El golpe del Conejo

de niro 250

 

Cuento policíaco

A Gonzalo Maecha Valenzuela

 

 

"La mejor manera de matar los conejos, dijo el hombre de vestido azul, es ponerse detrás del animal y asustarlo". De manera que el conejo, que sentía entonces que algo sucedía, no a su lado ni detrás, sino arriba, sobre su cabeza, obedeciendo a un reflejo que no podía controlar (si el ruido hubiera sido a su izquierda él habría corrido, igualmente por reflejo, por puro instinto hecho acción, hacia la derecha), el conejo alzaba la cabeza, su instinto tratando de descubrir el lugar exacto de donde provenía el ruido, y era ahí, en ese momento preciso donde mostraba su mayor debilidad, porque al hacer ese movimiento brusco, al querer mirar hacia atrás pero por encima de su cabeza, infringiendo todas las reglas de su morfología animal, se desnucaba.

Al hombre de vestido negro la explicación le pareció larga y pormenorizada, pero muy instructiva. "A buen oyente, pocas palabras", dijo. Puso cara de haber entendido todo y dijo que así, tal como se le había explicado, procedería. Era cuestión de colocarse detrás de la víctima, con el arma lista, y llamarle la atención, de manera que cuando la víctima alzara la cara, como quien mira a lo alto, muy alto (no tanto como el conejo pero de todos modos como si quisiera echar la cabeza completamente hacia atrás), encajarle el tiro en la nuca. La víctima, sin ningún esfuerzo de su parte, caería entonces hacia adelante, dejándose llevar por su propio peso.

"Una muerte digna y perfecta", dijo el hombre de vestido azul, "y sobre todo limpia". Era eso exactamente lo que había que hacer. Con el tiro en la nuca, en el momento preciso, y la víctima yéndose de bruces, limpiamente, el trabajo llegaba a su acabado más perfecto. Y esa parte, que parecía ser la única por la cual se cobraba, era en realidad la más fácil del oficio, bastaba aplicar en el momento preciso el método para desnucar conejos. El trabajo, lo más duro, la parte del asunto que era sudor y pena, y paciencia y resistencia, y nervios de acero, ya habría pasado. El verdadero trabajo era lo que se hizo antes, es decir el seguimiento, el acecho, las guardias que había que montar para ir registrando todos los gestos, las costumbres de la víctima, la forma en que visitaba a sus amigos y qué clase de amigos eran éstos, todo eso anotado, detallado, analizado, puesto en el lugar correspondiente del plan inicial, hasta que se fuera diseñando, punto por punto, como si la misma víctima estuviera marcando la pauta, punto por punto, mostrando a su victimario la mejor manera de dar el golpe, de poner el punto final. "El golpe del conejo", así lo llamaba el hombre de azul, obediente seguidor de probadas consignas y muy quisquilloso en eso de no dejar rastros.

de niro 350Porque el asunto, es decir su logro, no consistía en dar cuenta de la víctima, eso era casi ajeno a la condición principal de un contrato, el asunto concluía de veras cuando el ejecutor de la obra lo hacía limpiamente, sin despertar esas odiosas oleadas de pánico en la gente, sin dar espectáculos grotescos, como sucedió aquella vez en que (lo recordaba con pena y remordimiento el hombre de azul) hubo que arrojar a la víctima desde un puente y, por descuido del ejecutor, la víctima quedó engarzada en una pieza metálica defectuosa que sobresalía de la estructura del puente, y así quedó, colgando del brazo, bamboleándose y pataleando en el aire, despertando el horror de los que presenciaban, suscitando la emoción luego, la admiración finalmente cuando los bomberos intervinieron con sus equipos de salvamento y lograron, entre salvas de aplauosos de los presentes, salvarlo. Qué humillación, qué vergüenza, tratándose de profesionales. Eran ésas las cosas que había que evitar a toda costa, decía el hombre de azul, haciendo alarde de su experiencia y de la eficacia de sus métodos, y el hombre de negro asentía, consintiendo, sin admiración ninguna por su colega pero manifiestamente de acuerdo en que aquella era la manera perfecta de obrar y que (pero esto lo aprobaba tácitamente, había que economizar palabras) así iba realizar su próximo trabajo. Limpiamente.

Sonó el ring ring del teléfono y el de azul se apartó unos pasos, descolgó, se llevó calmadamente el auricular al oído.

-¿Sí?
Escuchó con atención concentrada y se dirigió luego al de negro para informarlo.
-Amsterdam: 3 p.m.

beretta 350Terminaron de beber los vasos de whisky y el de azul trajo las armas. Las puso sobre la mesa para que su colega escogiera. El hombre de negro levantó, una por una, las pistolas y las fue sopesando, con el brazo estirado, el arma en la palma abierta de la mano, haciéndoles casi una caricia en la manera como las cogía y las abandonaba luego de nuevo sobre la mesa. Se quedó con una beretta de estilo antiguo, pesada, pero de cartucho de alto calibre, arma que exigía del tirador el esfuerzo adicional de mantenerla en vilo; pero así él, decía el de negro contentándose, que ya empezaba a sentir el pulso desequilibrado a pesar de que no era viejo, podría entonces estar más seguro, concentrándose no en el disparo sino en el peso del arma; bien empuñada la pistola, y, recubierta con todos los dedos, no darse tiempo ya, no permitir que ningún temblor viniera a apoderarse de su mano. El tiro saldría en el momento preciso y, tal como estaba previsto, daría en el blanco perfecto: la nuca de la víctima.

-Lo que me gusta de la beretta es sobre todo el sonido, como destapar una botella.
El de azul miró el arma.
-Para distancia corta -dijo.
-Como todas las armas de mano pesadas.
-La distancia es directamente proporcianal al riesgo.
-Pero no a la eficacia.
El de azul volvió a mirar el arma.
-Se requiere fuerza en el brazo.
El hombre de negro sonrió :
-Esta vez es cuestión de oído -dijo, sacudiendo la pistola como una sonaja-. Me gusta su sonido.

El de azul estaba satisfecho. En fin de cuentas, no sólo el hombre de negro había entendido cómo había que realizar el asunto, sino que aceptaba hacerlo tal como lo había entendido. Los profesionales tenían a veces orgullos tontos, se creían los únicos que saben hacer las cosas y no aceptaban consejos. Pero el hombre de negro, se veía, era un profesional consciente de la importancia de su oficio. Preguntó dónde estaban los cartuchos y el de azul se lo dijo, señalándole la mezzanini, ahí arriba, a sus espaldas, donde el hombre de negro ya había visto el anaquel, especie de biblioteca, y adivinaba que, como en toda lujosa residencia de un hombre de su oficio, en lugar de libros habría una serie de cajas simétricamente alineadas con municiones de todos los calibres.

El de negro entonces subió las escaleras metálicas, chirreantes (cosa extraña porque el edificio era nuevo, todo era nuevo y como recién pintado y los cuadros parecían haber sido colgados ahí al mismo tiempo que se contruyeron las paredes), y fue buscando sin prisas la caja, revestida de carátula como un libro, correspondiente a los cartuchos de la beretta escogida. Pero se demoraba demasiado, pensó abajo el de azul; el otro abría una caja, sacaba un cartucho, lo probaba en el arma, lo extraía con delicadeza, lo contemplaba como si fuera el primero y el último, y lo devolvía a su sitio en la caja. No daba con la medida exacta. Finalmente la encontró, pero gracias al de azul (su fineza de anfitrión había permitido que el otro se moviera por la habitación como por su propia casa) que conocía la disposición de sus cajas de memoria, y le dijo desde abajo que buscara más a la izquierda, hacia la parte baja de los anaqueles, ése era el puesto de la munición para pistolas de corto alcance, y en el tercer peldaño partiendo del suelo estaban las balas para las armas de fabricación italiana. Las de la beretta estaban escondidas en una caja muy gruesa con aspecto de diccionario. El de azul no alcanzaba desde donde estaba, abajo en la sala, a ver al hombre vestido de negro pero, como si hubiera seguido mentalmente todos sus movimientos, le indicó que en el fondo de esa caja -el de negro la tenía ya en sus manos, acariciaba la falsa carátula de libro- estaban alineadas, como cigarrillos en su paquete, las de calibre grande.

-No tendrá tiempo de disparar dos veces -previno el de azul.
-No será necesario, con una beretta...
-Y el golpe del conejo, sobre todo -recalcó el de azul.

El de negro sacó las balas. Las fue metiendo cuidadosamente en el arma, comprobando que encajaban con una perfección tal que se diría que cada bala había sido fabricada de manera exclusiva para el arma que tenía en sus manos. El de azul le preguntó, siempre desde abajo, si estaba satisfecho (no alcanzaba a verlo pero por el origen de la voz que respondía podía adivinar el sitio exacto del hombre de negro, allá arriba, y hasta medir su aire de suficiencia, de hombre casi feliz con un arma recién cargada en las manos) y sonrió complacido cuando recibió la respuesta esperada, que sí, decía el de negro, que por supuesto, que se veía como ellos (es decir el hombre de azul y su gente, la organización que quiso encargar de este asunto a alguien que no fuera uno de los suyos) eran gente a la que le gustaba el trabajo serio. Todo era orden; todo, detalles de ingenio; los cartuchos en los anaqueles como libros en una biblioteca, el golpe del conejo en la nuca, las consignas inexorables como simples consejos de amigo, todo dejaba ver que eran verdaderos profesionales y gente de buen gusto. Y con una organización así siempre daban ganar de hacer cosas; sabían apreciar el trabajo bien ejecutado, los terminados sin desperfectos. Pero como algo no previsto, volvió a sonar el teléfono.

-¿Sí?
Escuchó el de azul con la misma concentración de antes.
-Kiev: 9 de la noche -informó al de negro.

Preguntó luego el de azul, anfitrión elegante, si contaban con tiempo para otro trago antes de la despedida final (no volverse a ver hacía parte del contrato), y el de negro, gritando casi (¿pero por qué alzaba ahora tanto la voz?), desde arriba, poniéndose de pie (estuvo antes en cuclillas, probando las balas), dirigiéndose ya hacia la escalera metálica que arrancaba del borde de la mezzanine, poniendo el pie en el primer peldaño mientras se guardaba el arma en el bolsillo interior del saco, como si imitara un ganster de película (la sobaquera había pasado de moda, seguía pensando el de azul, abajo, dándole la espalda y sirviéndose de todos modos un trago y oyendo al de negro contestar), que sí, que el último, el de la despedida, el trago necesario para sellar el primer y único trato que habría entre ellos.

El hombre vestido de azul terminó de servir el whisky y puso los dos vasos sobre la mesa, oyendo todavía el chirrear de la escalera metálica (tan moderna y con ese ruido de trasto viejo) por donde el de negro descendía ya, pausadamente, frío y distante, con el aire que conviene al hombre que se comprometió y se dispone a cumplir ese tipo de trabajos. A mitad de la escalera los pasos se detuvieron y el de azul sintió la mirada del de negro en su espalda, como si el otro estuviera midiendo la distancia que los separaba, y, con la botella de whisky todavía en la mano, alzó la cara, miró hacia arriba -no hacia atrás donde estaba el de negro sino hacia arriba-, como quien se concentra mejor para oír lo que pasa, esperando que los pasos recomenzaran, terminaran de bajar la escalera. ¿Por qué se había detenido a mitad de camino?. Cayó en la cuenta de que estaba de espaldas al de negro y tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás, y sonrió. "La posición del conejo", pensó.

-El whisky está servido -dijo entonces, sin pensar en nada.
-Primero tape la botella -contestó el de negro con la misma voz firme y casi amistosa con que el otro le había dado las consignas.

El de azul, aún con la botella abierta en sus manos, se fijó en las manchas oscuras del techo (no quería pensar) mientras buscaba a tientas la tapa, que debía estar en alguna parte de la mesa de centro, sin atreverse a bajar la vista y sin poner la botella en ninguna parte, y buscaba a ciegas, sosteniendo la botella destapada en la mano como un amuleto, sabiendo ahora que el hombre que estaba detrás no tenía la pistola guardada en el bolsillo interior del saco sino bien empuñada en la mano, acariciándola casi con todos sus dedos, sosteniéndola en vilo porque era un arma demasiado pesada para su reducido tamaño. Un consejo de profesional le cruzó la mente. Al fondo de la mezzanine, contra la pared, había un escritorio.

-En la primera gaveta de la derecha está el silenciador -dijo el hombre de azul.
-No es necesario cuando no hay testigos -dijo el de negro, sin dar un paso, y el de azul lo sintió inmovilizado, todavía en mitad de la escalera.
-Usted tiene razón, es lo bueno de esa pistola.
-Beretta 107: distancia corta, detonación mínima.

El hombre de azul no sintió la bala en la nuca pero en cambio escuchó, casi interminablemente, el estampido, igual al de una botella cuando se destapa en un lugar encerrado, y fue dejándose caer hacia adelante, sin estrépito, sin soltar siquiera la botellla, sin ninguna de esas manifestaciones que causan impresión en el que las está mirando. "Limpiamente", oyó que decía el hombre vestido de negro demorándose todavía un instante a mitad de la escalera. Lo oyó luego bajar, lentamente, y recoger la botella. No se había regado ni una gota, decía el de negro. "Limpiamente y sin testigos", repitió el de negro, con orgullo profesional. Estaba poniendo la botella sobre la mesa, junto con el arma todavía caliente cuando sonó otra vez el teléfono.

¿Sí? -dijo el de negro imitando la voz del otro.

Escuhó con atención concentrada. Luego se volvió y miró el cuerpo inerte del hombre de azul en el suelo, la cara todavía humana aunque ya con algo de conejo muerto.

-Buenos Aires: 2 a.m.

* * *

 

gabriel uribe 350Gabriel Uribe Carreño.
Colombia 1947. Reside en Francia desde 1980. Obras: Maquiavelo en Verona, (1998) novela histórica ambientada en el Renacimiento, El último retrato de Cecilia Tovar (2006), FOMINAYA (2010). Nicolás Maquiavelo: La conducta de los poderosos (2006), El encuentro de Benidorm (2012).

 

 

 

 

 

 

El golpe del Conejo enviado a Aurora Boreal® por Gabriel Uribe. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Gabriel Uribe. Foto Gabriel Uribe © LENINE. Fotos de Robert De Niro y pistola Beretta tomadas de internet.

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