La experiencia de Fernández

diego nieto 250Where one sees nothing else,
hears nothing else,
understands nothing else,
that is the Infinite.
Khandogya, part 4, 24th Khanda

 

Hacía años que Fernández, ingeniero y funcionario de obras públicas, sospechaba que el tedio regulaba su vida. Con puntualidad, se levantaba, ya sin siquiera mirar a Marta, y, después de un café de pie y del ascensor que terminaba de despertarlo con las sacudidas en la cuarta planta, salía al tempranero ajetreo de la calle, que ya no advertía, porque él mismo era parte de ese ajetreo. Al cabo de veintinueve pasos exactos, diariamente contados en el transcurso de quince años que habían pasado con la velocidad del relámpago, llegaba a la esquina, cruzaba en diagonal hacia la izquierda y en diagonal seguía a través del parque. Su vida era fiel al “de casa a la oficina, de la oficina a casa”.


No obstante, esa mañana de diciembre de 1983, tal como informaron los medios, lo acechaba un cambio; un cambio jamás imaginado, y como tal inverosímil: nunca llegó a la esquina, porque al contar el paso veintisiete sintió una mano de hierro sobre el hombro, una presión de pistola en la espalda y junto al oído una voz que lo conminaba a subir a un coche, que partía despacio, como si él mismo condujera. Otra voz le ordenaba que ni hablara ni se moviera si quería contarlo. Sólo entonces, al entregar las manos para que se las esposaran a la espalda, fue consciente de que las voces estaban encapuchadas. Junto con esa observación un escalofrío recorrió su cuerpo. Lo habrían confundido con alguno de los grandes del ministerio; a él, un “empleadillo”, como decía Marta, con un sueldo digno, si se quería, pero no lo suficiente como para pagar un rescate. Una capucha le cubrió la cabeza y en esa oscuridad evocó a su mujer y a sus hijos. Se dio cuenta de que sentía miedo; un miedo que jamás había sentido; un miedo imposible en los avatares de su profesión, cuyo mayor riesgo se limitaba al traspapeleo de un documento.


Nadie hablaba a su alrededor. Sólo percibía el rodar del coche; y dentro de sí mismo, creciendo en su estómago, una nunca sentida sensación de vértigo, de caída libre por el espacio hacia un infinito ininteligible.


Haciendo acopio de temple, de la serenidad que admiraba en otros, se atrevió a preguntar quiénes eran, qué querían de él, qué pretendían con esa privación de libertad; era ilegal, inconstitucional. Hablaba por miedo, se dijo, y nadie le respondía. Sintió un golpecito en la cabeza, que presagiaba uno fuerte, y calló.


El vehículo se detuvo. Se hizo una pausa, y a empujones y gruñidos lo bajaron. Anduvo unos pasos, desorientado, a punto de caer, hasta que una mano le aferró el brazo derecho y comenzó a guiarlo. Había olor a tierra, a árboles, a cielo; imaginó pinos y pájaros. Lo tumbaron sobre un suelo metálico y frío, que una manta no disimulaba, dos golpes sordos indicaron que dos puertas se cerraban, y comenzaba un traqueteo. Por las dos puertas, estaría dentro de una furgoneta; por las sacudidas, irían por un camino de tierra, o quizás por un firme bacheado. Él también se sacudía; no podía evitarlo; y su cabeza golpeteaba contra el suelo. Era un disparate. Una pesadilla. Pronto sonaría el despertador y aún sin despertar se levantaría, con pocas fuerzas, con menos fuerzas cada día a decir verdad, para sumergirse en esa rutina, que, en definitiva, era toda la felicidad que conocía.


Cuando ya creía que ese viaje jamás terminaría, el movimiento cesó, las dos puertas se abrieron y unos empujones lo bajaron. Era el hombre equivocado, repitió a gritos, y el desgarro de su propia voz lo empavoreció. Nadie respondía. Estaba en un mundo poblado sólo de ruidos: pasos, crujir de hojarasca, y un murmullo que tanto podía ser un río como unas voces que no querían ser oídas. Por un momento, mientras avanzaba a trompicones, le pareció sentir el peso de la inmensidad. Una vez había experimentado esa sensación, en Los Llanos, pero había sido una experiencia visual, de llanura y cielo, que la hacía comprensible; ahora, en cambio, esa experiencia era sólo sonora, y por tanto escurridiza, y por tanto difícil de comprender. Y esto contribuía al miedo.


Un manotazo en la espalda lo apremió a acelerar el paso. Tropezó en algo, quizás una raíz, quizás una rama, y cayó. La misma mano le tironeó del brazo y lo incorporó con un bufido. Esa mano era capaz de todo, pensó; hasta de pegarle un tiro en la nuca. Y no despertaba. Porque no podía despertar; y no podía despertar porque no era un sueño; era la realidad; una realidad como ajena, pero que aun así sobrecogía. Esas cosas, secuestros, asesinatos, bombas, pasaban lejos; a otros; a hombres importantes que aparecían en periódicos o en televisión y sus voces magníficas se oían por la radio. Él era simplemente Juan Fernández. Lo dijo con claridad, pero al borde del llanto, del que no era consciente porque su voz había dejado de ser suya para convertirse en la de otro que suplicaba. Que tuvieran piedad; tenía esposa e hijos, y pagaba sus impuestos. Pero sólo le respondía el siseo de los pasos entre la hierba; y de cuando en cuando el chasquido de una ramilla seca.


En un chirriar de goznes que se resistían adivinó un portón en desuso, y en el eco de los pasos que siguieron un local de grandes dimensiones, que imaginó nave abandonada. Lo empujaron por una escalera estrecha. Ya abajo, tuvo la impresión de que el mundo se contraía hasta oprimirlo, y cuando le sacaron la capucha corroboró que estaba en un cuchitril apenas más alto que él, apenas más ancho que sus dos brazos extendidos, apenas más largo que la cama. Casi desde el ángulo entre pared y techo, una lamparilla daba una luz macilenta. Al liberarle las manos, se dio la vuelta y vio en la capucha negra los ojos de su secuestrador: no se movían, y eran de vidrio, como serían los de las serpientes. Cabrón, le dijo con serenidad en un arrebato de coraje, o quizás en otra forma del miedo. Sin dejar de encañonarlo, el encapuchado fue desapareciendo a medida que subía la escalera, y la trampilla se cerró. Arrastraban algo arriba, pesado, como para obstruir la única salida. Estaba perdido. Y no era una pesadilla. Descorazonado, se acurrucó en un rincón del camastro, único mueble de su celda, y sollozó, pensando en los demás más que en sí mismo, proyectando en los demás su propio dolor, su propio miedo.


Los minutos o las horas lo ayudaron a recobrarse. Se sentó, la espalda contra la pared. Tenía que reconocer que había sido feliz. Marta le había dado todo lo que podía dar de sí misma. Y, en ese momento, en ese mismísimo momento, saldría para su sagrada sesión de yoga y lo creería en la oficina, batallando con su papelerío o enfrascado en alguna discusión con Inma la rubia o Paco González. A la hora del desayuno, Gómez llamaría para preguntar por qué no había ido, y entonces ella se alarmaría, la pobre, y después vendría la angustia. Este vaticinio, a fuerza de reiteración, produjo en él mismo una angustia que le era desconocida, y un nuevo tipo de pavor. Intentó calmarse pensando en sus hijos. Irían al colegio, como todos los días, y sólo se enterarían al volver a casa. Lo echarían de menos, y sobre todo se inquietarían sin entender por qué; pero ellos tenían toda la vida por delante, una vida que él ya no volvería a compartir. Este nuevo pensamiento se espesó en su pecho hasta hacerse dolor, un dolor que crecía hasta las lindes de su cuerpo y amenazaba estallar. Hablaría con esos hombres; les explicaría que se habían confundido; que él no tenía dinero para un rescate; era un simple ingeniero de caminos del ministerio; y no se parecía en nada al ministro; podían verlo ellos mismos. Aunque tal vez sólo quisieran chantajear al gobierno, y precisamente por eso habían secuestrado a un don nadie. En ese caso, qué querrían hacer con él. Quizás lo hubieran condenado desde el principio, desde antes del principio, como, según fuentes oficiales, habían hecho con Maldonado. El terror por el terror, se decía. Y era así. No había ninguna duda de que era así, y de ese pozo él nunca saldría con vida. Se imaginó subiendo esa escalera cuando comenzaba a clarear el día. Aspiraría el aire del alba, y sería su última bocanada, que precedería a una detonación, que con un golpe seco le entraría por la nuca. Ése sería su fin. Qué sería mejor, eso o la bomba bajo el coche. Si no lo habían volado por los aires, era que le darían una oportunidad. Seguro. Tener un secuestrado, al fin de cuentas, implicaba un riesgo para ellos mismos; no serían tan imbéciles.


Se percató de que estaba más tranquilo. Quiso tomarse el pulso, pero su reloj se había roto. Tal vez al caer en el bosque. Porque estaba convencido de que había atravesado un bosque. Pero la hora. Ya no podría saber la hora; ni siquiera saber qué día era. Abrumado, aunque comenzando a aceptar un destino que le era impropio, una y otra vez recorrió la celda jamás prevista. En una ocasión se había quedado encerrado en el ascensor. La sensación era parecida, pero entonces había gente, que corría escaleras arriba y escaleras abajo y le preguntaba dónde estaba y lo animaba. Esto, en cambio, era un silencio bajo tierra, un silencio de muertos. Pensó en hablar consigo mismo, pero temió oír su propia voz.


Entregado a la incertidumbre, se sentó en el camastro. Le vino a la mente una Marta veinteañera que vencía la lobreguez de esa prisión, que ya era parte de su cotidianidad, una cotidianidad jamás figurada, ni en la más aterradora de las pesadillas. Qué ignorantes éramos de nuestro propio futuro, del derrotero que seguirían nuestras vidas; sólo podíamos saber lo que deseábamos; porque el futuro era eso: deseo, que no siempre se cumplía. Él había sido un estudiante del montón, que se había convertido en un funcionario del montón; y se había casado como un hombre del montón, y había tenido hijos como tantos del montón, y como todos los del montón era feliz, o al menos eso creía, con cualquier chuminada del montón. Así era su vida; así había sido, era un hecho, hasta esa mañana absurda, que lo convertía en alguien diferente sólo porque carecía de todo lo que poseían los hombres del montón. Su todo se había convertido en nada, en una nada soterrada.


Un crujido lo sobresaltó. Se había dormido. Pero seguía en esa luz enferma, en ese mundo bajo tierra, en ese aire inmóvil que por un instante había vibrado. Bajaban unos pasos, unos pies, y al final de pies, piernas, torso, la capucha. El hombre venía armado. Se hacía a un lado y aparecía otro, que en lugar de pistola traía un plato y una botella. Los observó a pesar de que lo observaban, con su dureza. El que le apuntaba sacaba del bolsillo de su abrigo un periódico doblado y lo tiraba sobre el camastro. Fernández lo miró de reojo, sin atreverse al movimiento que de repente tanto ansiaba, hasta que los dos, sigiloso uno, el otro ruidoso, desaparecieron por la escalera, en cuyo extremo sonó el arrastrar de la trampilla, y luego el de ese algo pesado que lo enceldaba; a él y a su voz y a su mirada; pero nunca, se dijo, a su pensamiento.


desde alba 352Se estiró hasta el periódico y se vio en primera plana: Secuestrado. Se desconocían las exigencias de la banda terrorista. El hecho semejaba los raptos y posteriores asesinatos del ingeniero Maldonado y de la concejala Pérez Torres. El ministerio del interior prometía utilizar todos los medios a su alcance para que la acción tuviera el desenlace que todos deseaban, pero el gobierno no podía ceder al chantaje de los asesinos. Había leído tantas veces esas reseñas; parecía mentira que ahora se refirieran a él, que su nombre figurara en esas páginas que acaso leyeran millones de personas, y que otros tantos millones lo escucharan indignados ante la pantalla de televisión. Como en secuestros anteriores, mientras durara, entrevió, él tendría algo de héroe, o mejor, de mártir. Acaso su retrato, ese mismo del periódico u otro que eligiera Marta, encabezaría, en pancartas de acera a acera, manifestaciones multitudinarias por las ciudades más importantes del país. Miles y miles, millones, de gargantas corearían su nombre, sin saber que era el nombre que designaba a una persona del montón, como ellos. Qué poco sabían de él. En realidad hasta él sabía poco de sí mismo. Había sido un marido fiel, era indudable, y un padre indulgente; un buen amigo, con seguridad, aunque a él no le tocaba juzgar eso.


Anduvo el largo de la cama, y luego otra vez, y otra, y varias, hasta que regresó al periódico. La fecha atrajo su atención. Lo habían secuestrado hacía apenas unas horas, y sin embargo ya estaba en la prensa. O había dormido casi veinticuatro horas, tal vez más. ¿Lo habían sedado? ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿Inspiraría miedo, acaso? Esta última idea lo ensoberbeció. Se concibió como un héroe que reducía a sus captores y salía indemne de una experiencia de la que pocos regresaban con vida; oyó los vítores en la Plaza Mayor, a la que se asomaba por un balcón junto al Alcalde y al Ministro del Interior. Marta lo miraba con ternura y orgullo; sus hijos con admiración.


Pero tenía hambre. Había transcurrido mucho tiempo desde su café matutino. Aunque frío, el pollo se podía comer; el arroz, pasado. Lo que más le molestaba era comer con las manos; ni cuchillo ni tenedor le habían traído. El agua sabía dulce, pero estaba fresca. Se tumbó, lánguido, en la cama.


Abrió los ojos. Las sobras ya no estaban. Otra vez se había quedado dormido. Quizás habían vuelto a drogarlo; el sabor dulzón del agua, recordó.


El mundo al que lo habían traído continuaba limitado a la luz mortecina, al techo opresivo, a las paredes impasibles. Se planteó si debería estrellarse la cabeza contra una de ellas para poner fin a sus días, que no eran más que una sucesión injustificada de minutos y de horas, que ahora ni siquiera podía contar. Él, que toda su vida había sido un incondicional del reloj. Porque en un tiempo de segmentos iguales, cuyo transcurso no se podía verificar, la vida carecía de sentido, y, más aún, la vida carecía de vida, que era tiempo. Más valía el fin súbito. La idea, aunque indigna, llevó su atención hacia las paredes, que examinó con minuciosidad: no las atravesaba ni la más mínima grieta, ni el más mínimo ruido. Era, sin duda, un ser vivo en las entrañas de la nada; o sea, apenas una masa de memoria de lo que había sido pero que para él ya no sería, saliera o no saliera de ese encierro. Porque si salía de allí, no podría ser el mismo; cada mendrugo, cada insignificancia de allí arriba, sería una riqueza inefable. Y acariciaría la piel de Marta, el bien más preciado; y gozaría de sus hijos y de cada hora de trabajo, su trabajo, como el mayor goce de la existencia; por no decir nada del cine, del teatro, los conciertos y las tapas con los amigos; y en verano esos días azules y el sol en la cara, y el golpe fresco de las olas. Se regocijaría en todo ese mundo que ahora le estaba vedado.


Despertó, esta vez aterido. Se arrebujó en la manta. Los dientes le castañeteaban, y era el único movimiento, el único sonido, el único signo de vida entre esas cuatro paredes.


Al pie de la escalera, divisó un termo. Era una infusión que nunca había probado, pero estaba caliente; era agradable, también, y relajante. Se dormía. Quizás el sueño fuera una forma de defensa de su yo más profundo, una fuga de la realidad. Intentaría mantenerse en vela, pero tranquilo. Recordó entonces las sesiones de yoga de su mujer, las alabanzas que ella le hacía para convencerlo de que la acompañara, sus consejos. Se concentraría en una cuenta atrás y de a poco relajaría los músculos, la mente; a Marta le funcionaba. Estaría consciente a la vez que no desesperaría, y quizás pudiera mantener una medición del tiempo.


Con resignación más que esperanza, y mucho menos con entusiasmo, se acostó, cerró los ojos y comenzó la cuenta regresiva. Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete…. Pero en su pensamiento irrumpían no una, sino cientos de imágenes. Era incapaz de mantenerse concentrado en algo tan inmaterial. Constatar este hecho lo abatió. Rozándose con la cama, con el inodoro, con la escalera, anduvo de un lado a otro. Intentó convencerse de la necesidad de dejar la mente en blanco, completamente en blanco, y retomó esa tarea, tan disímil de su quehacer cotidiano.


Otra vez despertó con un respingo. En la escalera sonaban pasos: unas botas llenas de barro subían los escalones de dos en dos. Al pie del camastro habían depositado otro plato de comida y un nuevo rollo de papel higiénico. Miró el inodoro. Esa era su vivienda: retrete, dormitorio, salón, comedor, todo en uno. Tal vez tuviera sus ventajas: no tenía que desplazarse, con lo cual no consumía energía. Detestaba su sarcasmo, decía Marta; y llevaba razón; ahora la entendía.


Comería y bebería lo indispensable. Limitaría su actividad a la relajación. Si lo hacía bien no tenía por qué dormirse. Ése sería su desafío: alcanzar la relajación absoluta sin dormirse, y en esa relajación vivir ajeno a los pasos en la escalera, a los ojos duros en las capuchas, a las pistolas que ya no le apuntaban pero se dejaban ver; porque en esa distensión de cuerpo y mente viviría en paz.


No se entretuvo. Empezó por pensar en los pies, a relajarlos, casi a hipnotizarlos con cariño; luego se concentró en las piernas, los brazos, el tronco. Advirtió, no sin regocijo, su peso inerte. Sin embargo, en cuanto tomaba conciencia de ello, notaba la inmediata tensión de todos los músculos y el divagar de su mente por regiones cuyo recuerdo en otro tiempo le habría causado placer. Se esforzó una y otra vez, en vano. Decidió entonces, para evitar la irrupción de esos recuerdos, hacer cuentas regresivas cortas, empezando en veinte. Observó con esperanza que esas regresiones breves le eran asequibles. Al alcanzar cero descansaba, dejando que durante un rato su memoria errara a gusto por imágenes que se le antojaron plenas de luz y de música. Al cabo, regresaba a la cuenta escrupulosa, que durante unos momentos lo alejaban del mundo.


Relajarse era difícil. El reposo verdadero, la laxitud de todo el cuerpo, reclamaba el reposo de su mente; un reposo al que no estaba acostumbrado. Se repitió que esa sería su meta, un desafío a todo su ser, a lo más íntimo de su existencia.


En esos días, semanas, meses, se habituó a la comida frugal, al agua mínima. Se había sumergido en un tiempo vacío en el que nada acontecía, en el que nada se movía, en el que nada era. Con regularidad le traían un plato, cada vez menos abundante, y una botella de agua, en la que el sabor dulzón era apenas un recuerdo. El secuestrador de turno, a veces el sigiloso de las zapatillas, otras el ruidoso de las botas, lo observaba en silencio, acostumbrado ya a su mutismo, a su quietud, a su calma.


Fernández persistía en su disciplinada inmovilidad: estaba descubriendo, se dijo más de una vez, una dicha inesperada.


Hasta que llegó un momento, impreciso en el tiempo, en que se percató de que jamás podría prolongar los períodos de relajación si no prescindía, al menos visualmente, de los objetos que lo rodeaban. Resuelto, se estiró desde los pies de la cama y, a pesar del protector de alambre, con el tacón de un zapato rompió la bombilla maligna. Se hundió entonces en la oscuridad, en un mundo de apariencia inmaterial en el que sólo había espacio, pero espacio vacío. Buscó en el lecho su postura, boca arriba; un arriba en el que ya nada había, más que una oscuridad fresca que le acariciaba los párpados y a través de ellos entraba en su cuerpo. La repetida y regresiva cuenta, que comenzaba ya en tres mil, ocupó su mente. No había nada, porque nada era, pensó; sólo su pensamiento, ya sin imágenes, puro fluir.


Oyó de repente un grito; por la escalera bajaba un haz de luz y detrás unos pasos y otra luz de más potencia. Dónde estaba, lo acuciaban voces roncas que se atropellaban. Los haces de luz lo deslumbraron. Intuyó el ojo oscuro del arma. Dijo algo; su voz le sonó extraña; pero era la realización física de su pensamiento, ya desacostumbrado a la ejecución. Los dos hombres gruñeron, aporrearon el camastro, patearon el suelo en una danza incoherente y por ello inquietante. Él se limitó a mirar la luz que lo enceguecía, los bultos que se movían tras ella. Esa, aunque desplegada ante su vista, era una realidad absurda, que no tenía ninguna relación con la suya; quizás por eso no sintió miedo.


Cambiada la bombilla, dejado el plato de comida en el suelo, amenazado Fernández con el ojo frío del arma y el frío de sus ojos, los hombres se marcharon escaleras arriba.


Pero Fernández no vaciló. Volvió a estirarse desde los pies de la cama y a romper la nueva bombilla. La oscuridad y el silencio eran su mundo, ajeno a los sentidos, ajeno a la percepción del tiempo.


La disputa entre los valedores de la luz y el valedor de la oscuridad se repitió varias veces. Finalmente, los hombres cedieron; a él le pareció que bajo su capucha el sigiloso de zapatillas le dedicaba una sonrisa cómplice. A partir de entonces, la oscuridad sólo fue perturbada por la luz de la linterna que le bajaba la comida y el agua, y sin entretenerse regresaba a su mundo escalera arriba.


Porque Fernández había alcanzado un dominio donde la materia no se percibía, y por tanto no existía; un dominio donde el tiempo era un concepto huero, un río inmóvil. Vislumbró que él era, lisa y llanamente era, en sí mismo, fluyente y fluido, absoluto en la nada. En los momentos de consciencia se supo libre, y sintió la emoción de esa libertad, y la emoción de vivir, y la elemental emoción de ser.


Se nos murió el muy cabrón, oyó el grito y los pasos que lo arrancaban de cuajo de su propia esencia y lo llevaban a una penumbra poblada de camastro, inodoro, hombres, ruidos. Un puño le oprimía repetidamente el pecho; dos dedos le apretaban la nariz; una boca le insuflaba aire. Pateó, manoteó, hubo un quejido. Cabrón, escuchó; y una luz lo encegueció. Adivinó los cañones apuntándole, las capuchas y sus ojos. Si te mueres mato a tus hijos, cabrón. La amenaza se apagó y la oscuridad recuperó su totalidad. Se dejó entonces caer hacia atrás en el lecho en busca de su nuevo mundo. No tardó en ver una luz brillante entre sus ojos y sentir que todo su cuerpo se iba, volvía allí de donde lo habían arrancado.


El conflicto se repitió un par de veces. A la tercera, esa voz que ya no era suya, al menos no era la de su mente, dijo: “Tranquilo, tranquilo, sólo estoy descansando” a modo de explicación. Se sintió observado.


–¿Cuánto tiempo llevo aquí? –preguntó sin saber por qué preguntaba.
–¡Qué te importa! –espetó una voz que identificó con el de las botas.
Calló, porque era verdad que no le importaba.
–Cuatrocientos setenta y ocho días –dijo la otra voz.
Advirtió que advertían que no tenía miedo. Este conocimiento no lo envaneció. Ya sabía que los sucesos, meras formas que adoptaban las esencias, carecían de importancia.


El tiempo dejó de existir para Fernández, y quedó suspenso en una emoción inefable. Se supo no-vegetal porque los vegetales no se sentían no-vegetales; se supo no-piedra porque las piedras no se sabían no-piedras. Alcanzó la existencia absoluta y en ella recuperó, no el recuerdo, no las formas, no las sensaciones, de su mundo, sino las esencias de su mundo. Se fundió con ellas. Fue uno con Marta, fue uno con sus hijos, fue uno con sus amigos. Los abarcó, los contuvo, en una existencia fuera del tiempo y del espacio.


Al despertar, presumiblemente por la mañana, palpaba la cama en un acto de orientación, a tientas comía algo, y, sin prestar atención a la suciedad de sus manos, ya tumbado se concentraba en los latidos cada vez más espaciados de su corazón, en el ritmo decreciente de su respiración, en la distensión gradual de sus músculos. Y a través de esas formas, puertas mínimas, volvía a entrar en la realidad que había descubierto.


Era un privilegiado, se dijo una vez mientras masticaba unos macarrones fríos. Porque era libre, libre del zulo, de sí mismo, del universo. Había llegado a la esencia, al infinito. ¿Al todo? ¿O a la nada? ¿Cómo se llamaría ese lugar? Y ya no había otro adonde ir. Porque no hacía falta.


En algún momento lo perturbó una detonación en la distancia; luego otras más cercanas. Entre gritos entraba una luz, y unos brazos de ropas ásperas lo sacaban escaleras arriba. Aquí está, aquí, repetían junto a su oído, que iba a estallar. Una voz en lo alto gritaba que ya había acabado todo, otra que era hora de volver a casa, aún otra que había terminado la pesadilla. El aire era fresco; había unos árboles; clareaba, o atardecía.


Lo introducían en un coche, después en un helicóptero, más tarde en otro coche. El último sol último deslumbraba. En las aceras se agolpaban la gente y los gritos; tenían las caras tensas, los dientes grandes. Bocinas, pitidos, motores. El coche paraba, la puerta se abría; lo empujaban, le tiraban de una mano. Flashes, destellos, hombres y mujeres de cera contra un fondo negro. Atrás, atrás, ordenaba alguien. Parecía su portal, parecía Marta, parecían sus hijos. Lo llevaban de los brazos; había más gente que empujaba, que apretaba. Lo entraban en el ascensor; los de uniforme lo sostenían, Marta lo miraba, parecía llorosa.


En cuanto entró en su casa recordó el dormitorio. Apoyándose en las paredes del pasillo fue hasta allí y se tumbó en la cama. Y con un gesto pidió que bajaran las persianas, que apagaran la luz, que cerraran la puerta.

 

diego nieto 350Diego A. Nieto Marcó
Buenos Aires 1951. Reside en Argentina hasta 1974, cuando comienza un viaje de varios años (Brasil, Paraguay, Estados Unidos, Portugal, etc), al final del cual se radica en España. Estudia Filosofía en la Universidad de la Plata, y Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, graduándose en la Universidad de Granada. Actualmente vive en Málaga donde trabaja como profesor en la Escuela Oficial de Idiomas. En esa ciudad, entre 2002 y 2013, dirige la revista MARTIRICOS de relato corto en inglés. En 1989 recibe el premio de poesía Florian de Ocampo por su obra Desde el alba. Entre sus obras se pueden citar, A orillas del Bahana (novela), Cuentos de un hombre a solas, Los falsarios (cuentos), La voz y sus sombras (poesía).

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