Postal de selva

fauna 03Luego de revisar los apuntes para su clase del día siguiente, Peter, se llevó los tapones a los oídos. Era un hábito que repetía de forma maquinal antes de acostarse en la cama. Ya empijamado, y agotado por las obstinadas pesquisas que realizaba para poner punto final a su reciente investigación, el sueño le llegó tan pronto su cabeza descansó en la almohada. Una convulsa Berlín que se adormilaba y veía emerger cerillas en su firmamento, se anunció con sombrías nubes en la vista panorámica del ventanal de su casa. Fue una noche de descanso reparador.

Al día siguiente, y luego de una discusión con uno de sus estudiantes díscolos, se vio invadido por el cansancio que después de los sesenta años experimentaba con mayor frecuencia. En la cafetería, el encuentro con un colega del departamento de ingeniería le sirvió para encontrar un paliativo al imprevisto embate de aflicción.

-Lárgate para el trópico. Aquí ya no despiertas la atención ni de tu esposa.

-Preveía un final ruinoso para mi carrera docente; nada comparado a lo que estoy viviendo. Son cada vez más frecuentes mis polémicas con los estudiantes. Me he vuelto irascible y ya no tolero la controversia. Mi viaje a Latinoamérica no pasará de agosto. Estoy a la espera de la aprobación de mi año sabático.

El haber franqueado la avenida Unter den Linden por más de treinta años lo habían convertido en un conductor intrépido y sosegado. Los obeliscos, monumentos y estatuas que se achicaban en el espejo retrovisor de su automóvil, se difuminaban en la bruma crepuscular con la que se despedía el día, y lo hacían experimentar una alada y fugaz sensación de ascenso hacia un incierto pedestal.

Conducir era de las pocas actividades de la vida práctica que no lo fatigaban. Renuente al ejercicio de cualquier tarea que exigiera un sacrificio físico, sus últimos veinte años se habían convertido en una ejemplar lección de vocación por la entomología. La reparación de una gotera, la refacción de una fisura en la tubería, o la consuetudinaria poda de los árboles del jardín, eran actividades que había endosado a los hijos o cualquier persona que desempeñara esos oficios.

Tentado por lo que había sido una fantasía concupiscente de la senectud, su relación con Helga empezó siendo un enternecimiento con la más aplicada de sus estudiantes, para luego ser retozo seductor, y al final, convertirse en una febril pulsión. La luz tornasolada que en el atardecer permitía observar la gravitación de partículas de indescifrable materia, y las gigantescas fotografías de parejas que se besaban de manera febricitante, y que colgaban de las paredes de la sala, hacían del apartamento de Helga un lugar que estimulaba el erotismo.

Fue ella quien le propuso que viajaran al amazonas colombiano y conocieran en terreno las especies que con obsesión diseccionaban y estudiaban en el laboratorio. El viaje, se lo dijo al oído en estado de duermevela un amanecer, les permitiría gozar del anonimato y complicidad que un vínculo como el de ellos reclama cuando se hace irrefrenable.

Hija de unos padres sionistas que profesaron un judaísmo laico y resistieron de manera estoica la arremetida del nazismo, Helga se impuso desde niña una disciplina de hierro en el aprendizaje de la biología y las ciencias naturales. Había logrado, a fuerza de entrenadas ardides, conjugar de forma talismánica su intelectualidad y belleza. Sabiéndose atractiva, y con predilección por los hombres mayores, no vaciló en afianzar su cercanía con Peter y en hacerlo su tutor y compañero afectivo.

Fue hojeando los diarios de Alexander Von Humboldt, que la idea que germinó en los resuellos amatorios, adquirió nitidez y se hizo una imperiosa necesidad. Al contemplar cada lámina y delinear con sus dedos las geometrías intrincadas de los árboles y animales, las facciones montaraces de los hombres de América, y el follaje de los bosques y selvas que el genio alemán había estudiado, se sintió invadida por un apego telúrico a los parajes que albergaban ese exotismo.

Una tarde, luego de culminar los trámites consulares que de manera furtiva y metódica había realizado ante el consulado colombiano, se encontró con sus entrañables amigas Juta e Inge en el antiguo bar del barrio Mitte que visitaban desde se conocieron en el primer semestre de carrera. La intrepidez de Helga al relatar los detalles de su viaje, y la firmeza con la que justificaba lo que fue presentado como una inexorable y venturosa realización académica, fue juzgada por sus amigas como un arrebato delirante. Nunca imaginaron que la mujer ensimismada y tímida, alejada de los divertimentos propios de la adolescencia, y con una vida casi monástica de renuncia a toda distracción, emprendiera un periplo a un lejano continente con el único fin de saciar su interés intelectual. La perplejidad y el asombro fue la respuesta de ellas al plan expuesto por Helga.

Entre tanto Peter seguía cumpliendo sus rituales familiares: desayunos compartidos con su esposa e hijos, tardes sabatinas de cine, jornadas de jardinería con la indumentaria e instrumentos propios del arte, y conversaciones salpicadas de humor negro e ironía. Su esposa, una funcionaria judicial jubilada después de 25 años de trabajo ininterrumpido en el estado de Baviera, acompañaba cada acto de frases lacónicas y cortantes, que abortaban de manera súbita cualquier posibilidad de germinación cálida de un diálogo. Acostumbrada al tono recitativo que empleaba en sus años de juez, su voz nunca se veía afectada por inflexiones o giros tonales. Sus tardes se consumían en encuentros soporíferos con mujeres en condiciones similares a la suya que acudían a un café ubicado a pocas cuadras de su casa.

Pero era sus hijos quienes lo enternecían. Con un rictus adusto que ya era una impronta en su rostro, a Karl le bastaba con compartir una tarde con su padre para que su habitual acritud, mutara a un mohín de alegría y docilidad. Graduado con honores en ingeniería mecánica, cierta vocación ecologista había aflorado en él al especializarse en la instalación de sistemas solares fotovoltaicos. Creía, y en ello coincidía con su padre, que Alemania era un coloso que se había rehecho de los rescoldos y ocultaba su vergüenzas históricas con un antifaz de filantropía. Por ello su protección al medio ambiente, se manifestaba en la confección de aquellos artefactos que captaban la irradiación solar y la transmutaban en energía. Desdeñaba las que él consideraba pantomimas y actos inútiles en la retórica biempensante de los oportunistas; optaba, en cambio, por hechos silenciosos, alejados del barullo y el aplauso, pero de mayor eficacia. Su labor la asumía como una oportunidad de resarcimiento con la tierra. Esta actitud enorgullecía a Peter.

Juliana de cuerpo cenceño, ojos irisados y cabellos hirsutos, ahogaba el tedio pintando intrincados grafismos enmarcados en abstracciones de colores pardos y cenicientos. Sus pinturas traslucían una naturaleza macilenta como si tratara de una transfiguración del universo de sentimientos de sus padres. Esos lazos afectivos, que el peso de las décadas convividas, los había convertido en vetustas estampas y desvencijadas piezas de museo. La coraza de su ensimismamiento se derrumbaba ante los juegos y cosquillas con los que su padre la sorprendía en las noches. Juliana y Karl sostenían una relación armónica de mutua admiración y respeto. Intuían que la agonizante relación amorosa de sus padres se mantenía erguida gracias a ellos. Eran la hebra de hilo que ataba lo que el tiempo, la rutina y un ruinoso desencanto había liquidado de manera implacable.

Cuando Peter anunció su viaje a la selva colombiana, ni Juliana ni Karl se sorprendieron; lo imaginaron como el pretexto que se concibió con minuciosidad en el escritorio de su padre. Una treta tejida con precisión de orfebre para airear su vida aprisionada en rutinas asfixiantes y aletargada en una relación matrimonial carente de vivacidad. Frente al desdén de su esposa organizó su maleta, se aprovisionó de atlas, libros, libretas, rollos para la cámara fotográfica, lapiceros y una buena cantidad de tarros de repelente y algunas medicinas.

Acordados los detalles del viaje, y con los tiquetes guardados entre las páginas de un libro de fotografías de la selva amazónica, Peter y Helga se encontraron en el aeropuerto Tegel Otto Lilienthal un viernes en la mañana en el que una lluvia ligera simulaba un jadeante llanto del cielo y el sol brillaba adormilado sobre las calles de Berlín. Un vuelo tranquilo, con escasa turbulencia, los traería a un trópico impredecible para reinventar lo que no dudaban en llamar amor; y que ante la desmesura con que había florecido y las barreras que lo obstruían, era necesario concretar en un lugar sin historia para ellos.

Turbados frente a los paisajes de la selva, y embriagados de un rejuvenecido fulgor que les proveía la sensación de ser nuevos en un mundo que les permitía desplegarse a su antojo, un follaje denso y una sinfonía de sonidos opresivos los arropaban en unas noches tempranas en el que río espejeaba como un insondable hilo de plata. El cielo convertido en una bóveda oscura salpicada de estrellas, protegía a las sombras que se sumaban a la infinita penumbra del amazonas.

Amistar con los colonos le resultó fácil a Peter. Varios de ellos, reluctantes al diálogo en los primeros días, fueron transigiendo para finalmente permitir que el advenedizo alemán hiciera parte de las tertulias crepusculares que sostenían bajos los kioscos de palma. Con un español incipiente y de dicción accidentada en algunos fonemas, las intervenciones de Peter eran escuchadas con curiosidad y fascinación. Queriendo enterar a los lugareños de la importancia del pulmón amazónico para la vida del planeta, sus explicaciones se fueron apropiando de los clichés y coloquialismos de la región; todos ellos incorporados con el fin de hacer comprensibles sus enseñanzas.

Por su parte Helga construyó una rutina de indagaciones científicas, trabajo de campo, aseo de la casa alquilada y cuidado de Peter. Sus jornadas, que comenzaban en la madrugada, se prolongaban hasta la media noche cuando el cansancio la obligaba a suspender la lectura del libro o aplazar la escritura de una carta. Dueña de una vitalidad que su cuerpo desconocía, se entregaba a los retozos eróticos que no cesaban ni en los momentos de mayor agotamiento. La llegada a un nuevo territorio la había hecho descubrir los placeres secretos de cada meandro de su geografía corporal y la había convertido en una amante decidida y libre de contenciones.

La estudiante ejemplar que oficiaba inicialmente como amante timorata, poseída de una inusitada fuerza, venció el pudor y las barreras para apropiarse del cuerpo de Peter; al que ahíta de lubricidad, exploraba con manos y labios. Entrenada en la gimnasia erótica, que como secreta caligrafía sus pieles memorizaban, la sobriedad y limitación sexual fue vencida. Ella proponía e iniciaba el ritual con provocadores escarceos, para la mayoría de las veces luego controlarlo a horcajadas. Sedente sobre el cuerpo exánime del alemán, que yacía acostado boca arriba y con su ímpetu viril desbocado, la entrepierna de Helga cabalgaba arrobada de placer sobre el miembro erguido mientras sus manos descansaban en el adiposo abdomen.

La estancia en el poblado amazónico, que según los planes hechos en Berlín duraría un año, rebasó ese tiempo. Las cartas de Peter a sus hijos y colegas de la universidad se fueron espaciando hasta cesar por completo. Las primeras fotografías de los parajes de la selva y especies florales y faunísticas que fueron enviadas a sus amigos eran acompañadas de cartas prolijas en las descripciones del entorno y elogiosas con los nativos y colonos. Según Peter la botánica y la zoología de las academias europeas deberían mirar con premura esta zona del planeta para encontrar nuevos derroteros en sus cansados itinerarios investigativos.

En un tácito acuerdo, que burló calendarios y vínculos familiares, Helga y Peter prolongaron su permanencia, como si un inaplazable reclamo del cuerpo y el espíritu les pidiera a gritos su apego a ese lugar. La temporada de lluvias, que arreció con sorpresiva beligerancia sobre la selva, anegó de bruma y nostalgia las tardes venideras de Helga.

Una de esas tardes en las que la garúa amenazaba con convertirse en un aguacero cataclísmico, observaba a los indígenas combinar el barro con hojas y pigmentos en morteros que recibían las gotas de lluvia arrojadas desde el cielo. Absortos en su amasijo, la fusión resultante era vertida sobre los torsos desnudos para a fuerza de pinceladas de filigrana y trazos precisos, convertirse en intrincados senderos multicolores sobre las pieles que adquirirían una apariencia aterciopelada. Unos a otros se dibujaban los cuerpos con una extraña delectación.

Contagiada del arrobamiento que experimentaban los nativos, y bajo la lluvia persistente que bañaba su rostro y traslucía su ropa, Helga se incorporó al ritual. La intromisión de ella no distrajo a los participantes. Imitando a los indígenas que convertían a sus manos en cuencos que atesoraban las sustancias con las que practicaban aquel singular arte pictórico corporal, hizo de sus dedos unos gráciles pinceles que se sumaron al perfeccionamiento estético en la espalda de un nativo. Al acercarse al caserío y contemplar el insólito acto, Peter encendió su cámara fotográfica para capturar imágenes de lo que ocurría en esos momentos.

Con el ojo puesto en el visor, se acercó a los cuerpos que retozaban y cuyas pieles eran ahora lienzos vivientes para los espontáneos pintores. Fotografió los senos caídos de las mujeres en cuyos pezones se amalgamaban los colores. Las espaldas, cuellos y abdómenes, de hombres y mujeres con la piel escoriada en sus zonas de mayor exposición al sol, recibían el haz de luz de la cámara de Peter. Tonalidades que iban del ocre abrillantado al índigo, del rojo sanguíneo al violeta, del malva al azul turquesa, se confundían en las pieles que avivaban sus palpitantes texturas ante el flash que iluminaban los dibujos en una fracción de tiempo.

Fueron dos de las muchas fotografías reveladas e impresas por Peter, las que Helga envió desde la oficina de correos de Manaos a su amiga Juta. Detrás de un mostrador de madera crujiente una mujer longeva con el rostro surcado de arrugas que caminaba como si contara los pasos recibió el sobre. Con un tono de voz recia que contrastaba con su frágil apariencia, la mujer se extendía en digresiones sobre la nueva colección de estampillas y las recientes normas que regulaban el trámite epistolar. Al final espetó que el sobre llegaría en un mes a su destino.

Después de un fugaz noviazgo, vivido con la plenitud de quienes creen haber llegado al esperado encuentro trazado como un designio en aquello que los fetichistas llaman destino, Juta se había casado con Achim. De un temperamento intrigante  y proclive a los devaneos con los paraísos artificiales había conocido a Juta en una desaprensiva fiesta de amigos en un sórdido bar de la calle Hackesche Höfe. Su intemperancia anímica y sus hábitos disolutos eran convertidos en fulgor creativo frente al computador de su agencia de publicidad y diseño. Por eso cuando vio las fotografías de los cuerpos danzantes y maquillados en un exótico paraje del trópico, no vaciló en incorporarlo a uno de los collages de las piezas publicitarias que bocetaba en su escritorio.

Mientras la explosión de colores se difuminaba en la pantalla del ordenador y Juta se acercaba a la espalda de Achim para dar uno de los reconfortantes masajes que él reclamaba cuando la tensión muscular lo invadía, en una imprecisa coordenada del amazonas, al otro lado del globo terráqueo, Helga y Peter iniciaban un nuevo ritual de danza, color y fuego.

 

Marcos Fabián Herrera Muñoz
marcos fabian herrera 011Colombia, 1984. Comunicador Social y Periodista y Magíster en Filosofía Contemporánea. Cofundador y asesor editorial del periódico virtual Con-fabulación. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de Europa y América, entre ellos Prensa Latina, Revista Universidad de Antioquia, Aurora Boreal®, Alhucema, ómnibus, Puesto de Combate y Cuentosymas. Autor de los libros El Coloquio Insolente: Conversaciones con Escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage - con-Fabulación 2008); Silabario de Magia - Poesía (Trilce Editores - 2011). Varios de sus cuentos y poemas han sido traducidos al francés, italiano y el inglés y hacen parte de antologías publicadas en España, Colombia, Chile y Ecuador. Sus diálogos con escritores y artistas para la prensa cultural hispanoamericana, además de despertar febriles polémicas, le han reportado unánimes elogios y lo han ubicado como uno de los cultores más versátiles, documentados y agudos de la conversación literaria. Dialogantes su segundo volumen de entrevistas con poetas, narradores y ensayistas de hispanoamérica, fue publicado por la editorial española Mirada Malva.

 

"Postal de la selva" de Marcos Fabián Herrera enviada a Aurora Boreal® por Marcos Fabián Herrera. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Marcos Fabián Herrera. Foto Marcos Fabián Herrera © Carlos Andrés Beltrán.  Foto Fauna 3 © Mario Camelo.

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