El predecible Don Prudencio

mompox-001Don Prudencio Albacete Clarós, casado con Doña Hortensia Iriarte Iriarte, padre de tres hijos, un varón y dos mujeres, próspero comerciante de reputación impecable, siempre fue un hombre de costumbres sanas y precisas.

 

Don Prudencio se levantaba todos los santos días a las cinco de la mañana, hacía sus abluciones y agregaba a sus pijamas y pantuflas una bata corta de seda azul, tras lo cual, armado del periódico local y de una taza humeante de café negro, provistos en el momento oportuno por Domitila, la criada de la familia, se apoltronaba en su sillón de cuero color marrón claro -en el cual nadie

distinto a él jamás intentó sentarse- para leer acuciosamente y al detalle las noticias del día. Una hora después, Don Prudencio iniciaba su aseo y arreglo personales que duraban una hora exacta y a las siete de la mañana, en compañía de Doña Hortensia y los tres hijos, Don Prudencio desayunaba con un jugo de naranjas, queso blanco y café con leche. La fruta acostumbraba Don Prudencio comerla a media mañana en sus oficinas de importaciones y exportaciones ubicadas en la Plaza de la Aduana.

Concluido el desayuno, que duraba media hora, Don Prudencio, auxiliado solícitamente por Doña Hortensia, se ponía su saco, que había sido previamente colgado en la percha colocada en una de las esquinas del comedor, se ajustaba cuidadosamente su sombrero para no despeinarse, y, bastón en mano, iniciaba el recorrido a pie hasta sus oficinas, a las cuales entraba exactamente a las ocho en punto de la mañana para iniciar su día de trabajo. Día de trabajo que se interrumpía a las doce meridiano, cualesquiera fueran los asuntos pendientes, para el almuerzo en su casa que se iniciaba a las doce y cuarenta y cinco y concluía a la una y cuarto de la tarde.

Luego, una corta siesta en su cómodo sillón de cuero y a las dos en punto Don Prudencia volvía a salir para su oficina a la cual entraba media hora después para proseguir su jornada laboral hasta las seis de la tarde. A partir de esa hora Don Prudencia se reunía en distintos sitios en una tertulia diaria con un mismo grupo de amigos y a las siete y media de la noche llegaba a su casa para dirigirse directamente al comedor donde le esperaba su familia ya sentada a la mesa, con la comida completamente servida. Antes de sentarse Don Prudencio cumplía el ritual de lavarse las manos, despojarse del saco y del sombrero, los cuales, con el bastón, eran colgados en el perchero del que recogía una bata corta de seda, ésta de color rojo, con la cual se cubría, para, a continuación ocupar una de las cabeceras de la mesa. La mesa de seis puestos de la familia Albacete Iriarte siempre conservó vacía la cabecera al frente de Don Prudencia. A las diez de la noche en punto se apagaban todas las luces en la casa de la familia Albacete y se iniciaba el descanso nocturno.

El itinerario descrito se cumplía estrictamente durante los cinco días de la semana y los sábados y domingos Don Prudencio le permitía a su familia levantarse un poco más tarde y algunos cambios que incluían visitas a familiares y amigos los sábados y la asistencia a la Santa Misa, el almuerzo en el Club y el paseo por el parque los domingos.

Durante mucho tiempo la vida de los Albacete Iriarte transcurrió así, siempre predecible, sin sobresaltos ni sorpresas, para satisfacción de Don Prudencio.


Pero, una noche, de un cinco de mayo inolvidable, ocurrió 1o inexplicable. Don Prudencio entró a su casa a las siete y media de la noche, como siempre, y como siempre se dirigió directamente al comedor y, para sorpresa suya, la mesa no estaba completamente servida y su bata de seda roja no colgaba en el perchero.
Don Prudencio observó sin inmutarse los rostros de desconcierto de sus hijos y el de excusa de Doña Hortensia, pero, en las pupilas de ella le .pareció adivinar algo que se asemejaba a un reto.

Don Prudencio no pronunció palabra. Dio media vuelta y salió de su casa. Nunca se supo hacia donde dirigió Don Prudencio sus pasos vacíos.

Durante cinco años no se tuvo noticias suyas. Sólo Argemiro Cervera, hombre de confianza y asistente de Don Prudencio en sus negocios, tuvo comunicación con él. Jamás explicó Argemiro Cervera cómo se dio esa comunicación. Lo cierto fue que el negocio siguió andando sin traumatismos. Argemiro Cervera, con poder general que recibió de Don Prudencio desde algún lugar, administró diligente y pulcramente las importaciones y exportaciones, por lo que Doña Hortensia y sus hijos no sufrieron carencias.

Mucho se especuló sobre la ausencia de Don Prudencio.

Primero, que estaba en quiebra y que por eso había huido al exterior, pero esto se encargó de desmentirlo el tiempo y la buena administración de Argemiro Cervera. Luego, que todo se debía a que Don Prudencio había descubierto que Doña Hortensia le era infiel, pero esta versión perdió fuerza en la medida en que la estricta conducta de Doña Hortensia en ausencia de su marido no dio pie sino para el elogio y el respeto. Más tarde, que Don Prudencio había abandonado esposa e hijos para seguir los encantos de una aventurera cuyo amor lo atrapó sin remedio, pero tampoco fue posible concretar un sólo dato que corroborara este desliz amoroso del comerciante Albacete. Algunos afirmaban haberlo visto en Panamá, otros en Nueva York y no faltaron quienes hablaron de Asia, África y hasta de Australia. Pero a ciencia cierta jamás se supo algo.

De los labios de Doña Hortensia nunca se escuchó la menor queja ni reproches para su esposo.

Ella sí sabía. Lo sabía todo. Sabía de cómo poco a poco fue tomando fuerza en su corazón, en su mente y en su cuerpo cierta inclinación al desgano por la predecible vida al lado de Prudencio. Nunca tuvo otro hombre distinto a él. Jamás recibió caricias distintas a las suyas. A través de Prudencio conoció el amor y el sexo. A través de él conoció la vida. Y aprendió a amarlo con total entrega. A amarlo en sus manías y en su escondida ternura. En sus escarceos amorosos de las diez y treinta de la noche, que era la hora escogida por Prudencio para lo que él llamaba" deberes conyugales". A quererlo en sus detalles y en la diafanidad de su conducta. En su firmeza y en su disimulada vulnerabilidad. Había aprendido a conocerlo, a comprenderlo e, incluso, a presentirlo. Esto último no era muy difícil con Prudencio. Y tal vez de allí surgió la semilla de esa inclinación de ella al desgano. Y esa tarde de aquel cinco de mayo, como una criminal, casi que sin ser completamente consciente de ello, Doña Hortensia fue atrasando las cosas de la comida. Fue tan sutil su conducta que ni siquiera Domitila llegó a advertirlo hasta cuando ya fue demasiado tarde. Era como una prueba que se debía a sí misma. Era una prueba, más que a Prudencio, a la vida toda. Era penetrar por un momento al mundo de lo impredecible. Era, en cierto modo, atreverse alcanzar la frontera hacia lo inesperado. Era decidirse a conocer una especie de dimensión nueva, completamente diferente a lo conocido por ella hasta ese momento. A esa voluptuosidad de lo prohibido se entregó Doña Hortensia aquella noche de aquel cinco de mayo. y esperó el momento de la presencia de Prudencia con una gran incertidumbre, con una gran ansiedad, como a las puertas de un orgasmo espiritual.

Cuando se cruzaron sus miradas esa noche, supo que él sabía. Y tuvo miedo, horror a perder1o. Supo que 1o había herido en 1o más sensible de su ser. Tuvo conciencia de que el golpe había sido tan bajo como certero. Supo que había apuntado y había dado en el lugar clave de la estructura vital de Prudencio. Que había afectado de manera grave todo el andamiaje síquico, afectivo e incluso moral de su marido. Que el equilibrio del universo de valores de Prudencio se había resentido
en forma quizá irremediable debido a ella.

Por eso, por todo eso, durante la ausencia de Prudencia no dejó de cumplirse en su casa el ritual por él impuesto. Como una especie de penitencia, como una especie de manda con la vida, Doña Hortensia cumplió en ausencia de su marido los mandatos de su rutina cotidiana. Domitila siempre tuvo listos a la hora el café negro y el periódico, aún cuando más tarde había que retirar frío el primero y la prensa sin abrir. Y a la hora de siempre estaban las comidas servidas, con el servicio a punto en la cabecera vacía de Prudencio.

y su bata corta de seda roja colgada en el perchero que parecía esperar que de un momento a otro Don Prudencio colgara su saco, su sombrero y su bastón.
Nadie la entendió. Ni Domitila que a veces la miraba con cierta compasión inocultable, como se mira a quienes han perdido la razón. Ni sus hijos que a pesar de ello aprendieron a respetarle sus deseos. Y mucho menos los amigos y conocidos a quienes les era difícil entender cómo una mujer abandonada podía profesar semejante culto a la memoria de un marido extraviado por propia voluntad.

Pero mucho menos se entendió que a los cinco años precisos de haber desaparecido Don Prudencio, un cinco de mayo exactamente, a las siete y media de la noche, entrara por la puerta de su casa un Prudencio Albacete Clarós cinco años más viejo y se dirigiera sin vacilar al comedor, donde, en la percha, encontró su bata corta de seda roja, por la cual remplazó su saco, después de colgar su sombrero y su bastón. Hecho esto, se sentó en su cabecera con unas "buenas noches" a su familia, como si sólo hubiera faltado desde el mediodía. Las miradas de Don Prudencio y Doña Hortensia se cruzaron y los dos supieron, sin que mediaran palabras, que el equilibrio de sus vidas había regresado de nuevo y para siempre.

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