Pedro Novoa - "Corazones inocentes"

Corazones inocentes

 

“[…] la vida bulle
Y la ciudad arde,
Y el cielo se resuelve en lluvia,
Y tu pluma araña el corazón de la vida”.
Antonín Artaud.

 

1: Ponencia magistral

Noche caliente en Piura, arañazos de luz hundiéndose en los rostros achispados: rojo primero, rojo beso de hembra después, verde menta, verdementa a los costados, afuera y sudor de chela dentro, por el cuello de la camisa, bajando por las axilas de todos (como derritiéndonos) y a la cabecera de la mesa del bar: la cabellera cana, aleonada, los lentes de entomólogo y esa sonrisa ancha que destaca y se impone, que brilla y suena: «Comencemos con la ponencia de rigor». Y los ocho de la mesa acatan el dictamen, respetuosos, serios, las manos a los bolsillos (más hombres que nunca) y billetes y monedas afuera. Alguien junta, hace cuentas, calcula, matemático, economista. Sobrado alcanza para media docena, dice uno, la noche promete. Sí, la hacemos, asegura otro. Es un buen arranque, asienten, juran por su madrecita o por ese dios que nadie cree y que solo sienten como una lamida tibia en una mejilla cuando el alcohol se ausenta. El mozo deja un par de platitos de cancha. Brazos estirados, manos hambrientas, lengüetazo a las comisuras de la boca, pero ya el de la melena alba ha ganado casi todo el contenido de uno de los platos. Sonríe, sin culpa, travieso, el corazón inocente saliéndosele por la boca junto a una canchita triturada. ¿Inocente?, sí, sin pecado concebido, parece decir con el movimiento de sus manos, con las fluctuaciones de esa paz beatífica que se han encargado de hacerlo memorable. Porque ¿habría en las letras peruana escritor más inocente que él? Para unos: No podría haber existido nadie tan inocente. Para otros: Simplemente no debería haber existido nunca un escritor como él. Pero ahí está, impune, eterno adolescente a sus ochenta y cuatro años, acomodando su voluminoso cuerpo en la silleta de un bar–karaoke piurano, rodeado de amigos para celebrar la vida y la noche con la fraternidad propia que solo concede la buena cebada y la mejor conversa.

La montura dorada de sus lentes resplandece, encuadrando su clásica mirada de telescopio severo. Para él es un rito que viene repitiendo desde un tiempo perdido con renovado brío. Según su peculiar filosofía tabernera: la vida es una gran ponencia en un bar; donde todos se juntan para “poner” lo mejor y lo más luminoso de sí entre trago y trago, entre pucho y pucho. El día que me muera no quiero que nadie llore, ni pise una iglesia, revelaría a Maynor, uno de sus entrañables amigos un día antes del 24 de mayo del 2016, solo quiero que hagan una ponencia magistral en cualquier cantina. Y que en vez del pésame, la collera se diga: ¡salud! por este pecho, ¡salud! por estas sonrisas, ¡salud! por estos corazones inocentes. Porque de lo contrario, parafraseando a Arguedas no solo habría vivido, sino escrito en vano. Y eso: las huevas, compadres, ¿o no?

2: Libando con Leónidas

Estamos en las terrazas del bar–karaoke Retro [1] de Piura, luego de la primera fecha de la Feria del Libro que incluyó discursos insufribles de inauguración, cócteles, prensa, presentación por partida doble y firma de libros. Afuera, un perro macilento se ha quedado dormido encima de sus huesudas patas. Parece que sueña o delira, porque sonríe y se arrulla solo, completamente imbécil pero feliz. En la mesa, el escritor de la melena alba se desenvuelve con una naturalidad sospechosa, como si experimentara un déjà vu, cuando todos sabíamos que era la primera vez que estaba en este local. Se afana en contar por enésima vez las mismas cosas a gente que ya se las había contado: el intento de estafa de un editor, el mal trato que tuvo cuando participó en la delegación peruana a la última feria internacional, la pose izquierdosa de ciertos escritores que viven en Europa, la mala leche de un crítico que reside en EEUU, cuyo talento es inversamente proporcional a la cantidad de seguidores que ostenta en las redes sociales… Se repite y parece no importarle, su memoria es también un déjà vu que él confunde o comprueba a propósito. Por momentos pensará que las luces verdirojizas del bar son las amarillentas del Palermo de Lima. Que entre nosotros se encuentra Cara de Ángel, el Príncipe y Colorete chamullando algo en plan de cochineo. A lo mejor, el Corsario y el Choro plantado estén en la mesa de al lado con un par de cebadas encima, fumando chéster sin parar y ojeando de vez en cuando La crónica, para enterarse si algún roncarrolero conocido ha hecho de las suyas. Quizá más allá, esté el Profe hablando de política, porque a las finales el hombre no es un Sísifo empujando su roca mítica, es tan solo un escarabajo que no sabe a dónde llevar esa bola de mierda que hace rodar y que llamamos vida. Y más lejos aún, estaría el Rosquita y el Carambola en plan de paleteo con unas mecas, alucinándose corridazos, farfullando tener molido, cuando estaban pal gato de misios, porque en esta vida arrecha, sin fichas: ni de vainas, parece pensar.

El tiempo no había pasado, el tiempo nos había jaloneado de un lugar a otro: Del avión habíamos pasado sin escalas a la Feria y de la Feria al bar. Estábamos locos de euforia, como los espartanos en plena batalla: habíamos perdido cualquier noción de cansancio, hambre y dolor. Aún no conocíamos dónde quedaba nuestro hotel, y las maletas las habíamos dejado en el stand de un amigo editor para que no estorbasen. Nuestros rostros eran de los sobrevivientes de las Termópilas: hechos mierda, pero gloriosos. Y aunque no llegábamos a trescientos, contábamos en la cabecera de la mesa con un Leónidas que tenía todas las intenciones de despanzurrar la noche o morir en el intento.

–La siguiente ronda es mía –ha dicho un aprendiz de escritor inflamado por el momento épico.

Jodida raza espartana que busca ser inmortal, allá vamos, ha dicho Wilicha agitando su cabellera espartacoayacuchana. Y lo único que ha conseguido es despertar por unos segundos al perro cadavérico. Que aburrido, lo ha visto, ha descreído y sabiamente, ha vuelto a enterrar la cabeza entre sus huesudas patas, para regresar a su delirio.

3: Los críticos solo quieren divertirse

Sonríe mientras habla, lleva un asombro plácido que lo hace navegar con naturalidad por el estruendo de un micro abierto. Un par de borrachitas destrozan en coro a Cyndi Lauper de la manera más obscena y vil. El alcohol les ha borrado el mínimo indicio del ridículo (una muestra la cintura mofletuda y la otra ha dejado escapar un pezón por el escote). Desorejadas y poseídas por un espíritu licantrópico: Oh, gers yuswana tu javfan[2], desenroscan en el aire en un idioma que se supone inglés, pero que en realidad resulta una desconcertante mezcla de aullidos.

Toda su vida ha enfrentado este tipo de avatares: el escritor de la blonda melena ha cultivado una audición selectiva a prueba de chirridos parecidos.

Ninguno de los ocho que rodeamos la mesa y brindamos con él de seguro sabe que ha sido uno de los literatos más vilipendiados por su ideología comunista, por su condición declarada de homosexual, por su terca lucha contra las transnacionales. Hoy, cincuenta años después, la gente lo quiere, lo llama, le piden consejos, fotos, algunas lecturas imprescindibles. Los estudiosos donde antes solo hallaban replana y mal gusto, ahora encuentran resonancias de Genet, Joyce, Proust, Dos Passos y Gide. Hay consenso en considerarlo un adelantado al Boom, un pionero, casi un prócer vivo de la narrativa nacional y latinoamericana; pero cuando publicó sus primeras obras era visto con desconfianza, con esa envidia crónica de no reconocer el brillo ajeno, de marcar errores a voz en cuello antes de reconocer algún acierto. Casi casi con la entonación del dúo lobuno que siguen destrozando el aire con su de yas tu wana/ de yas tu wana [3] repetitivo.

Los críticos lo llamaron “resentido social”, “esteta del lumpen”, “coprolálico, pervertidor de jóvenes confundidos”, “jerguero”, “hampón”, “pornógrafo” y “marxista rabioso”, entre otras perlas. Los periodistas buscarían por lo bajo alguna herida abierta donde hurgar, el punto exacto de una llaga aún no cicatrizada que lo condenara y nada. Él era siempre inocente. Al ver la curita que le cubría el caballete de la nariz, Willycha, el huamanguino. Uno de los muchos editores independientes que lo ha publicado en estos últimos años, pregunta con cierto grado de ingenuidad: ¿Qué le pasó en la ñata, maestro?

–Me arañó un crítico que solo quería divertirse –bromea y la mesa celebra la ocurrencia entre palmas y risas. Al tiempo que las chicas del karaoke terminan de desgañitarse con su Oh, gers yuswana tu javfan[4]al frente de un cuadro de Miguel Grau, el hijo más ilustre de esta tierra. Quien, impertérrito, entiende que hay cosas peores que asumir la pérdida de un glorioso monitor.

4: El escritor que se pudrirá en el Infierno

Willycha ha comentado que la Feria del libro tendrá que competir con una multitudinaria congregación religiosa. Mañana nos quitarán toda la gente, ha lamentado el editor ayacuchano, cabizbajo y con poca fe. Acá en Piura los pobladores son muy creyentes.

–Como en la mayoría de ciudades –ha dicho el escritor moviendo de arriba abajo la cabeza blanca–. Hay mucho incienso en la mente de la gente. Habría que abrir un poco las ventanas, ¿no creen?

Todos conocen su tenaz ateísmo, ese acto reflejo de repulsión que se activa cuando escucha algo que suene a religión. No lo soporto, confiesa, me pone en un virulento estado de alerta. Muestra los dientes, alista las garras pero se contiene. Explica con parsimonia que esto se debe a la educación represiva que recibió. «De niño me matricularon en los colegios de los Hermanos Cristianos y de San Francisco en Arequipa, pero logré salvarme. Cuando me di cuenta de que Dios quería destruirme, yo me anticipé y lo hice mierda antes», sentencia y sigue bebiendo. Hay un bosque erizado de botellas que va cubriendo la mesa (la ponencia ha sido realmente magistral). A unos metros, un jovenzuelo y su enamorada están cantando –muy mal– “I'll be there” de los Jackson Five, pero por lo menos tienen el buen gusto de no tomarse en serio, y sobre todo: no aullar a toda garganta. Por momentos dudan, dejan trozos de la letra flotando en el aire, se quedan un minuto en silencio viendo la canción avanzar en renglones mal digitados. De golpe, prefieren darse un beso, largo y jabonoso en vez de seguir. El escritor siente arder una flama interior y le pide el micrófono al muchacho. Éste se lo entrega y retoma el beso de su chica: se apretujan, se abrazan, se vuelven dos pulpos luchando por ver quién devora a quién.

–Dignos bebedores y bebedoras de esta cálida ciudad de 35 grados a la sombra, mañana la Feria del Libro abrirá por segundo día sus puertas. Lleven a sus hijos, cómprenles un buen libro. Permítanles la frescura de ser libres… No vayan a esas aglomeraciones de ilustres idiotas que van a predicar y llenarles la cabeza de humo…Quizá sea hermoso no ser imbéciles por algunas horas.

La mayoría sigue bebiendo. Adormecidos por el alcohol, hubieran recibido mil insultos y es muy probable que no hubieran reaccionado. Solo algunos curiosos estiran los cuellos y lanzan sus ojos o algún gesto de mediana sorpresa. Por allí alguien susurra su nombre. Seguro lo ha reconocido: Es el escritor que puteó al cardenal, el que escribió una novela que fue quemada por ofender al Señor de Los Milagros. Sin dudas se pudrirá en el Infierno, pero no importa: Mañana busco ese libro para que me lo autografíe.

5: La mejor definición de patria

Siempre fue un contestatario por naturaleza. Quizá el hecho de haber nacido en esa lámpara incandescente –como llamó a Arequipa en uno de sus últimos libros[5]–, lo haya llenado de tanta rabia luminosa. El líquido de su vaso parece fuego puro y por momentos, da la impresión de que en vez de cerveza, estuviera bebiendo luz.

Trato de ordenar las miles de interrogantes que tengo pendientes en mi cabeza. Busco una región aún no regada por el alcohol e intervengo:

–Da la contra a Dios, al Estado, a la Democracia, a todo lo que comience a escribirse con mayúsculas: ¿Por qué es tan rebelde, maestro?

–Quizá sea, entre otras cosas, por mis orígenes. Mis padres nacieron en Tacna cuando aún se encontraba bajo el dominio de Chile. Luego de mil trajines, presiones y resistencias secretas se trasladaron a una Arequipa muy susceptible. Una ciudad que los recibió con desconfianza. Asumieron que sus costumbres eran poco peruanas para sus exigencias nacionalistas. Al punto que nos comenzaron a llamar «los enemigos del sur». Durante la rebelión del 55 mi hogar fue tomado por los militares y a mi padre lo acusaron de espía. A él, a un patriota tacneño de la resistencia. Imagínense qué injusticia y cuánta impotencia. Esto derrumbó a mi padre y a toda la familia. Nunca voy a olvidar que antes de morir me llamó y me dijo: «Hijo, recuerda que yo muero sin patria». Eso me quitó la palabra «Perú» de la boca por una larga temporada, como pueden imaginar.

El gigante tambalea en su silleta. El proyectil de una invisible catapulta le acaba de impactar en el pecho. El brillo de sus ojos comienza a oscilar entre la pena y la rabia, entre el desconsuelo y la renuncia, pero resiste. Se da mañas para colocar su mirada en un conveniente punto intermedio. La música estridente del bar, las risas, las palmas, los choques de vasos alrededor del cantante de turno, todo se ha estancado en un breve segundo como en una fotografía, como si una mano feroz hubiese arrancado de raíz al ruido y al tiempo.

– ¿Y ahora qué es la patria para usted? –lanzo como un segundo proyectil directo al pecho.

–He escrito un libro entero para responderme esa pregunta[6]. Una pregunta que me estuvo asediando por muchos años, para ser franco –toma de su vaso, el líquido brillante le achispa el ánimo. Sus gestos faciales se aflojan, adquieren la tonalidad dócil de las confidencias. Hasta las lunas de sus anteojos parecen desaparecer–. Para resumirles la respuesta, ahora mi patria son las sonrisas de la gente que amé.

6: Billetes de 20 y 50

Dice una leyenda urbana que los bares inventan a sus escritores. Le dan una voz, un tono, un estilo y sobre todo una mitología a su justa dimensión. Aunque nunca lo dijo, para él todos los bares eran el Palermo[7] y todas las conversaciones, las mismas: los mismos temas, las mismas obsesiones que siempre comenzaban en un epicentro común:

–Recuerdo que una tarde cualquiera en el Palermo vi a Martín Adán. Estaba como siempre tomando sin compañía en una mesa. Es mentira eso que vienen contando de que era un jacarandoso y mujeriego. Nada que ver… Él era homosexual como Valdelomar, Moro o Eielson. Lo que pasa es que eso no vende, no conviene que se sepa. Él era un hombre atrapado en sí mismo, una voz en off que buscaba su voz, pero que callaba de pura impotencia… Por eso tomaba solo, aislado, como un satélite detenido en su órbita que mira al resto girar y girar.

Hace una pausa, su abundante cabellera cana ha construido un casco hecho de pelaje de conejo desde donde va ordenando su memoria fotográfica postal tras postal. Un joven acaba de pedir el micro del karaoke y comienza a cantar El triste de José José, aunque su voz es algo aflautada la versión no suena nada mal. Sin embargo, a un sujeto que tomaba pisco puro con tres amigos en el extremo contrario de las terrazas, no le ha gustado en absoluto la interpretación. Parecido a uno de Los inconquistables de la Casa Verde: la camisa desabotonada hasta el pecho, el rostro sudoroso y la actitud perdonavidas, ha comenzado a ensayar gestos de desaprobación entre burlescos y obscenos.

–Es como si lo estuviera volviendo a ver el día que debía darme el veredicto de su lectura. Días antes le había entregado el manuscrito de mi primer libro de cuentos[8]… Era de poco hablar, me acerqué, me miró sin gestos y sin mayores dramas dijo: «La lectura de su libro me ha dado miedo. Miedo por usted, porque un escritor como usted va a sufrir mucho en el Perú». Sentí como si un gigante llorara sin llorar. Regresé con mis amigos y les prometí con toda la fuerza de mi juventud: «Yo no seré como él. Resistiré, carajo. Nadie me abatirá».

Y vaya que lo cumplió. Ahí estaba, un viejo roble de ochenta y cuatro años en su estado más puro y natural: bebiendo de madrugada y más lúcido que cualquiera de nosotros. El tema amoroso lo había ablandado un poco. Todos sabían que convivía con un joven amante en un departamento del parque Alberti en Jesús María. Alguna vez le preguntaron en una entrevista si quiso formar una familia o algo parecido. Y él respondió: “Nunca, no tengo hijos. Pero he amado plenamente. En mi vida he tenido grandes amores, solo que no han querido ser eternos, ni he querido que lo sean”, había dicho con una imperturbabilidad casi mineral. La misma con la que levantó su vaso y lo secó de golpe causando admiración y una curiosa mezcla de temor a no poder llevarle el ritmo a casi todos. En este punto, las deserciones comenzaron. El primero en irse fue el aprendiz de escritor. Se levantó y dijo que iba a los servicios higiénicos. Y como buen Judas, nunca más regresó, demostrando que la vida también podía ser una enorme mesa de bar, donde la forma preferida de irse era siempre a traición.

Mientras un par más hacía lo mismo y buscaba que se lo tragara la noche, el muchacho que venía cantando se emocionó más de la cuenta, levantó la voz y ganó actitud: «El triste todos dicen que soy / que siempre estoy hablando de ti/ no saben que pensando en tu amor/ en tu amor/ he podido ayudarme a vivir/ he podido ayudarme a vivir». De pronto, el Inconquistable del pisco interrumpió gritando a voz en cuello: Yo sabía que José José era borracho, ¡pero no tan maricón! Sus acompañantes de mesa explotaron de risa y aplaudieron la ocurrencia como focas amaestradas. El joven, avergonzado, decidió no terminar la canción.

El escritor se puso de pie: un león de melena blanca dispuesto a atacar. Se acercó a la mesa de los Inconquistables y dirigiéndose al que había interrumpido al muchacho, lo desafió: «Si te crees tan macho, por qué no sacas todos los billetes de 20 y 50 que tengas».

El borrachín aceptó el reto, abrió su billetera y sacó dos de veinte y cuatro de cincuenta, los puso encima de la mesa y «ya está, anciano, ¿ahora qué?».

–El billete de 20 lleva el rostro de Porras Barrenechea y el de 50 el de Abraham Valdelomar. Dos ilustres homosexuales del Perú. Si te crees tan macho y te jode los maricones, ¿por qué no los rompes? ¿O prefieres que este viejo escritor te rompa a ti?

7: Un dulce y dos cervezas

Madrugada y su friecito engañoso, traidor, se cuela por cualquier resquicio para mordernos la nuca, el pecho, los pulmones. Había que tener cuidado con tanta cerveza helada encima. A las tres de la mañana uno está reducido a la mitad o a veces a casi nada. Es la hora donde solo quedan los verdaderos corazones inocentes, porque el resto se ha sentido culpable por cualquier cosa y se han ido. Son los momentos donde todo juega a la contra: El cielo pecaminoso, la niebla podrida en ácido, o quizá un certero mal aire puede tumbarte y dejarte en el piso hasta que te orinen los perros como dice el dicho. Y en la cabecera de una mesa alfombrada por segunda vez de botellas vacías, el escritor del corazón inocente parece inmortal al ordenar al mozo que saque la cuenta preliminar para que se lleve los pomos de encima. Aún está en su perfecto grado de pureza y salvajismo. A estas alturas solo quedábamos el fiel editor Willycha y yo acompañándolo. El mozo quitó las sillas de los desertores y terminó de limpiar la mesa. A ese nivel de travesía etílica uno podía arriesgarse a formular preguntas tontas con cierta impunidad. Así que arremetí.

–Dicen que los autores son demasiado sensibles a la crítica. Cuando es mala reclaman por su mala leche, por su exceso de ferocidad; pero cuando es inexistente, piden a voz en cuello más consideración. Incluso, repiten esa frasecita trillada de que no importa que hablen mal, con tal de que siempre hablen. Al parecer nunca están conformes. Quizá sean corazones vanidosos que solo buscan la atención. ¿Qué opina?

–Te voy a responder con otra frasecita trillada: El mejor crítico siempre es el tiempo. No escribas para el «hoy», escribe para «siempre». La única opinión que verdaderamente debe importarle a un escritor es la de sus lectores. Ellos son los que están detrás de tus páginas y salud –dice, mientras un sujeto de la mesa de al lado comienza un intenso sahumerio de tabaco. A él no le importa, parece no hacerle daño nada.

–Hablando de lectores –interviene Willycha cabeceando de sueño–. Cuenta esa hermosa anécdota del dulce –pide con una voz estropajeada que le viene de lejos.

Yo ya la había escuchado alguna vez, pero dije que no, para volverla a oír.

sinfonia destruccion 350–Recuerdo que me invitaron a un colegio de barrio marginal. Los alumnos habían leído algunas de mis obras en fotocopia, por supuesto. Esa gente es muy pobre que ni desayuna, así que no me hice problemas y firmé anillados y hasta separatas de mis cuentos. Luego de las preguntas, fotos y demás. Me iba a ir y una niña me detiene antes de salir de su salón. Era una pequeña de unos doce años, los ojos vivarachos y una sonrisa que hasta ahora me alumbra. «Quisiera darle un regalo», me dijo. Gracias, le respondí. Ella se acercó y con una tierna preocupación me advirtió: «no es para usted, es para Colorete» y me alcanzó un dulce…

Pocos saben que no solo esa niña valoró con dulzura su trabajo. Aunque poco, el reconocimiento vino por parte de grandes nombres de la literatura peruana: José María Arguedas, Washington Delgado, Miguel Gutiérrez y Mario Vargas Llosa coincidieron en que estaban ante un ave raris, alguien que como Vallejo había escrito para el futuro. Sin embargo la historia del desencuentro aún estaba a medio escribir, empeñado en desatar polémica, publica en 1970 un relato que reconstruye el mito de Sísifo para colocar en lugar del semidiós griego a un insecto estercolero y en vez de una roca mítica, una miserable bolita de mierda. Como en las anteriores oportunidades la crítica y el periodismo cultural le dio la espalda, pero esta vez la situación se sofisticó: primero fue el silencio general y luego vinieron los latigazos. “Pesimista absoluto”, “Oradorcillo de café”, “folletinesco y panfletario”, fueron a parar a su anti colección de calificativos.

– ¿Y qué hizo con el dulce? –preguntó un curioso que fumaba en la mesa contigua.

–Me lo comí desde luego. Porque Colorete por más que sea un personaje de mi invención, también soy yo, también lleva demasiado de mí –concluye y su mirada de entomólogo nos ausculta a cada uno y brilla.

–Qué bien, maestro –felicita el curioso, liberándose con un manotazo de su propia cortina de humo– No le regalaré un dulce, pero sí un par de chelas a mi nombre por ese tal Colorete.

Entonces lo supe: para esto servía la literatura. El resto era vanidad, sospecha y silencio.

8: Orgías inocentes

Willycha ya tiró la toalla. «Vámonos al hotel que tengo la cabeza a mil kilómetros de aquí» me dice disimuladamente al oído. Acepto, la mía también estaba más o menos a esa distancia.

–Maestro, nos vamos, ya es tarde. Acá mi compadre está en modo exorcista: hablando en mil idiomas y con la mitra dándole vueltas.

–Ja, ja, ja. No hay problema, que nos traigan la cuenta, pero pidámonos un par más para el estribo –invita y se calibra con una mano sus lentes de montura dorada.

Aceptamos, son las tres y media de la madrugada. Han apagado los televisores del karaoke y solo un par de parejas se resisten a desaparecer. Dos cervezas más no cambiarían mucho las cosas. Era imposible estar más borrachos.

El mozo nos trae la cuenta y cada uno da lo suyo. El escritor de la cabellera cana paga por adelantado las dos últimas cervezas, pero advierte al mozo: Si queremos seguir tomando después de estas, no nos hagas caso. Tienes la autorización de sacarnos a patadas. Todos ríen.

Así es este viejo escritor que durante medio siglo ha construido un mundo de lectores a la altura de su inocencia.

Aprovecho para ametrallarlo con las últimas preguntas, las del estribo.

–¿Por qué siempre escribe sobre la juventud?

–Porque como alguna vez le diría a Pedro Lemebel que me preguntó lo mismo: estoy jodido, tengo el corazón adolescente.

–Precisamente le acaban de hacer un homenaje a Lemebel en estos días…

–Pero si está muerto –interrumpe–. Esa clase de cosas se hacen para celebrarse a sí mismos, para justificar un reconocimiento tardío que en su momento no llegó. El día que me muera estoy seguro que muchos aparecerán en las noticias diciendo de todo sobre mí, que fui bueno, que fui un ejemplo, que esto y lo otro. Que se jodan todos, ordenaré que me cremen y que mis restos sean esparcidos al pie del Misti y punto.

– ¿No está de acuerdo con los homenajes póstumos?

–En absoluto, es como preferir que tu fantasma se tire un polvo por ti: una reverenda estupidez. Y creo que Lemebel hubiera dicho lo mismo…

– ¿Cómo sería un justo homenaje, entonces?

–En vida por su puesto, pero que no se mencione el nombre del autor sino a las obras, que ellas lo mencionen a él y lo hagan inolvidable. Es como Unamuno cuando dijo a su generación que debían ser más hijos de sus obras que de sus nombres. ¿Qué sabemos del abolengo del Quijote?, se preguntaba el sabio español, conocemos de él por cada una de sus aventuras…

–De acuerdo, maestro, usted dice que no es escritor, sino un creador; no respeta los géneros, siempre afirma que lo suyo es todo y nada a la vez. ¿Qué es en realidad lo que escribe?

–Nietzsche hablaba de una anarquía estética, de la destrucción de las formas. Yo le agrego a eso una orgía de sensaciones. Eso son mis obras, orgías.

Aterrizan las dos cervezas, Willycha se encarga de llenar los vasos al tope. Tiene un demonio detrás de los ojos que está a punto de salir –con o sin exorcismos. Que no lo haga todavía, ruego, un vómito a estas alturas sería un pésimo final para esta historia. Evito que tome su trago, tiro su contenido a un jardín cercano. Willycha lo agradece, los tornillos invisibles de su nuca giran, saltan y su cabeza cae encima de la mesa. Mejor así.

–Usted es un hombre de izquierda, ¿es de los que piensa que la función social es indesligable de la obra literaria? –pregunto y tomo la cerveza que a estas alturas pasaba como mercurio caliente.

–Vivaldi, Bach y Mozart crearon misas que en su momento tenían una funcionalidad social. Habían sido pensadas para las iglesias, pero el genio en ellas estuvo por encima de eso. Ahora todas esas obras se ejecutan en auditorios. Otro caso que te puedo contar es el de Pablo Neruda. Cuando Stalin implanta una reforma radical en la agricultura, está convencido de que con ella se llegaría directamente al Socialismo. Neruda se emociona y escribe una oda memorable. A los cinco años, el propio Stalin acepta que su reforma fue un fracaso. ¿Pero qué pasó con la Oda? Nada, quedó limpia, pura, sin culpa: una orgía inocente.

9: Un final a manera de aleteo

Llego a Lima, bajo del avión: Ácido morado sobre cielo de ceniza. […] Morado tibio en mañana fría[9]. Paro un taxi, el primero que aparece por la carretera –mala idea–. Lanzo mis maletas al asiento trasero, le digo la dirección al conductor y una forma más o menos decente de llegar. El chofer avanza, adelanta un par de vehículos de manera temeraria. Veo cómo nos vamos tragando la ciudad por el parabrisas y arriba: El semáforo es caramelo de menta […] Ahora, rojo: bola de billar suspendida en el aire. El sol, violento y salvaje, se derrama sobre el asfalto[10]. Nos detenemos, el conductor putea y golpea con ambas manos el volante. Se nota que tiene intención de pasarse la luz. Lo desanimo: tranquilo, no estoy tan apurado. Además, he pensado morirme de otra forma. El sujeto ríe, se disculpa, lo que pasa es que he tenido unos días de asco. Deudas con el banco, con mi ex mujer, con el dueño de este auto que alquilo. No tengo tiempo ni dinero. Ni un miserable día libre para mí: puras rejas o cadenas, pura esclavitud. Sí, le doy la razón. La vida sin libertad, no solo es fea, sino sucia[11]. Sucia y cabrona, añade, y terco retoma su recorrido a toda velocidad. Irá a noventa kilómetros por hora, en una autopista que a setenta ya es una locura. Muy tarde noto la mueca sicótica de los cocainómanos: esa de querer morderse la nariz y las orejas a la vez. Mejor no digo nada, mejor me resigno. No sé si llegue a casa, es una pena: Estaba pensando escribir un cuento a partir de lo que me había pasado en Piura con el escritor más inocente del mundo. Un texto que no necesite mencionar al autor como él había exigido, pero que sí requiera meterse no solo en la mente del protagonista, sino dentro de algunos resquicios de su obra. Algo imposible, mucho más si tenías a un Ayrton Senna psicótico tras el volante.

Seguramente, ustedes, alguna vez, se han encontrado, a toda velocidad, recorriendo una carretera con un taxista demente. Y habrán sentido al sol como una culebra furiosa sobre el asfalto; avispón elástico, saltando sobre autos y camiones raudos. Y si tú vas con esta clase de sujetos en el mismo vehículo, sabiendo que cada metro los aleja más del punto de partida, comprenderán que ya no tienen nada que decirse: y tú mirarás el cielo duro de calor y las cumbres humeantes de los cerros, y el taxista contemplará piedrecitas como insectos gracias a toda la droga que se ha metido antes de recogerte. Y entonces, tú, pájaro, y el conductor, serpiente, encontrarán fuera de ellos, el germen caliente que los vivifica y al mismo tiempo los destruye. Y sabrán cómo el aroma violeta de la gasolina los arrastra por una vía rápida hacia la nada y entenderán que el mejor homenaje a un escritor, si no vuela y llega a la altura de sus corazones inocentes: es una paloma que irremediablemente se pudre en nosotros mismos [12].

 

 


[1] El nombre completo del local es Restobar karaoke Estación Retro (Av. Sullana 904. Piura La Vieja).

[2]Oh, girls just want to have fun

[3] They just wanna/ They just wanna

[4]Oh, girls just want to have fun

[5] Se refiere al libro Arequipa, lámpara incandescente

[6] Se refiere a En busca de la sonrisa encontrada

[7] En cada ciudad tenía un bar preferido. En Lima, solía frecuentar el Monarca, el Cordano, don Lucho, el Queriolo y en los últimos años, el Sapo de Oro, un viejo bar entre los jirones Valera y Orbegoso, en Breña. Un huarique con mesas anchas, rocola y juego de sapo y cachito.

[8] Se refiere a Los inocentes

[9]De En octubre no hay milagros

[10]De Los inocentes

[11]De Los eunucos inmortales

[12] Versión libre de un fragmento de El escarabajo y el hombre.

 

pedro novoa 300Pedro Novoa
Perú, 1974. Ha ganado el Premio Horacio de Novela por Seis metros de soga (Altazor, Perú, 2012); Premio Internacional de Novela Corta Mario Vargas Llosa por Maestra vida (Alfaguara, Perú, 2012); ha publicado Cacería de espejismos (Fondo Editorial de la UCV, 2013); ha obtenido el 2do. Puesto en el Premio Internacional David Mejía Velilla por El aleteo azul de la mariposa (Fondo Editorial de la UCV, Colombia, 2015); finalista en el Premio COPE de cuento por «Un grito flotando al amanecer» (Perú, 2014). Ha publicado la novela Tu mitad animal (Fondo Editorial de la UCV, 2014), y ha sido Finalista del Premio Herralde 2014 de novela y del XI Prix Internacional Hemingway por el cuento “Double charge” (Nîmes, Francia, 2015). Primer Lugar en la XXVII Edición del Concurso de las 1000 Palabras organizada por la revista CARETAS con el cuento “Inmersión” (Lima, febrero 2016), traducido a 14 idiomas por la revista Asymptote y cuya versión en inglés a cargo de George Henson fue publicada en el diario británico The Guardian como "The Dive". Su última novela, La sinfonía de la destrucción (Planeta, 2017) se presentó en la Feria Internacional del Libro de 2017. Actualmente es catedrático en la Universidad César Vallejo.

 

Relato enviada a Aurora Boreal® por Pedro Novoa. Publicada en Aurora Boreal® con autorización de Pedro Novoa. Foto Pedro Novoa © Grafitivo. Carátula de la novela La sinfonía de la destrucción cortesía © Planeta.

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