Milcíades Arévalo - La catástrofe

La catástrofe

A Soledad Restrepo, por siempre

 

La biblioteca del alcázar estaba situada en el último piso de una torre circular a la cual se llegaba por una escalera en espiral. Para colmo de males, allí nadie leía. A la señora Benazir únicamente le importaba comer, comer y comer. Era tanta su gordura que a donde quiera que iba tenían llevarla en un palanquín. A Saucina, la hija del señor Abedamera, una moza de trenzas doradas, más llena de bríos que una potranca, lo que más le gustaba era perder el tiempo suspirando por un marinero que le había prometido casarse con ella tan pronto volviera de un viaje alrededor del mundo. Bella Donna, una muchacha de ojos lánguidos vivía tocando la flauta, para que Saucina no estuviera triste.

Presumiendo que toda la familia del señor Abedamera había salido a ver el desfile de las comparsas del carnaval, traté de ordenar la biblioteca de la mejor manera, para que me alcanzara el tiempo para hojear los libros de rigurosa manufactura, raros y curiosos la mayoría, de leyendas y amores inventados, de pájaros de fuego y seres de incandescente belleza, de viajes y extrañas culturas, con la diferencia de que cada vez que abría un libro salía volando un pez, un dragón o una muchacha desnuda... Sin dejar que ningún pensamiento impuro me perturbara el ánima, continué ordenando los libros en los anaqueles, al cuidado de las plantas carnívoras que, si bien nadie veía a simple vista, años atrás se habían engullido una suma no despreciable de cristianos.

Súbitamente se abrió la puerta par en par y entró Saucina, envuelta en una saya que la hacía ver más desnuda de lo que estaba. Supuse que eran imaginaciones mías. La señora Benazir le tenía pánico a los libros y nunca subía; tampoco dejaba que su hija Saucina lo hiciera, porque tenía miedo que le nacieran alas, cosa que al señor Abedamera no le importaba: de tanto leer se había quedado ciego.

Saucina cerró la puerta con cautela, como previniendo que entrara de repente el espíritu de sus antepasados, dio vueltas alrededor del atril, pasó la mirada por encima de los manuscritos del señor Abedamera, le dio vueltas al mapamundi buscando una ciudad que no existí, le dio vuelta al reloj de arena; nada, absolutamente nada le llamó la atención.

—¿Qué haces aquí? –me preguntó malhumorada.

Mi alma crepitó como la fragua en la sed del encantamiento, ya perdido en calles oblongas, trapezoidales o en forma de poliedros, ya repletas de enamorados y golfas cantando canciones profanas, ya haciendo trueques con versos, pipas de marfil, postales, ungüentos, músicas de Alejandría, laúdes, cascos de guerra, olífonos, revistas de literatura y también de pornografía con el púrpura encendido del sexo en contraste con los grises del otoño y los amarillos de van Gog; ya perdido en laberintos construidos para huir de las ordalías piráticas de los inquisidores, negreros, misioneros y tratantes de blancas; ya feliz, indocumentado y loco.

—Los libros me tienen preso –me disculpé.

—¿Para qué lees tanto? –me preguntó.

A Saucina qué podían importarle los libros si vivía enamorada de un capitán que nunca terminaba de llegar a Samaria. La señora Benazir, pese a su ignorancia, era la única que vivía apegada a las costumbres del puerto sin otra ocupación que la de abanicarse el pescuezo para espantar el calor. No pocas veces tuve que acompañarla al mercado a comprar sahumerios, collares de fantasía, piedras preciosas, lencería, hilos, bolas chinas y perfumes que subastaban los mercaderes del puerto.

—¡Para saber lo que no sé! –le dije de manera tajante. Jamás se me hubiera ocurrido levantarle la voz, aun sabiendo que me tenían prohibido hablarle a la hija del señor Abedamera

—A mí ni siquiera me importa saber en qué mundo vivo, qué día es hoy, qué pasará mañana –respondió mirando displicente un huevo prehistórico que adornaba el escritorio. Lo tomó en sus manos, calculó el peso, el tamaño, la textura…

—¿Qué hace un huevo de avestruz en la biblioteca? –me preguntó.

—Yo apenas soy el bibliotecario y ya me estoy volviendo viejo para saberlo todo.

Le pedí que me dejara solo para evitarme disgustos con la señora Benazir, pero en vez de irse le arrancó los pétalos a una cayena que se asomaban por entre los barrotes de la ventana y fue como si un relámpago la iluminara en todo su esplendor. Viéndola a la luz de mi soledad, Saucina era puro pecado, adorable pecado, inolvidable pecado. Deseé que desapareciera de mi vista lo antes posible, pero ella no tenía la culpa de mis desgracias. El culpable era yo por desear lo que no me correspondía. Tratando de hacerla volver a la realidad, le pregunté por qué no iba a buscar a Bella Donna.

—Se quedó en el sótano afinando la flauta.

El sótano había sido construido de tal modo que un simple suspiro pudiera oírse nítidamente en la biblioteca. En tiempos de la inquisición lo habían utilizado para encerrar a las mujeres adúlteras, a los bujarrones y a los infieles.

—¿La dejaste encerrada? --le pregunté alarmado.

—Ni que estuviera enamorada de ella --dijo displicente.

—Los enamorados dicen una cantidad de tonterías que terminan por perder el seso –dije decepcionado.

Por la ventana se alcanzaba a divisar el azul del mar y su oleaje de gaviotas rasgando el horizonte, el faro a la entrada de la bahía, las faenas de la marinería en el muelle, los vendedores de especierías en el malecón, las comparsas del carnaval dando vueltas alrededor de un parque de flores secas…. Cuando la sirena de un barco se oyó en la distancia, Saucina se quitó la saya y comenzó a agitarla por entre los barrotes de la ventana.

—¡El barco! ¡El barco! --gritó como una loca. Saucina no dejaba de mirar la entrada de la bahía con tanta ansiedad que tuve miedo desapareciera en el aire.

Las gaviotas habían inundado el cielo de plumas y no se alcanzaba a divisar el faro a la entrada de la bahía ni las señales de humo que eructaban los barcos anclados en el puerto, no se oían ni siquiera los leves ronquidos de las calderas.

—Todo está muy oscuro, no veo nada, va a llover –le dije.

—Te estás quedando ciego --dijo y su corazón tembló como un pez en el fondo de un reloj de arena.

Saucina podía pensar todo lo que quisiera de mí, para eso era bella, para gastarse la vida soñando con el capitán de un barco que le había prometido casarse con ella y no entre los libros que, de tanto leerlos, terminarían por confundirle el cerebro. Al señor Abedamera le había ocurrido que de tanto leer se había quedado ciego, viviendo en un espacio intemporal donde las cosas tenían forma que su imaginación les daba y no como realmente eran. Posiblemente a mí también me iba a pasar lo mismo.

—Mi obligación primera es creer en todo lo que veo, según las reglas Y según las reglas no veo ningún barco en el horizonte.

—¡El barco! –exclamó.

—¡Ay, Saucina! Tu inocencia me enceguece.

Un viento helado envolvió la biblioteca y Saucina, presa del pánico, saltó a mis brazos y se puso a llorar de manera perversa, arañándome la espalda como si yo tuviera la culpa de su desgracia. Y de pronto el cielo se oscureció y ya no fue lo que era sino un abismo de oscuridad, azotado insistentemente por los relámpagos. Una gota cayó sobre mi cara y otra sobre su pecho. Y después era toda la lluvia. No. No eran imaginaciones mías porque comenzó a llover torrencialmente, con el tamaño de un miedo y muchas furias. Las gaviotas entraron por la ventana, el agua inundó la biblioteca y de todo lo que había allí, apenas quedó una masa informe de papel.

Después tantos meneos y consideraciones acerca de la felicidad y de lo bello que podía ser el mundo, Bella Donna volvió a tocar la flauta y Saucina bajó las escaleras dando salticos de dos en dos y yo me quedé pensando si realmente el señor Abedamera era ciego o el ciego era yo…

Muchos años después, el capitán de una goleta que venía para Samaria a visitar a su novia, vio en el mar miles de hojas que más parecían gaviotas volando en el agua que peces flotando en el aire, fenómeno que atribuyó, no al amor sino a un error en las cartas de navegación y cambiando de rumbo se fue para otro puerto.

 

milciades arevalo 385Milcíades Arévalo
Colombia, 1943. Periodista cultural, fotógrafo, narrador, dramaturgo, editor y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972. Entre sus libros publicados se destacan: A la orilla del trópico (Relatos, 1978), Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la adoración (Cuentos, 1988-2004), Inventario de invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la ducha (Novela, 2001), Manzanitas verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009), La otras muertes (2017). Tiene varios libros inéditos, entre ellos: El jardín subterráneo (Teatro) Cálida carne (Cuentos), Galería de la memoria (ensayos), La loca poesía (Antología), La torre del amor (Cuentos Medievales), La Lío y otras mujeres (Guion) y El oficio de escribir (Entrevistas a escritores y poetas). Sus cuentos, crónicas, entrevistas y ensayos figuran en diferentes periódicos de Colombia y en revistas como Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República de Colombia, Aurora Boreal® (Dinamarca), Puño y Letras (]Ecuador), Puro Cuento (Argentina); Casa de las Américas (Cuba), Plural de México, La Casa Grande y La Otra Revista (México), Vericuetos (Paris), Casa Silva y en diferentes las antologías de cuento: Antología del cuento colombiano de Pachón Padilla, Colombie a chuer ouvert, anthologie de la nouvelle latino-americaine (Francia) de Olver Gilberto de León; Racconti dal mundo (Italia) de Danilo Manera. Entre los premios obtenidos, figuran el Concurso de cuento Testimonio (1984), Premio de Novela ciudad de Pereira (1985), Concurso Gobernación del Quindío (1980) -1981), Premio de Novela Ciudad de Pereira (1991), Finalista Premio de Novela Cámara de Comercio de Medellín (2015) y Premio Gestión Cultural de la Secretaria de Cultura, Recreación y Deportes –Idartes de Bogotá (2015). Ha sido Jurado de cuento, novela, teatro y poesía en más de cien eventos de esta naturaleza. Ha participado en diferentes encuentros, entre otros: "Conmemoración de los 10 años de la muerte de Pablo Neruda", Universidad Autónoma de Santo Domingo (República Dominicana, 1983); "Viaje por la Literatura Colombiana", realizado por el Banco de la República (1984); "Primer Encuentro Iberoamericano de Teatro" (Madrid, 1985), con presentación de su obra "El Jardín Subterráneo" en Madrid, Granada, Palma de Mallorca, Toledo. Realizador del 1o, 2º y 3º "Encuentro de Revistas y Suplementos Literarios" en la Feria del Libro de Bogotá, durante los años 1988, 1989 y 1990. "Primer Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe", invitado por Casa de las Américas (La Habana-Cuba, 1989). Durante su vida ha sido marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y dramaturgo. Estudió español y literatura, pero se considera autodidacta por naturaleza. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia.

 

"La catástrofe" enviado a Aurora Boreal® por Milcíades Arévalo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Milcíades Arévalo. Fotos de Milcíades Arévalo © Marcela Sanchez.

 

 

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