Alejandra Ortiz Ríos - La ciudad que no fue

La ciudad que no fue

Junio. Son cortas las dos horas del tour. La rutina parece la misma, cada día. El hombre encargado del recorrido tuvo que irse temprano. No suele hacerlo y ahora el guía temporal es quien nos muestra el lugar. Alguien intenta acercarse para tener una mejor vista. El guía prende la luz. Descubrimos que los garabatos pintados en el techo son, y fueron, símbolos de grandeza. Ahora algunos lucen estropeados. Una imagen de Marilyn Monroe ilumina la entrada, imponente. Magnífica. Recuerdo una frase leída que, sin querer, reveló aquel destino. “¿A quién le importa si es inteligente o no? Basta con que haya existido un rostro así”. No habría que tomar esto como verdad absoluta, pero en el universo de las estrellas, ella, sin duda, fue el sol.

A tres metros de la entrada al museo, de vuelta a la realidad, el calor se torna fastidioso. Es intenso, demasiado luminoso. Parece no ser de este mundo. Me acerqué a la puerta y leí en voz alta el letrero: “Caliwood”. El mundo ahora se divide en dos. La ilusión sobre un pasado maravilloso toma fuerza mientras el presente viene a ser una turba de acontecimientos sin sentido. Un turista pregunta: “¿Puedes mostrarnos más de cerca las imágenes de la vitrina?”. Opina que se ven demasiado borrosas y lejanas. El pasado es borroso. A veces cruel. No deja nada intacto. Nada ocurrió como lo recordamos, por insólito que sea. La marca del tiempo va modificando los recuerdos: nadie evalúa sus memorias sin la distancia que dan las experiencias nuevas.

Siento los treinta y ocho grados que rodean, en la parte de afuera, el museo de paredes blancas y stickers negros. Adentro, como en una burbuja, el clima es neutral y el tiempo se ha detenido. El turista que aún no recibe respuesta del guía, se impacienta. No comprende que las reglas, como el tiempo, son diferentes en esta área. El cielo raso del museo, el de la grandeza evocada, no es gratuito. Que las fotos estén lejanas, tampoco. Aún no entendemos la lógica completa del lugar y ya nos inquieta. La ciudad que no fue, la que nunca conocimos, ahora es. El grupo de espectadores fragmentado empieza a unirse. A todos nos sacude la misma duda del turista. Ya no por lo confusas, sino por lo lejanas que están las imágenes. El guía afirma que, entre más lejos estén de nuestro alcance, más fuerte será el impulso de admirarlas.

El hombre que preguntó intenta extender los brazos, pero el esfuerzo no es suficiente. No las alcanza. Por esas fotos cualquier cinéfilo mataría. Cualquier fanático del pop-art también. De allí la distancia a la que han sido ubicadas. De allí que el pasado sea intocable: da miedo destruirlo. Al lado izquierdo del cielo raso, el hall de las estrellas; al otro, cómo se concibieron. La fascinación por admirar el resultado es digna de cualquier turista. Todos vamos hacia la izquierda. Los equipos están intactos. Los han cuidado bien. Parecen estar dispuestos a funcionar, a hacer magia. Antes de mostrarnos las dos mejores compras del museo, el guía se presenta. Su nombre es Hugo Suárez Fiat. Hace doce años quiso restaurar un carro clásico que poseía, nos dice. Al llevarlo al mecánico vio dos proyectores de cine en el fondo del garaje. Descubrió que estaban listos para convertirse en chatarra. No lo permitió.

Reconocer sus impulsos le tomó un instante: le gustaban y los coleccionaría. La idea del museo vendría cinco años después. Ahora, los proyectores adornan una de las salas. Están de primeros. Sabemos que el primero es un Super Simplex y que el otro es un Peerless Magnarc, sabemos que, en 1931, llegaron a Colombia. Luego sirvieron al Teatro Jorge Isaacs. Nos lo acaba de decir Hugo. Sabrá Dios de cuántas películas fueron testigos. Si pudieran, contarían la importancia de sobreponerse a los golpes del destino. Sin duda, hablarían de la fe en las segundas oportunidades.

El museo, en general, podría ser la fantasía de cualquier equipo de producción. Hugo pronuncia nombres un poco extraños y muy largos: proyectores Strong Junior-Hi (1941), Mayafot May Minor (1950), Sirius Supersound (1962). No podría decir qué significan. Los nombres no los conozco. Las fechas, por el contrario, suenan familiares. Aunque los hombres son el inicio de las historias, los proyectores son el comienzo de la ilusión. Cada uno responde a la ambición de mejorar, a la evolución de un arte. Las actrices que proyectaron estos equipos, ahora en jubilación, iluminan algunas paredes en la sala. Convertidas en mural, estas icónicas inventoras de Hollywood vigilan las colecciones del museo. Siempre atentas a cualquier movimiento. Parece que nos observaran. Sus miradas logran intimidar. El peso del tiempo pareciera abatirlas; en el arte, por fortuna, el tiempo no cuenta.

mayolo 350Cada uno de aquellos artefactos raros, de aquellos nombres extraños, tiene una razón de ser. El cine es la ciencia de la precisión. La técnica es tan importante como las estrellas. Punto para el pasado. Otro más. Ahora sólo queda mirar hacia atrás y observar su legado. El destino que no tuvo esta ciudad nos entristece. Entre risas, algunos de los espectadores afirman que otro sueño del sello “Caliwood” es internacionalizar el salpicón de frutas. Algunos no reímos. El que no sepa observar la belleza, que guarde silencio. Terminamos la primera parte del recorrido. Es el momento de las tiqueteadoras, cortadoras y pegadoras de acetatos. Han pasado treinta minutos. Más detalles. El paso del tiempo, con sus estragos y ganancias, deja un hosco sabor de boca. Tal vez es propio del alma desear una pausa, detener el tiempo en un momento preciso. Guardamos tres o cuatro instantes que quisiéramos vivir por siempre. Poco a poco nos vamos reinventando.

Quedan sesenta minutos de tour y el día ya se está acabando. Hugo nos cuenta que el recorrido suele hacerse con audio-guías, pero hoy tuvo el impulso de acompañarnos. Son las cinco y el sol empieza a desvanecerse. Es la oportunidad para el viento y la luna. Se escuchan algunas voces, no solo la de Hugo. Los murmullos que percibimos en el fondo del grupo desaparecen, pero un turista continúa susurrando algo. Nadie lo escucha. Hugo habla de expropietarios, de rutas de búsqueda, donaciones recibidas y de filmes ejecutados. De nuevo, entre los turistas, las impresiones del pasado y del presente se van alternando. El museo busca regalarnos un instante valioso. Ya entiendo que aburrirse de la realidad no es algo nuevo. El presente siempre tan monótono: en cualquier vida, en cualquier siglo, en cualquier presente. Por más extraño que parezca, toca inventarse ilusiones y, en esa búsqueda, surgen los teatros, las danzas, el cine, los sueños.

Nuestros ojos siguen las manos de Hugo. Pasamos de las linternas mágicas y los lápices de carbón a los afiches digitalizados. Pareciera que toda la información está guardada en su memoria. No ratifica lo que dice con ningún documento. El turista que hace unos instantes murmuró pide la palabra y deja ver un rasgo de su carácter: la ansiedad conquista sus manos. Resaltan las botas negras que lleva hasta la mitad de sus rodillas y unas gafas que sube hasta su frente cada que una reliquia aparece. Da la impresión de estar agotado, pero observa con detalle los equipos que el museo expone. Susurra una canción para no distraerse. Hace una lenta revisión de cada aparato. Lo percibimos minucioso, embelesado.
Intenta averiguar, con el ceño fruncido y las gafas en su mano izquierda, por qué el nombre del museo. Hugo le responde que esa es la máxima insignia del lugar, uno de sus mayores logros. La pregunta del hombre con gafas negras despierta nuestra curiosidad. Soy el dueño de la marca, revela nuestro guía. Nadie hace preguntas, el turista calla y el recorrido continúa. Nos resulta un poco insólito lo que ha dicho, creo que es una sensación grupal. Nos habla del vínculo del nombre “Caliwood” con Andrés Caicedo de una manera un poco reservada. Cuando se lo preguntamos, nos dice que la relación de “Caliwood” con la década de los setenta en Cali es explicada a fondo por el audio-guía. Eso es todo. No da espacio para vacilaciones. Aún no menciona a Carlos Mayolo, el hombre que inventó la famosa palabra. Todos esperamos.
Hugo se impacienta un poco. Los demás continuamos en silencio. Es un silencio expectante, amable. El guía señala una gran vitrina del museo. Observamos de cerca. Un guion escrito por Carlos Mayolo luce victorioso en el estante indicado. Leemos: “Carne de tu carne”. En la repisa de lado izquierdo reposa una filmadora Yashica autografiada por Andrés Caicedo. La filmadora es de 1969. Es un lujo que conservemos estos tesoros, por supuesto, en el mejor lugar del museo, aclara Hugo. Dos de los visitantes concluimos, en secreto, que a nuestro guía le gustan más coleccionar que analizar. El guía conoce el contexto histórico, pero no menciona influencias artísticas. No hay más preguntas por el momento.
Por otro lado, cerca de la colección de cámaras, llama la atención un cuadro de Audrey Hepburn y sus sombreros infalibles. Tan elegante, siempre diva. Aparece también en los afiches cinematográficos que vigilan el museo. En la repisa del frente, Marilyn Monroe inmortaliza un instante de manos pudorosas, vestido juguetón y sonrisa al viento. A Hugo le gustan mucho las mujeres, nos comenta. Dice que su relación con ellas no ha sido fácil, pero hay dos que son definitivas para él. Sin su madre no habría descubierto su devoción por el arte. Sin su esposa no habría sido más que un loco recorriendo museos por el mundo. El cine no sería gran cosa sin sus diosas. Hugo destaca el esmero de Gloria, su esposa, con el desarrollo del museo. Cada rincón ha sido creado con delicadeza. Ella es el toque mágico de su vida, su sol.

Las primeras fotografías del Valle del Cauca también son mágicas, revela Hugo. Se tomaron a partir del año mil novecientos veinte. Ninguna de estas fotos es como las que acabamos de ver, de Audrey o Marilyn. Son imágenes de grandes paisajes. Las hicieron para documentales. El toque asombroso de aquellas proyecciones era la belleza del mundo reflejada en las imágenes. Las divas, el maquillaje y las poses vendrían años después. El museo exhibe las cámaras portátiles que ha logrado recolectar hasta ahora. Y las hay de todos los tamaños. El guía también precisa que no fue una cámara el primer aparato de cine traído al Valle del Cauca. No históricamente. Desde mil novecientos, Cali ya era una sucursal del cine, de un arte que empezaba a dar sus primeros pasos.
Hugo comenta que, a principios del siglo pasado, en Cartago, alguien poseía un kinetoscopio. Todos nos miramos. No sabemos de lo que habla. Él lo intuye por la expresión de nuestros rostros. Nos explica que este aparato es un antecesor de los proyectores modernos. El turista de las gafas y las botas confirma la explicación con un leve movimiento de cabeza. El guía retoma la palabra y afirma que el dispositivo se usó en las primeras proyecciones de cine en Cali. A continuación, nos muestra una hilera de dieciséis sillas de cine ubicadas en la última parte del recorrido. Estos asientos son un premio a la paciencia. Hugo los recolectó justo antes de que demolieran los teatros donde estaban ubicados.

Nos quedamos mirando. De cuántos romances fueron testigos estas sillas, sobre todo en aquellas épocas donde escaseaban las coartadas y sobraban los reproches. Estas historias de amor seguramente apreciaron estas sillas tanto como Hugo, tanto como lo hacemos nosotros ahora. Y, restauradas con recelo, hacen parte de las escasas pruebas que se conservan sobre el cine y sus peripecias iniciales en esta ciudad. Ahora Hugo nos propone un juego. Tenemos cinco minutos para que cada uno se dirija al lugar que más le llamó la atención. Él pasa a una pequeña sala de proyección. Pide que lo esperemos un momento.

Diez minutos después, nos encontramos frente a un telón blanco de proporciones acordes a la sala con veinticuatro sillas y dos proyectores que aparentan funcionar. A Hugo lo acompañan una película de cine, sus gafas y una linterna de mano. El proceso es un poco lento, pero va bien, concluye Antonio, el chico de las botas negras. Es estudiante de cine en Bogotá y se dispone a ayudar a Hugo. Mientras organizan los proyectores, Antonio nos cuenta que va con su novia hacia Ipiales, Nariño. Le hablaron del museo y quiso conocerlo. Dice que cuando vuelva a Bogotá, hará la misma ruta para pasar de nuevo por aquí. Está encantado. Todos lo estamos. Falta poco para que el proyector esté listo.

Hay quienes sospechamos que proyectará algo sobre Andrés Caicedo. Otros esperan, sin opiniones al respecto. El escudo protector que tenemos hacia la sorpresa se desvanece. Ya es de noche, queremos ver la proyección. Una imagen en blanco y negro se apodera del telón. Hugo comenta que observaremos “Steamboat Willie”. Nadie reconoce el nombre. Antonio solo ríe. Desde el proyector escuchamos un silbido alegre, una provocación. La imagen se demora más de un segundo en aparecer y, sin límite de edad, cada uno encuentra fascinante al marinero que aparece en la pantalla. Sus aventuras hicieron nuestra infancia. Es el primer corto animado de Mickey Mouse. Esta figura tan sencilla y tan entrañable aparece para cerrar nuestro día, para despedir a esta ciudad que no fue. Acaricia nuestro deseo de soñar, de perdernos en nuevas peripecias, de aventurarnos a coleccionar recuerdos.

 

maria alejandra ortiz 375Alejandra Ortiz Ríos
Colombia. Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle en Cali, Colombia.

Relato "La ciudad que no fue" enviado a Aurora Borealr® por Alejandra Ortiz Ríos. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Alejandra Ortiz Ríos. Foto nr.1 Alejandra Ortiz Ríos © Alejandra Ortiz Ríos. Foto nr. 2 Alejandra Ortiz Ríos © Isabel Jiménez. Foto de Luis Opsina, Carlos Mayolo y Eduardo Carvajal durante el rodaje de "Cali, de película ", (1973), tomada de la red del blog de Luis Ospina https://www.luisospina.com/archivo/grupo-de-cali/cali-de-pel%C3%ADcula-1973/#.

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