Los amigos invisibles

guillermo 001Es difícil saber por donde empezar. Me ha estado rondando la cabeza desde siempre.
Desde que partió el primero de los Aragón, cuando éramos unos adolescentes. Después vino el cura Hipólito, aunque lejos muy cerca. No sé cuántos años pasarían. No muchos tal vez. Después de Hipólito le tocó en turno al hijo de Nati, la cubana simpática que reía todo el tiempo y a quien le encantaban las novelas de Sidney Sheldon. Una mañana de abril me tocó a mí, apenas cursando la secundaria. Empezando la vida. Se me rompió la coraza que ingenuamente hasta aquel entonces pensaba me protegía de esa amenaza que no conocía. Seguí el camino tratando de encontrar aquella cosa que buscamos por la vida sin saber. Como una tortuga recién nacida que instintivamente cruza con su mayor velocidad la playa hasta alcanzar la mar porque sí, para sumergirse en las profundidades y morir doscientos, trescientos años después, si tiene suerte y si ningún bárbaro se le cruza en el camino para extraerle sus carnes o sus huevos o su sabiduría marina y exhibir su concha en un almacén de playa turística en una de esas tiendas baratas donde se vende crema solar protectora.

La vi por primera vez al final de una tarde lluviosa allá en mi Bogotá. Estaba parada en una esquina llenando con su energía radiante aquel atardecer grisáceo y a lo mejor sin sentido, con su sonrisa de siempre dándole la razón a la lluvia con su coquetería fantástica divirtiendo a los peatones. En aquel entonces el mayor de los Aragón todavía estaba vivito y coleando pero eso es madera de otra historia.
Vinieron los años fantásticos. El saxo de Hans Ulrik, el piano de Jørgen Emborg, el contrabajo de Lars Danielson, el Habana Viejo de Caracas, los viajes a Machu Pichu, las noches de tertulia en Copenhague con el poeta uruguayo releyendo a los grandes en la soledad de la noche. También vinieron las noches de verano en Santiago en Bella Vista y los desayunos al amanecer en el Mercado Central con congrio y machas y mucho pisco. Y Ñuñoa, esa parte de Santiago que debe estar en una novela.
Me lo contó el gordo Clavijo una mañana que me lo encontré por casualidad en el aeropuerto de Bogotá. ¿Qué hacía ahí?, ¿por qué tenía que meter la pata?, ¿para qué tenía que decirme si yo la continuaba recordando como aquella tarde lluviosa con su risa de siempre, con su alegría única, llena de vida y de esperanza frágil y hermosa dándole sentido a la vida como la tortuguita que por fin había alcanzado la mar y se había hundido por el mundo. Sí, por ese mundo, sumergida, sin conocer de nadie, menos sin querer buscar saber. ¿Qué diablos hacía el gordo Clavijo ahí en el aeropuerto? ¿qué sabía el gordo Clavijo de aquella primera tarde lluviosa tan sólo mía?
Así me pasé la vida recordando la tarde grisácea y la imprudencia del gordo Clavijo que me dijo que un aneurisma se la había llevado velozmente; solitaria y tal vez tranquila en una sala de emergencia de una clínica cualquiera. Le parecía que había dejado a una niña de pocos años que cuidaba el marido, que seguía sin entender por qué un capricho extraño se la había arrebatado sin sentido, sin derecho, sin razón. Y la abuela, que jamás aceptaría que había partido sin despedirse, sin terminar tantas cosas. Que dejó todo a medias y que media la dejaron a ella tirada en una camilla de aquel hospital.
Pero la vida sigue.
Vinieron los años de Italia, los de la nostalgia y la cultura. Los del Circo Romano y el aceite de oliva de primera spremuta, los vinos de Spoletto aunque los de Abruzzo me parecen mejores. Los spaghetti al pomodoro y basílico. El West Side Story en interpretación de una compañía de Gotemburgo y la famosa versión de María que no escuchaba desde aquella y única y primera versión que le escuché a Charlie Mariano. ¿Dónde había quedado aquel disco? Tal vez allá en Bogotá, y si tenía suerte, mi hermano lo conservaría aún como una antigüedad porque el tocadiscos Garrard había desaparecido hacía más de veinte años y ahora todo era tecnología digital.
La versión de María en una noche lluviosa romana de noviembre me obligó a recordarla, y con ese recuerdo vino de sobremesa la frase torturadora del gordo Clavijo. Se había muerto sola en una sala de urgencias a causa de un aneurisma como el judío de la universidad, que se murió de lo mismo un día antes de la graduación.
Me dijeron que de un aneurisma. Yo no sabía qué significaba esa palabra y no quedó más remedio que ir al diccionario, que dice que viene del griego, de anéuryma, dilatación anormal local de una arteria o vena y de ahí salta a tumor de sangre.
De eso se había muerto. En Italia vine a entender que de un tumor es de la misma vaina que se había muerto el mayor de los Aragón, el hijo de Naty, la cubana que siempre se reía y a quien le encantaban las novelas de Sidney Sheldon. El cura Hipólito. También el judío brillante de la universidad que me impresionaba con sus comentarios sobre Keynes y la economía monetaria con su famosa trampa de la liquidez. Y el gordo Clavijo me lo había vuelto a repetir esa mañana en el aeropuerto El Dorado.
—Ah, by the way, te acuerdas de esa chica, la de la sonrisa eterna, la de la coquetería enfermiza que le encantaba a todos, pues se murió de un aneurisma en una sala de urgencias. Dicen que cuando llegó ya estaba muerta.
Y a mí, en las profundidades de mi estudio, solo a estas horas del amanecer mientras escucho al pianista sueco Lars Jansson y su homenaje a los amigos invisibles, me acuerdo que he querido durante media vida hacerle este homenaje a ella. Escribirle unas palabras para gritarle al mundo que vivió cada instante de su vida plenamente, corta pero plena. Una vez me llegó a confesar que sabía que viviría poco mientras escuchábamos a un trío de jazz en Santa Bárbara. A pesar de que no le gustaba mucho el jazz me llevó porque sabía que a mí me apasiona y si hubiera tenido una pizca de talento, estaría soplando un tenor o un alto como mandan los dioses. Pero ella sabía que viviría poco y que por eso tenía que hacerlo muy intenso porque tenía que hacer muchas cosas y que no las pensaba dejar a medias. No creo que se le hubiera pasado por la cabeza lo de la hija pero así es la vida, me confesaría la abuela anciana y encorvada treinta años después.
—Todo tiene arreglo, todo se soluciona. Ve que también sacamos adelante a la nieta.
No siento que este escrito llegue a los pies de lo que realmente quisiera escribir. Es poco invisible como sinceramente me gustaría escribírselo para que lo leyera desde donde esté mientras se fuma uno de esos lentos cigarrillos mentolados que se fumaba siempre a las carreras porque tenía que hacer tantas cosas, conocer tanta gente, ir a tantos lugares y nadar por los abismos del océano para finalmente encontrarse con los forros de arganeo de las anclas de los barcos sumergidos que tanto buscó y buscó, tratando de una vez por todas de anclarse en el último instante en las profundidades del mar y desde el fondo aferrarse para siempre a la nave de la eterna salvación que al fin encontró.
Así era como me había dicho que quería terminar.
Y así la recuerdo y la recordaré hasta que me llegue mi hora de ir a buscar el arpón doble para sujetarme con ella en el fondo del mar.

 

guillermo 001Guillermo Camacho.
Colombiano, danés por adopción.

 

 

Los amigos invisibles enviado a Aurora Boreal® por Guillermo Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Guillermo Camacho. Foto Guillermo Camacho © Michael Elleman. "Los amigos invisibles" ©  del libro Los amigos invisibles.

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