Si no me hubiera agachado no lo habría visto, pero lo vi: tan solo un par de centímetros a la altura del costado, pero lo vi. 'Si hubiéramos coincidido en un autobús en lugar de un ascensor', pensé al principio. Con más gente puede que ese instante no hubiera cuajado, aunque siempre me fijo; pero, como siempre, estábamos solos, las únicas formas de vida en aquel ecosistema diminuto y frágil. Ella, mi vecina de arriba, la que me cruzo de vez en cuando al volver del trabajo o del súper, llena de verduras, de botones y de selvas en las pestañas, la del rizo loco y perfume tan penetrante como el de las esencias curativas de los bosques del Amazonas, y cuyo silencio creí haber leído correctamente hasta ese día. Podía haberme quedado mirándole las piernas, tan clavadas en aquella moqueta no selvática junto a mis pies arborícolas, tan definidas como las entradas de un diccionario que no me aclaraba las dudas semánticas con las que resolver este momento. Y ya puestos, tampoco las otras: las de si ir explorando uno a uno los botones de su blusa en busca del mar, o agarrarme a ellas, sus piernas tan ciertas, tan firmes, tan en tierra, después de tanto tiempo viviendo a la deriva como un primate náufrago. Y en medio de mis dudas (las biológicas, quiero decir), mientras me levantaba hacia su ojal lo vi.
Había imaginado un lunar, una marca de nacimiento, y en su lugar vi aquellos dos centímetros de tatuaje anticipatorios de otras señales, algo así como una carta de navegación o un hilo de ADN. Hasta ese momento había fantaseado con que un botón sujetara las cosas tal vez inconclusas de su vida, su evolución íntima, un lugar templado y aún salvaje donde cuidar el amor. Inconclusamente, pues, llegué a sus ojos humanizado y con el conocimiento de su fragilidad abotonada y contradictoria, llena de dibujos delicados y sujeta solo con unos pocos hilos, frente a las líneas firmes de sus piernas. Lo vi, me levanté, le entregué el botón y se lo dije, le hablé, le dije 'se te ha caído un botón', como quien grita ¡tierra! y anuncia un continente nuevo en el que no es necesario el bordado de encaje. Grité tierra, o dije botón, quizás le pregunté su nombre o se me escapó algo inapropiado ('¿tienes dos en el revés?'), es difícil recordar la primera palabra con la que uno se expone a una extraña de quien solo conoce sus preferencias de ensalada y de corte de blusa. 'Se te ha caído un botón', como si la deriva de su ropa o de su vida hubiese quedado al descubierto en aquellos dos centímetros de tatuaje. Y entonces, más allá de ropas, descubiertos y derivas, me miró. Mi vecina, la salvaje de selvas en las pestañas, extendió la mano para aceptar el botón y me miró.
Y allí, en la palma de la mano, estaban todas las palabras y la tinta cierta de aquellos dos centímetros de piel, de mar oscuro, aquel embarcadero donde hice tierra y me intuí a salvo. Dos centímetros de tinta que podría no haber visto si no me hubiera agachado, si no la hubiera esperado cuarenta y siete minutos a catorce pasos exactos de la puerta para coincidir con ella y con su blusa, con su mar sin números, para hacer como que todo es casual, como casuales fueron tantos naufragios, cierto, pero también como que todo es posible: tan solo un botón tras otro, un día tras otro, una palabra con otra, un árbol al lado de otro formando una selva prebíblica. Podía no haberla esperado y subir por las escaleras como hasta hace un mes, no haberme agachado, no haber mirado ni posado mi viaje a su lado.
Pero lo hice.
Me miró, recogió el botón en su mano y me dijo algo, un par de palabras pequeñas sujetas solo por un hilo de voz.
– '¿Me lo guardas?', me dijo.
En aquel punto se paró el ascensor y por unos instantes nos quedamos inmóviles reconociendo aquella selva inconclusa, diminuta y frágil, envueltos en mapas desconocidos y atentos a palabras cada vez menos fortuitas.
Tan solo unos segundos.
Y sí, dije 'sí, claro que sí'. Le hablé, le dije 'sí, encantado, sin duda'.
Después fueron pasando esos segundos; uno a uno, muy despacio, como si fueran botones, o palabras, o centímetros.
Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), Narrativas (Madrid), entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.
Si no me hubiera agachado enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorizción de Miguel Rodriguez. Fotos Miguel Rodriguez © Luciano Teixeira.