Karina Pacheco Medrano - El violinista de las montañas

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En las cumbres más altas que rodean el pueblo de Lawa-Lawa habitaba un violinista al que todos conocían pero a quien nadie había visto jamás. Dicen que muchas alpacas y ovejas desaparecieron mientras bailaban seducidas al son de sus notas encantadoras y que las mismas nubes dejaban de llover mientras vibraran las cuerdas de aquel violín. Los abuelos cuentan que su repertorio crecía con cada luna llena y que en noches claras como esas, los pastores se cubrían las orejas para no dejarse arrastrar hasta los abismos donde mejor se escuchaba ese concierto. De los hombres y animales desaparecidos, de los que volvieron confusos y enloquecidos de las montañas, se echó la culpa al violinista; aunque su música siguiera alentando ternura en los pechos de los oyentes, cuyos corazones se agitaban como tambores.
¿Procede la música del cielo, o es la única propiedad divina que los ángeles caídos lograron retener en el mundo subterráneo? Porque aunque del cielo parece llegar el conmovedor sonido del violín, son los pies los que danzan besando en cada paso la tierra. Ni en sequía ni en estación de tormenta aquellas melodías dejaban de sonar. En diferentes épocas la gente entendió que habían sido compuestas para entregarse a la vida: los enamorados al amor valiente; los ancianos a la alegría en sus últimos días, y los niños que con sus trompos retozaban por el campo creían que servían para prolongar el tiempo de sus juegos.

Corrió tanto esa historia de boca en boca, incluso en programas radiales sobre entes sobrenaturales, que en dos ocasiones llegaron espiritistas portando bálsamos y grabadoras para tratar de exorcizar, o al menos capturar la música de las montañas. El primer intento no logró conjurar nada ni mucho menos grabar ruido alguno que no fuera el producido por el viento, el cauce de un riachuelo lejano o el aleteo de un picaflor. Del segundo intento lo que se sabe es muy confuso: concluyó con la volcadura del autobús donde viajaba el médium que había escalado hasta la cumbre habitada por el violinista. No hubo muertos, tampoco heridos graves, pero la grabadora en la que este aseveraba portar la música encantada terminó aplastada por varios costales de papas. Este hecho solo acrecentó las habladurías, así como las ganas de muchos por desentrañar el misterio. Comenzó a expandirse el rumor de que allí donde se encontrara el violín se hallaría una fuente inagotable de riqueza, tan amable, tan brillante, tan infinita, que la gente ni siquiera pelearía entre sí para apropiarse de ella.
Una tarde de agosto, cinco escolares conocidos por ser los más talentosos de su clase acudieron a la cumbre con la intención de escuchar la nueva melodía que la luna llena prometía. Sus padres los vieron partir con sus mochilas al hombro, una de las chicas llevaba además una guitarra y el más joven de todos iba marcando el ritmo del camino con su zampoña. Por la noche la luna desprendió tanta luz que en las calles era posible captar nítida la sombra de los pasos, la de los tallos de quinua moviéndose con la brisa, la de las patas de los saltamontes al impulsarse para cada brinco; hasta el mismo zumbido de las abejas lejanas parecía dejar plasmada una sombra perfecta que recordaba a la flor, a la miel, al polen arrastrado en su vuelo. Y desde la cumbre, varias nuevas melodías se extendían hasta el pueblo. El violín no estaba solo y la música que se esparcía en todos sus ecos era dichosa. La gente abrió de par en par sus ventanas, sus puertas, sus balcones; deleitados todos, escuchaban, contemplaban la luna, se dejaban acariciar por el viento e inventaban letras que se adecuaban a su ritmo: los alfareros al barro primigenio, los carteros a las misivas importantes que siempre llegan a tiempo, los jóvenes a la construcción de mundos más amables, los enamorados a su pasión, los viudos a la ausencia terminada, los viejos a la inmortalidad, los niños al brillo de las mañanas, a los juegos, a sus animales. Algunas parejas se animaron a abandonar sus balcones para bailar en la plaza y el contoneo de sus cuerpos se duplicó en la sombra que danzaba en el suelo.
alma algaNo volvieron los escolares al día siguiente ni al subsiguiente. Preocupados, sus padres y algunos amigos organizaron una expedición para traerlos de vuelta. Al empezar a subir por la cumbre, encontraron esparcidos los cuadernos y los abrigos de los desaparecidos. Perturbados, prosiguieron la marcha. Anochecía cuando empezaron a escuchar la música que tres días antes los había deleitado. Algunos se taparon los oídos y quedaron paralizados sin saber qué hacer; otros dieron marcha atrás y a toda carrera bajaron de nuevo hasta el pueblo. Solo la madre de uno de los chicos y el mejor amigo de otra prosiguieron la marcha, con las orejas descubiertas mas con los pasos temblorosos.
Esa noche la música de los cerros volvió a expandirse por el pueblo. Muchas personas no dudaron en abrir sus ventanas y balcones, pero otras las cerraron a cal y canto. “Es la tentación del maligno, se quiere apoderar de nuestro ser”, señalaron. Pocos se animaron a tararear canciones al amor, a la vida o al vuelo de las aves, y esta vez no hubo quien acudiera a bailar a la plaza.
Al día siguiente, nadie se atrevió a organizar comitiva alguna para buscar a los escolares y a los expedicionarios que no habían regresado. En el templo se convocó una reunión para decidir qué se podía hacer. Tras varias horas de discusiones sobre la naturaleza de esas melodías, sobre las consecuencias que podría acarrear si se llevara a más gente del pueblo y las medidas urgentes que habría que adoptar, surgió una primera decisión. Esa misma tarde, el párroco y tres sacristanes, rodeados por un grupo de fieles que iban entonando oraciones, comenzaron a escalar la montaña de la música. Por el camino los sacristanes fueron esparciendo incienso, sahumerios, agua bendita, y celebraron ritos más prolongados en los lugares donde se habían encontrado los cuadernos escolares y donde la segunda expedición había empezado a escuchar de nuevo la música. Al arribar a la cima esparcieron aún más inciensos mientras el sacerdote clamaba por la victoria de la verdad a su autoridad revelada sobre las tentaciones. En todo su recorrido, ni siquiera al llegar a la cumbre, oyeron melodía alguna. Volvieron al pueblo con la seguridad de haber ganado una batalla en la lucha del bien contra el mal.
Por la madrugada, el canto de las aves se vio precedido por el de uno de los escolares desaparecidos. En el centro mismo de la plaza, acompañado por una hermosa guitarra, iba entonando canciones que en el pueblo volvieron a despertar la añoranza por la pasión, por el valor, por la inmortalidad. Durante mucho tiempo ese canto no fue contenido, pero llegó el padre de una de las escolares perdidas, le arrancó la guitarra y empezó a inquirir por la suerte de su hija. “Ella es libre, no volverá; ni tú volverás a tocarla de la manera sucia en que lo hacías cuando era una niña”, escuchó. Enfurecido, aquel hombre derrumbó al escolar de un puñetazo y procedió a clamar que estaba loco, que había que encerrarlo. Con ayuda de dos vecinos, lo arrastró hasta el templo. Allí, el párroco le roció abundante agua bendita y le pidió que fuera racional, que se confesara y expiara sus culpas.
El escolar empezó a cantar con unas palabras que nadie logró descifrar. “Es la voz de los ángeles”, exclamó uno de los sacristanes; pero recibió una bofetada que sonrojó tanto su cara que nunca más volvió al templo. El muchacho siguió cantando pese a las exhortaciones del cura y a las oraciones que en voz cada vez más alta emitían las beatas. Pasadas algunas horas ellas se cansaron y se marcharon, sin haber conseguido impedir que él siguiera cantando ni que más gente acudiera a oírlo. Una niña ciega se acercó a tocarlo y le preguntó si podría devolverle la vista de la belleza, así como Jesús había curado a tanta gente sufriente. El muchacho repuso que no tenía esa capacidad, pero que si ella quería podía acudir a la cumbre más alta de Lawa-Lawa, donde su ceguera y la de muchas personas serían aliviadas y donde además aprendería a cantar. La madre de la niña exclamó que jamás permitiría que además de lisiada, su hijita se volviera demente, y pidió que encerraran al escolar en una celda de gruesas paredes antes de que encandilara a más gente con su voz encantada.
Esa noche, mientras dormía, de puntillas el párroco acudió a su celda e hizo desaparecer su guitarra. No obstante, en los días siguientes el muchacho siguió cantando desde el alba hasta el anochecer, en varios momentos acompañado por el gorjeo de los jilgueros, así como por el silbido de los niños y el viento; hasta que, una mañana, sus melodías se hicieron echar de menos: esa madrugada, un grupo de vecinos lo había amordazado, le pusieron una camisa de fuerza y lo enviaron al manicomio de la ciudad. Hacia el mediodía, la pequeña ciega desapareció y unos pastores señalaron haberla visto escalando a gatas la montaña de la música. Este hecho colmó la paciencia de las autoridades, quienes al recordar que esa noche sería de luna llena ordenaron, bajo pena de arresto, que a partir de las seis de la tarde todos se encerraran en sus casas y trancaran cada una de sus puertas, balcones y ventanas. La orden fue cumplida, pero la música volvió a expandirse y logró colarse a través de las más breves rendijas, en el mismo trinar de las aves, el ladrar de los perros o el balar de las ovejas en los establos.
bosque nombre 360Al día siguiente, el alcalde y la dueña de la posada acudieron a la comisaría para denunciar la desaparición de sus respectivos cónyuges. De inmediato los rumores identificaron a los desaparecidos como amantes. La desazón comenzó a cundir en el pueblo, pero asimismo subsistía el deseo por descubrir el enigma de esa música, por volver a ser regocijados por ella.
No tuvieron mucho tiempo para volverse a sumergir en lo cotidiano. Una tarde se vieron sacudidos por la llegada de un camión del que saltó una larga hilera de hombres armados hasta los dientes. Por un megáfono, la voz del que parecía el jefe dio órdenes para que se cerraran los comercios, bancos, la escuela y la misma iglesia; y para que todos se recluyeran en sus casas y nadie se asomara afuera hasta nuevo aviso.
Pese a la severidad de estas órdenes, y pese al resquemor ante los machetes, metralletas y granadas que la tropa portaba, algunos curiosos aprovecharon las rajaduras de sus puertas y cortinas para descubrir que esos hombres empezaban a ascender por la cumbre más alta. En el pueblo quedaron cuatro vigilantes que en ningún momento dejaban de apuntar con sus armas en dirección de las calles de salida de la plaza.
Empezaba a oscurecer, en el pueblo solo se oía correr al viento y a los árboles sacudirse de tal manera que parecía un chaparrón precipitándose sobre las tejas. La luna llena destellaba a medida que la noche avanzaba. Cuando parecía que su luz ya todo lo alumbraría, desde las alturas de Lawa-Lawa ráfagas de metralletas y estallidos de granadas comenzaron a tronar multiplicando su estruendo en los ecos de las montañas. De repente, como una voz agonizante, el murmullo de un violín empezó a escucharse. Más granadas explotaron; más balas, más gritos. Tras un largo silencio, un doloroso y débil gemido aún extendió el son más triste que cualquiera en el pueblo hubiera oído jamás. Nuevos estallidos volvieron a romperse en las alturas y la hueste que estaba en la plaza empezó a disparar contra toda sombra que se moviera. Muchos gorriones, jilgueros y picaflores que habían huido del estruendo de las montañas cayeron abatidos sobre las calles.
Escondidos dentro de sus casas, los niños lloraban imaginando que el tiempo de sus juegos infinitos tocaba a su fin, los jóvenes pasaron a arrepentirse de haber soñado con mundos mejores, los viejos comenzaron a ver el perfil de la muerte apostado junto a su puerta, los curiosos se asustaron de haber deseado subir también hasta el abismo de aquella montaña, mientras los enamorados calculaban con meticulosidad los costos y beneficios de sus sentimientos. La luna empezó a cubrirse de humo y la noche se convirtió en verdadera noche.
Al alba, con los ojos pálidos, los fisgones más empedernidos pudieron atisbar cómo la tropa de hombres armados descendía ilesa por la falda de los cerros. También vieron cómo, cual trofeo, se fueron pasando uno a uno los restos de un violín dinamitado hasta colocarlo sobre el techo de su camión. Antes de marcharse, en el centro mismo de la plaza dejaron un reguero de tambores, quenas, zampoñas, guitarras y charangos a medio quemar, con las cuerdas reventadas y su madera mezclada con restos de sangre y cabellos chamuscados.
Un mes después, no se volvió a oír la música encantada, tampoco al siguiente, ni al subsiguiente. La luna llena siguió saliendo a su tiempo y no dejó de alterar ánimos ni deseos en su hora de máximo esplendor. Los enamorados tampoco dejaron de buscar recovecos insólitos para hacer el amor, los viejos siguieron muriendo y sobreviviendo, y los niños continuaron jugando con sus trompos en las laderas de los cerros mientras vigilaban el ganado. “Después de todo, nada ha cambiado”, señaló un día el alcalde. Quizás no se percató de que en medio de las leyendas perdidas, en el pueblo se había ido extraviando la curiosidad por desentrañar el secreto del violín, o el mismo deseo de hallar algún día la fuente de la riqueza amable, inagotable, que a todo el mundo sería capaz de abastecer.
A veces el canto de los jilgueros parece rememorar aquella música. A veces el viento parece arrastrar antiguos sones. A veces en las fiestas se entonan estrofas de las canciones que un día fueron inspiradas por el violín hechicero. A veces. En más ocasiones la gente sigue despertando con el tañido de las campanas del templo, cuando no con el timbre agudo de un reloj despertador; se levanta, acude a trabajar la tierra a las horas precisas, asiste a escuelas y oficinas, entra y sale de bancos y tiendas, enferma y sana si no muere; come, bebe, celebra, duerme al final de la jornada; o de día y de noche sueña con hallar tesoros cargados de monedas de oro, ganar la lotería o heredar inmensas fortunas de forma imprevista. Pero también, hay noches de luna llena en las que corre el rumor de que en las montañas de Lawa-Lawa se vuelve a oír la música de la que hablaban los abuelos.

 

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karina pacheco 375Karina Pacheco Medrano
Perú (1969). Es autora de las novelas La voluntad del molle (2006), No olvides nuestros nombres (2008), La sangre, el polvo, la nieve (2010), Cabeza y orquídeas (2012) y El bosque de tu nombre (2013). Asimismo es autora de los libros de relatos Alma alga (2010) y El sendero de los rayos (2013). También es antologadora del título Cusco, espejo de cosmografías (2014). Doctora en antropología por la Universidad Complutense de Madrid, actualmente vive en Cusco.

 

 

 

 

El relato "El violinista de las montañas" está publicado en el  libro de cuentos Alma alga, (Borrador Editores, Lima, 2010). Material enviado a Aurora Boreal® por Karina Pacheco Medrano. Foto Karina Pacheco Medrano nr.1 © Adriana Peralta. Foto Karina Pacheco Medrano nr.2 © Mónica Ibáñez. Carátula Alma alga © cortesía Borrador Editores. Carátula El bosque de tu nombre © cortesía Karina Pacheco Medrano.

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