La vida es una farsa aceptada por todos

freddy tellez 250A Rimbaud (*)

 

Abrió la puerta y no pudo salir. ¿Cómo? No podía creerlo, ¡no podía creerlo! Por más que intentara: ¡no podía salir! Algo se lo impedía; era como si hubiera un muro entre el interior y el exterior, situado precisamente ahí, en la puerta. Sin embargo, el hueco de ésta era el de siempre: transparente, si así se puede decir. Podía ver la calle a través, la gente que pasaba, los carros... Pero, ¡no podía salir! ¿Cuántas veces lo intentó? Era como si la puerta no se abriera: ¡no podía salir!
Dejó de debatirse contra "eso" que le impedía pasar del otro lado, y gritando de pura impotencia salió corriendo hacia el primer piso. Saltó a zancadas los escalones, pensando en la ventana de su dormitorio. Tal vez arriba todo sea distinto, se decía sin saber por qué. El pecho le escocía y respiraba rápidamente, como por soplidos. La ventana, la ventana, se repetía como si así quisiera cadenciar los movimientos bruscos de sus piernas subiendo apresuradas. Al llegar ante ella, titubeó antes de abrirla. Pensó que por allí no podía salir, si quisiera. ¡No iba a saltar, no! Pero más pudo la angustia de sentirse encerrado: la abrió a la carrera. Tal vez no sea sino la puerta la que se niega a dejarme pasar, exclamó en voz baja y sorprendiéndose de su ocurrencia.


No había terminado de decir eso cuando ya sabía que tampoco por la ventana podía pasar. Lo intentó varias veces, desesperado, pero el vacío que se mostraba más allá del reborde rectangular, no era un vacío sino una masa compacta que le resistía. ¡Ni siquiera un brazo podía sacar!
Retrocedió asustado, sin saber qué hacer.

Freddy Téllez. Nació en Bogotá, Colombia, pasó su infancia y parte de la adolescencia en Buenos Aires y vive en Europa desde hace más de 35 años. Reside en la Suiza francófona. Es doctor en filosofía de la Universidad París VIII y licenciado en filología románica de la Universidad Karl Marx de Leipzig. Ha publicado tres libros en francés y unos trece en castellano: ensayos filosóficos, de crítica literaria, aforismos, una entrevista con Jacques Derrida (en colaboración) y un libro de aforismos y tres novelas: La ciudad interior, (Madrid, 1990), La vida, ese experimento (Medellín, 2011) y El docto y el imbécil (Medellín, 2014).

De pronto empezó a gritar en voz en cuello por la ventana, pero veía que nadie reaccionaba. ¿Nadie lo escuchaba? La gente continuaba su marcha, indiferente, ¿sorda? Dejó de vociferar, diciéndose que no valía la pena. ¿Para qué?
Se puso a dar vueltas por la habitación, como un animal encerrado. Sí, eso era: ¡un animal encerrado!
Pensó de golpe en el teléfono y salió corriendo hacia la mesita del salón. Bajó las escaleras de dos en dos. Llamaría a un amigo para que viniera a buscarlo. Quizás desde afuera alguien podía entrar. Tal vez "todo eso" ocurría sólo desde adentro: era únicamente desde el interior que la puerta no era una puerta, ni la ventana una ventana. Ah... no sabía.
Vaciló al tomar el auricular. ¿Y si piensan que estoy loco? ¿Quién me va a creer? Estuvo tentado de regresar a la puerta o a la ventana de su cuarto para verificar una vez más. ¡No, no podía ser! ¿Será que me estoy enloqueciendo? Imposible: ningún loco se da cuenta de que está loco. ¡No!
Vio que estaba empapado de sudor.
Marcó el número de su mejor amigo, pero nadie respondía. Se alejó del teléfono y, abriendo la puerta, intentó salir sin poder hacerlo. La cerró desamparado y volvió a llamar. Nadie respondía. Abrió su agenda y marcó varios números. Nadie respondía.
¡Qué extraño! ¿Nadie responde? ¿Pero qué están haciendo? ¿Donde están? No es posible que nadie se encuentre en casa, en el trabajo, en fin, en todos los lugares adonde llamó. Continuó marcando números unos tras otros. Llamó incluso a la policía, y hasta a los bomberos, y nada. ¡Nadie respondía! No es posible, ¡no es posible!
Colgó el auricular con rabia y se fue al baño. Quería orinar. Se lavó el rostro y quedó mirándose en el espejo. La mandíbula le dolía y sentía escozor en los ojos, como cuando el champú se desliza por la cara, en la ducha. El agua le hacía bien, pero no dejaba de pensar en lo absurdo de la situación.
Por enésima vez abrió la puerta y nada: no podía salir. Volvió a gritar, interpelando al primer paseante que circulaba absorto. Nada: no le escuchó, ni siquiera lo miró. El hueco de la puerta continuaba tan compacto, como abierta de par en par se encontraba la misma. No había nada que hacerle.
docto mbécil 350Regresó al teléfono e insistió otra vez, y otra vez, y otra vez. Nada, nadie respondía. Nadie.
No sabe cuánto tiempo pasó así, llamando y corriendo a la puerta o a las otras ventanas de la casa para volver a intentar salir, sin poder hacerlo. Daba vueltas como un trompo, y por momentos se asombraba de sí mismo. Se veía como ante un espejo, pero sin poder cesar en sus tentativas fallidas. Era su única posibilidad: intentarlo, intentarlo. De pronto, de un momento al otro, pensaba, el vacío se abre o alguien me responde del otro lado del teléfono. "Del otro lado del teléfono", qué curiosa expresión, se dijo.
¿Será que el aparato no funciona? Verificó el enchufe, conectó y desconectó repetidas veces, escuchando con cada maniobra la tonalidad inconfundible que le decía que, no, que ahí no estaba la causa.
¿Pero, ¡qué pasa, qué pasa! Debo calmarme, afirmó sentándose en el sofá. En la cabeza, las ideas se le atropellaban sin ton ni son. Las piernas le dolían de tanta agitación; se quitó los zapatos y se recostó. ¿Cuánto tiempo durmió? Vio que era de noche, e incluso bien tarde.
Vacilando por lo avanzado de la hora, volvió a llamar a algunos amigos. Nada. Insistió otra vez con la policía, con los bomberos, y nada. La realidad se le negaba de lleno. ¿Será que estoy solo en este mundo? ¿Que toda la gente se fue? Esta vez ni siquiera se sonrió de la absurdidad de lo que se le ocurría. Además, la gente pasa por la calle; la puedo ver, ¿no? Vamos, vamos, deja esas estupideces, se repitió desconsolado.
Sentado de nuevo en el sofá, pensó en aquella vez en que se quedó encerrado en un baño público. Ya no se acordaba por qué: si por torpeza propia o por error de alguien que había cerrado el acceso sin saber que él estaba allí. La cosa era que no pudo salir durante un buen tiempo, y que se puso a hacer ruido hasta que alguien lo escuchó. Recuerda que se sintió muy ridículo al ver a una señora liberándolo del lugar. Le agradeció a la carrera y no supo qué más decirle. Le pareció que ella se sonreía maliciosamente.
Ah, sí, en otra ocasión se había quedado aprisionado dentro de un ascensor. Pero estaba con otras personas y la cosa ocurrió más rápidamente, como "mejor". De pronto es la soledad la que acentúa el drama, pensó. Si estuviera acompañado todo sería distinto. Ah, quién sabe, concluyó dubitativo.
Hundido en sus pensamientos, volvió a dormirse. Se encontraba en el campo; todo a su alrededor era puro color y brisa suave; con los pies entre gladiolos, dormía. Y sonriente, como sonreiría un niño enfermo.
Un ruido lo despertó; se restregó los ojos con los puños cerrados y bajó las piernas del sofá. Todo estaba oscuro (pero, ¿cómo? ¿No había luego encendido la luz?). Se quedó quieto, pues el ruido volvió a turbarlo. No sabía qué era. Como un ruido de páginas, se dijo. Sí, páginas que se frotan (¿o que se mecen al viento?). Oscuro y plegado como un clavel violeta, respira, agazapado humildemente entre la espuma.
Se levanta; abre la puerta y sale. Un aire ligero le acaricia el rostro.

* El título y las frases en bastardilla del final del cuento tienen su origen en la obra de Arthur Rimbaud.

"La vida es una farsa aceptada por todos" enviado a Aurora Boreal® por Freddy Téllez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Freddy Téllez. Foto Freddy Téllez © Ilse Téllez.

 

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones