La caja del ruido

miguel rodriguez 250Llegó y dijo que quería verla, y ya nos sobrecogimos.
‘Abrirla’, pensamos, aunque no fue eso lo que dijo, solo verla. Nos miramos todos, todos lo sabíamos igual que se sabe que alguien tiene cáncer y nadie habla de ello por si las palabras despiertan a los demonios. Tampoco era un secreto, porque los secretos se comparten; esto más bien era una muerte, algo que no existe, o que existió pero ya no existe, y por lo tanto algo que tampoco existió. Es lo que tiene la memoria, te puede destrozar la vida en un momento. Todo esto vimos en los ojos de los otros al mirarnos. O tal vez nos lo imaginamos, tal vez solo fue un cuento como los que nos contaban nuestros padres por la noche, llenos de monstruos.
Llegó como las tormentas, sin avisar y sin explicaciones. Ni siquiera conocíamos su cara, pero lo supimos al instante, solo podía ser ella, nadie más estaba al tanto de esta sombra de mi familia. Yo sabía que alguna vez vendría, lo sabía y lo temía, quizás me lo contaron mis padres llenos de monstruos. Creo que nací en esta casa con ese conocimiento, que algún día vendría y querría verla, y que nadie sería capaz de interponerse. Creo que he vivido aquí para ver este día.

Llegó y nos dijo su nombre, innecesariamente. Solo quisimos gritar. Recorrió la casa de un vistazo y con la misma rapidez invadió nuestro pasado sin hacer preguntas incómodas, ni siquiera nuestros nombres, no había nada que recordar, todo iba a ser muy rápido, solo había venido a verla. Solo queríamos gritar.
Así llegó, como lo inesperado, como las tormentas, como los gritos. Llegó como llega el pasado cuando uno ya no tiene futuro.
– ‘¿Dónde está? Quiero verla’.
Nosotros gritábamos. No nos oíamos, pero gritábamos llenos de pasados y de monstruos. Y le fuimos pidiendo que lo considerara, que por favor, que quizás ya no merecía la pena la molestia, revolver en el pasado solo trae desgracias.
– ‘¿Estás segura de que quieres abrirla?’ Era una pregunta llena de gritos.
– ‘Quiero verla’.
Y nos pidió que saliéramos de la habitación, que quería hacerlo a solas, en privado, así nadie vería algo que tuviera que callar el resto de su vida, otro cáncer del que nadie habla, y por las noches nadie tendría que contarle cuentos a sus hijos llenos de monstruos. Nadie sabría lo que hay ni recordaría su expresión al abrirla. Y entonces nuestra última baza, le hablamos de su padre, que la dejó allí sin una nota siquiera que pusiera que era para ella, y al momento comprendimos nuestra ceguera: esa era la señal para que ella la encontrara, que no tenía nombre. Era algo aún por nombrar, lo último de nuestra familia, algo a lo que asignar un destino. Nombrar el cáncer, los monstruos, las tormentas.
Nos hicimos a un lado y le mostramos el lugar. Estaba allí, al fondo. Una vez que se descubre la existencia de algo que de inmediato comprendemos como terrible, conocer o no su interior ya es secundario, tan solo es dar forma a una historia que ya se ha contado antes, que ya sucedió sin palabras, o con otras palabras. Hasta que ella llegó, sin palabras. Lo terrible ahora era saber que fue real, que todo lo que habíamos oído sobre su padre sucedió de verdad o en la imaginación de quienes le conocimos. Todo sucedió en nosotros, y ahora se repetiría.
Ella intuía nuestros pensamientos, llenos de horror, y nos miraba uno por uno. Nos miraba sabiendo que nuestro miedo no se debía a la anticipación de lo que hubiera dentro, sino a la expresión de su cara al desenterrar el pasado. A estas alturas ya era inevitable, ya daba igual, solo queríamos acabar cuanto antes, todos sabíamos lo que iba a pasar, y volver a nuestros cánceres silentes de siempre.
Pero no lo hizo.
– ‘Me marcho’.
Lo dijo ella, que había vivido fuera toda la vida, desde que se fue de aquí, tan niña, del rancho, de nuestros monstruos, a perseguir otros monstruos quizás. ‘En realidad he venido a deciros que me marcho; solo quería verla’, y nos quedamos tan solos, hundidos, conscientes de que a partir de ahora estaríamos cara a cara con ellos, con los gritos, que ya no tendríamos a quién esperar, a quién rezar o temer, que ya nunca nos volveríamos a sobresaltar al llegar el correo ni habría alguien en nuestra familia que viniera a salvarnos de la caja, de este destino ciego que nunca quisimos mirar y que nuestros recuerdos sentenciaban. ‘Adiós’, dijo. Y al poco, antes de empezar a matarnos, nos quedamos a solas con ellos, con los ruidos que habíamos presentido todos estos años, los que se juntaban en palabras que decían quiénes éramos y que nuestros padres nos habían leído por las noches, los que nos azuzaban ahora, los que nos veían morir. Ya solo quedo yo, lleno de gritos, lleno de monstruos.

 

Miguel Rodríguez Otero
miguel rodriguez 350España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar, Madrid; Los Bárbaros, NY; Herederos del Kaos, San Francisco, CA; La Ira, Santiago de Chile; Irreverentes, Madrid, Narrativas, Madrid; ViceVersa, NY., entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.

"La caja del ruido" enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorizción de Miguel Rodriguez. Fotos Miguel Rodriguez © Luciano Teixeira.

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