaria: Historia de una pájara sin alas (2003), Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005), El narcotráfico en la novela colombiana (2014) y El sicario en la novela colombiana (Premio de Ensayo Autores Vallecaucanos Jorge Isaacs, Cali 2015); crónica: La mirada de los condenados: la masacre de Diners Club (2003, en coautoría con James Valderrama) y Un largo invierno sin promesas (2016); cuento: Hechicerías (2008), Una porfía forzosa (2012) y La casa anegada (2018); novela: El cronista y el espejo (XXXII Premio Cáceres de Novela Corta, España 2007). Más de una veintena de sus artículos académicos han sido publicados en revistas especializadas y ha ganado distinciones para sus trabajos de grado: Meritoria a la tesis de maestría (Cali 2000), Premio Gutiérrez Mañé a la mejor tesis doctoral (New York 2013).

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Óscar Osorio. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Óscar Osorio. Carátula del libro La casa anegada © cortesía Programa Editorial Universidad del Valle, Cali, Colombia. Fotografía Óscar Osorio © Julián Jaramillo. Fotografía y diseño de carátula © Sara Solarte.

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