El despojo

cecilia vetti 250Anoche, a la hora en que acostumbraba acostarse, murió la abuela Clara. El reloj indiferente se atrevió con sus diez campanadas.
El mundo de la abuela Clara siempre transcurría en un patio lleno de plantas donde solían germinar sus sueños, para cada otoño barrerlos y dejarlos en un rincón, esperando que pasara la vida. Ella pudo salir de allí solo porque tío Enrique la inmortalizó en una novela. Escribió "El despojo", un clásico de la literatura. Todos sabíamos que los personajes de la novela eran la Abuela Clara y tía Eugenia.
Tía Eugenia, con sus trenzas apretadas alrededor de su cabeza, sus cuellos altos y esa línea fina que salía de su boca hasta casi perderse en los comienzos del cuello. Tía Eugenia tenía los ojos llenos de rencor, no me gustaba mirarla. Ella se vestía con la humillación de los vencidos. De quien guarda todas sus cicatrices ocultas en sus vestidos oscuros.

Cuando salí al patio, lo vi. Había entrado sin que nadie lo escuchara. Parecía mucho más viejo de como lo mostraban en las revistas. Un poco más delgado y con el peso del tiempo refugiado en sus cabellos. Se quedó mucho rato cerca del limonero, abrazando ese recuerdo que le procuraban las sombras; después se acercó al sillón de la abuela y lo abrazó. No podía desligarse de ese abrazo. En su cara pálida, los ojos se destacaban profundos y oscuros. No pude advertir su gesto porque su mechón de pelo lo tapaba.
Se apoyó en la mesa del patio. Por un momento reconocí en él la mirada de mi madre, pero ésta era mucho más humana. Tan llena de dolor. No necesité decirle quien era, me reconoció enseguida:
–Pepa, eres Pepa, verdad –me preguntó con ansiedad. Asentí sin encontrar las palabras.
–Estás distinta, la maternidad te ha embellecido. Cuando nos vimos en Barajas eras un crío.
Tus cartas significaron mucho para mí, créemelo Pepa. Madrid está muy lejos, y a veces uno se siente tan solo –dijo abrazándome. Nos quedamos abrazados en el medio del patio, ninguno de los dos podía hablar.
Enrique Dalvesi entró a la sala, cuando estaba nervioso siempre recurría al gesto de cerrarse el cuello de su camisa. Era casi el único gesto que recordaba de él.
Tía Eugenia está sentada en un sillón adamascado que todavía guarda la dignidad de otros tiempos. Mira a un punto fijo y murmura algo entre dientes. Tío Enrique pasó al lado de tía Eugenia sin mirarla. Se abrazó con mi madre y le acarició el pelo.
–Elena, siempre tan bella –dijo besándola en la frente. Mi padre apoyo la mano en su hombro, palmeándolo a modo de saludo. Estaba feliz de que hubiera acudido a su llamado. –¡Qué bien estás, Antonio! Tía Fina salió de la cocina con una taza de café, pero al ver a tío Enrique la apoyó en una mesa baja y corrió hacia él. Sus manos recorrían la cara de su sobrino con ese amor guardado tantos años. Esa hermana de la abuela, la que se había quedado soltera, era quien más lo extrañaba.
– ¿Cómo estás?, Finita –le preguntó él tomándola entre sus brazos. Parecía pequeña y frágil, como él la retrató en su libro.
–Aquí me ves, con todos estos años sobre mi cuerpo, sin poder sacármelos de encima. –dijo sonriendo. Luego apoyó la cabeza en su brazo y le dijo algo que solo yo pude escuchar: "Ella siempre te recordó, Enrique. Mi hermana soñaba con que tu vuelta, ni siquiera te imaginas cuánto..."
Enrique hizo un gesto encogiendo los hombros y se arregló el cuello de la camisa. Antes de que le contestara, tía Fina recogió la taza de café y la acercó a tía Eugenia. Luego se sentó junto a ella y se cobijó en los almohadones como si la hubiera ganado un gran cansancio.
Él se acercó al cajón cerrado, tocó el frío del Cristo de metal. Luego se dio vuelta y salió al patio. Lo seguí... Me miró como queriendo reencontrarse con alguien querido. Me tomó la mano reconfortado, parecía temblar, le ofrecí algo caliente. Se negó.
Comenzó a hablar como susurrando: –Yo amaba este patio, creo que ningún lugar lo sentí tan mío. Nos gustaba sentarnos al sol con mi madre, en estos mismos sillones. Es muy cierto que las cosas antiguas duran más... están iguales. ¡Mi madre era tan guapa! Con sus vestidos floreados y sus delantales blancos. Ella se sentaba muy quieta, mientras yo le leía mis poesías. Creo que fueron las mejores que escribí, quizás es porque en ellos guardaba todos mis sueños de muchacho. Mi madre eran los oídos cómplices que yo necesitaba. Ella no decía nada, pero sonreía feliz. Aprovechábamos que Eugenia no estaba. Esa joven bruja que solía sacarme de la cama a patadas. Al morir mi padre, ella se hizo cargo de la casa. No le gustaba que yo ejerciera mi puesto de maestro en una escuela nocturna, decía que ese no era trabajo para un hombre fuerte, que con ese sueldo no alcanzaba. Se la pasaba todo el día persiguiéndome. Yo aprovechaba las mañanas para escribir. En ese tiempo me florecían las palabras como de un cántaro de agua fresca. Tu madre y Finita me apoyaban, también tu padre. Antonio siempre fue muy comprensivo con mis desvaríos. ¡Un buen cuñado!...
En ese tiempo, Eugenia movía los hilos y todos éramos muñecos al arbitrio de sus deseos.
Creo que Eugenia nació seca. Nunca la conocí feliz. Solo cuando comenzó su relación con Braulio, un amigo de Antonio, pareció cambiar. Eso duró un tiempo, hasta que ella lo echó de nuestra casa con todos los insultos que pudo encontrar. Nunca pude saber el por qué...
Días después, llegué a casa entusiasmado, una editorial importante quería editarme un libro. Casi me caigo en medio del patio. Alce a mi madre en brazos y la besé en la boca como si fuera una amante tierna. Entré a mi habitación buscando una carpeta. Allí guardaba todos mis poemas y la novela recién terminada. ¡Cinco años de trabajo! Yo ya tenía treinta, guardaba en esa carpeta todo lo que consideraba digno de mi obra. Cuando me acerqué al escritorio, noté que la carpeta no estaba. Era de cuero marrón y tenía en los costados un cierre dorado. Recuerdo de mi padre. La madera del escritorio emanaba un fuerte olor a cera. "Esta es Eugenia con sus manías de limpieza", me dije. Busqué en el ropero, debajo de la cama, en todos los lugares de mi cuarto. Un vacío profundo me hirió el estómago, tuve una náusea.
Entré a la cocina y le grité: –Eugenia, ¿dónde guardaste mi carpeta marrón?
–La quemé –me contestó sin mirarme. Quemé todos tus papeles, uno por uno. No puedo permitir más vagancia en esta casa. Todos esos escritos no sirven para nada, son los divagues de un vago.
–Me quedé mirándola aturdido. Todo daba vueltas, era como si la casa y el mismo patio se me vinieran encima. Mi madre parecía una liebre asustada. No dijo nada... nada, pero el miedo se reflejaba en sus ojos.
Eugenia había vuelto a lo suyo, revolvía una sopa de arvejas. El humo se escapaba de la olla entreabierta. Entonces, con toda la furia que podía caberme, la empujé. Quiso aferrarse a las manijas de bronce con un grito de animal herido. Se volcó el contenido de la olla sobre Eugenia, ella se tapaba la cara revolcándose entre líquido humeante. Mi madre miraba todo con horror. Nunca podré olvidar su mirada. Esa mirada fue para mí el centro mismo del infierno.
Salí de esta casa para no volver, pude oír el llanto de Fina acudiendo para ayudar a Eugenia, y a tu madre gritar. En esos momentos te acunaba en sus brazos. Realmente quise matar a Eugenia... siempre quise matarla. ¡Nunca me arrepentí!
Después de un tiempo, ayudado por unos amigos, me largué a Madrid. Las cartas de Antonio me reconfortaban, y hace años tu viaje de estudios a París nos acercó por un breve tiempo. Tuvimos poco rato para estar juntos en el aeropuerto de Barajas; pero me valió. Quiero contarte que al llegar a Madrid, tardé casi un año en volver a escribir, porque nada salía de mí. Aunque lo quieras, nada de lo escrito te queda dentro, es como si una niebla disipara las palabras sin remedio. A veces escribes un cuento en la duermevela, lo alisas y lo haces tuyo, pero al despertarte, el cuento ha huido por el pasaje de los sueños. Después, quizás fue el dolor lo que me hizo escribir tan descarnado. Siempre creo que aquello que ella quemó fue lo mejor de mi obra. Esa que nunca pude rescatar. Sin darme cuenta me hice famoso y "El despojo", se llevó al cine con gran suceso. Mis poemas, mis cuentos, mis ensayos, mis novelas, casi me acercan al Nobel. Hace unos días volví al país para recibir un premio importante en la Feria del Libro, quizás mi madre se enteró por los diarios y eso apresuró su muerte... no sé. Por suerte el cajón está cerrado y no tengo que verla en esa quietud de muerte. No sé bien para que regrese...
De entre las sombras salió una forma monstruosa de carne arrugada y luego se detuvo ante nosotros. Tía Eugenia con la camisa abierta mostraba los estragos de su carne quemada. Tenía los labios apretados y los ojos fijos en Enrique. En sus manos sostenía una carpeta marrón, atada con una cinta azul. De ella sobresalían algunos papeles amarillos, con manchas de humedad. Los ojos de tío Enrique se agrandaron, parecía que nada le importaba más que esa carpeta.
–Esto es tuyo, no quiero guardarlo más en el armario del fondo. ¡Este es tu despojo! –dijo con una voz irónica que parecía brotar de la tierra. Dejó la carpeta marrón sobre la mesa del patio y, sin mirarnos, entró rengueando a la sala.
Tío Enrique recogió la carpeta y la apretó contra su pecho como si fuera un hijo perdido. De pronto sus ojos fueron jóvenes y comenzó a llorar como un niño. En ese llanto estaban todas sus pérdidas, las del muchacho ilusionado y las del hombre famoso. Había recuperado el tiempo más importante de su vida. Yo miraba todo lo que acontecía sin saber que decirle. Tía Eugenia volvió a sentarse en el sillón de la abuela, miraba a su entorno con indiferencia. Tío Enrique se levantó con premura y entró en la sala, se arrodilló ante ella y le preguntó: "¿Mamá sabía que no habías quemado mis escritos?, dime la verdad."
Ella le contestó sin mirarlo. Una pared de cristal los separaba... – Fue mamá quien me mandó que los escondiera. No quería verte convertido en un fracasado. Le dabas lástima. A mí nunca me interesaron, pero ella quería conservarlos como un recuerdo tuyo –dijo con una voz que solo trasuntaba rencor.
Él parecía borracho, los demás lo miraban sin saber que decir. Un manto de incredulidad los hacía parecer más viejos. Tía Fina la miraba con odio, pero le temía demasiado como para decir la verdad. Eugenia nuevamente tiraba de los hilos. Los sueños de Enrique se deshicieron como ceniza y permanecían desparramados en el patio antiguo.
Mi abuela está sola en su espacio de muerte. Antes de que llevaran el cajón, tío Enrique habló con un empleado y lo hizo abrir. Contempló a la abuela: la rigidez ya ha ganado sus facciones en una impenetrable transparencia de cera. Quiso tocar el encaje que le sobresalía del rostro, pero no se atrevió. Sus ojos parecían miopes tratando de alcanzar el recuerdo. Respiró hondo y, venciendo su repugnancia, levantó el torso de la abuela y dejó debajo de su cabeza, a modo de almohada, la carpeta marrón. Su madre volvía a despojarlo otra vez...
Enrique salió al patio, cruzó la puerta de entrada en silencio, parecía más viejo. En la calle, un grupo de reporteros lo esperaba. Él se arregló el cuello de la camisa.
Eugenia recorrió sus labios secos con la lengua y sonrió para sí. Tía Fina se acercó con una taza de café hirviendo y se la arrojó a la cara. Otra vez un grito de animal herido, metiéndose por los rincones de esta casa antigua.

 

Cecilia Vetti
Argentina. Desde 1970 se dedica a la literatura. Estudió con Mirta Arlt y Mempo Giardinelli. Pertenece a la Sociedad Argentina de Escritores. Recibió en el 2002, La Faja de Honor de SADE, por su libro de cuentos La soga del tiempo. En el 2003 publicó Corredor de Silencios, en el 2007 Acurrucada en la luz, en el 2009 Sueño de alas azules y en el 2014 El despojo. Dicta talleres de cuentos y es jurado en distintos concursos.

 

El despojo enviado a Aurora Boreal® por Cecilia Vetti. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Cecilia Vetti. Foto Cecilia Vetti © Cecilia Vetti.

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