Mini Relato
Mira. Esa mujer lleva una herida. La he visto en las estrías de su pupila azul. Una vaguada de desamor le inunda la cara, doce balandros grises surcan el gesto de una boca sin sonrisa. Amenaza con bajarle la sangre en riadas discretas, en un haz de golpes sordos, resbalando agravios por los hombros hasta hacerse un nudo en las rodillas, piernas cruzadas de espasmos sin otro suspiro que el flujo del aire marino. Ella, en un silencio apretado, respira a mi lado rozándome el aura, subida a un tacón de media altura, barre polvo, rencor y soledad, sus dedos apuntando culpables, a lo lejos recorren un nombre, lo rodean sobre un círculo de piel, ahora vacío de presencia y brisa.
La veo, la huelo al pasar del llanto al sueño, el crujido de su alma inerte con los brazos huecos de avenidas antes enamoradas de luz. Un aroma de petunias me embriaga el mediodía, un sol aparente de dicha. Todo explota y se abre, todo concluye su viaje por la tierra en ferragosto. Sin embargo, un estío de aves migratorias cruza el cielo hacia el otoño. Lucen en su pico un pronóstico de clima suave, un vaho de lluvias.
Y ya no veo a la mujer, pero no la olvido. Porque he visto la herida en sus ojos. Esa herida en el azul, sus estrías de verdad. La muerte y la vida sobre un banco con rachas de abandono...
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- Por Teresa Iturriaga Osa
... ¿Y cómo fue qué sucedió?
Así como le cuento vecina, fui al Palacio de Justicia y un Fiscal me dijo que podría configurarse un caso, pero lo difícil,-comentó ella con voz desconsolada-, era que habría de sancionar a todas las estudiantes del salón o si no, a las directivas y jefes de grupo de todo el plantel educativo, y es allí donde todo se pude estancar, no prosperaría, dijo él.
¿Y usted qué le respondió, vecina?
¡Qué caso si había, pues mi hija estaba muerta! Entonces que por dónde debía empezar, le dije resuelta. Pues mire señora, me respondió el Fiscal, a su hija la asesinaron muchas compañeras del salón y no se sabe exactamente quienes, así opera el matoneo. Las directivas del colegio dicen que todo ocurrió fuera del plantel y por eso no se hacen responsables de nada y menos del comportamiento de ellas, pues el comportamiento todavía no es una ciencia, es decir, no tiene leyes y así actuaron ellas: sin leyes. Así que lo mejor es retirar a su hija mayor del colegio y enviarla a otro lugar, tal vez fuera del país, para que no corra con la misma suerte. No hay otra salida.
¿Y usted que le contestó, vecina?
Le insistí que él era el fiscal, se lo dije con toda las letras y rechinando los dientes, que él representaba al estado, y si fue en la calle el asesinato, él y todo el corrupto estado tenían que responder; y qué tenía entonces que enviar a mi otra hija al cielo, para donde él mismo debería irse, porque esta vida no tiene leyes, es decir, la vida no es una ciencia, ya que acá pagan, desde Jesús, justos por pecadores: y le disparé en la frente, sin más, sin mediar palabras. Yo no sé si murió, la muerte de mi hija anestesió esos ruines sentimientos de dolor y pesar, ya nada me importa.
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- Por Danilo Albán
La acompaño al recital dedicado a excelsos poetas organizado por el sindicato pro rescate del patrimonio literario. Ella leerá un poema de su autoría y otro de López Suria. Llegamos a la actividad no encontramos tantos escritores como esperábamos, sino siluetas que frotan sus propias voces entre las palabras. Me pesan sus silencios sin silencio. Respiro con dificultad y ella me dice que no me apure. Noto que nadie en el lugar tiene ojos. El rostro de ella frente al micrófono llueve sílabas, devora versos, absorbe la sangre de aquellos comunes fácilmente reconocibles en los manuscritos deshojados de cualquier editorial pretenciosamente desconocida. Llueve muerte sobre la muerte. Ellos no reconocen poemas ni autoras, no entienden las palabras, pero uno grita qué bella es esa nena, otro cuchuchea y es amiga de... y palmean borrachos de hormonas e ignorancia. Su voz se agolpa en mis entrañas. Hiede a muerte. Ella me mira, la miro. Nos damos cuenta de que duermen. Ella vuelve al micrófono y lee el segundo. No despiertan, solo aplauden una y otra vez, aunque el despertador les desgarre la sangre. Allí no hay poetas, solo pinceladas de nombres y apellidos. Nos vamos del lugar bajo la lluvia de silencios reciclados. Al volver la vista, los fantasmas siguen aplaudiendo.
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- Por Ana María Fuster Lavín
Estoy a punto de saltar al abismo. No entiendes que no puedo explicarte que soy torpe, por eso perdí el camino hacia nosotras. Aquí arriba, tu recuerdo me entierra silencios en la piel. Allí abajo, tu voz me desliza hacia el abrazo del viento. Y es que la soledad tiene el sabor del salitre impregnado en mis dedos luego de nuestro último encuentro. El suicidio es solo un proceso de quitarse los viejos disfraces y desnudarme de lo que nunca debí ser. Para ser tuya, tengo que dejar de ser mía. Trato de lanzarme al vacío, pero ya no tengo pisadas. Me desmiembro mientras deletreo tu nombre. Solo así convertida en una sílaba, en la última caricia podré salir de este pedazo de cuerpo que me queda y brincar hacia ti. Poco a poco voy cayendo, finalmente ya no soy. Somos.
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- Por Ana María Fuster Lavín
Estuvo paseando por las puntillas del mar. Un vestido de agua azul se movía con la brisa cubriendo las rodillas de la arena. La señora Kore veía a la gente en la playa, las familias reunidas en círculo, los enamorados en la orilla, las mesas llenas de niños disfrutando su vida con un espejo de colores, un regalo de risas envueltas en celofán color púrpura, lazos de sueños coronados por el sol, un ornato feliz. Y, sin embargo, ella pensaba que nunca había sido dichosa. Siempre tuvo la sensación de que le faltaba algo... Siempre. Incluso con sus hijos, nunca en plenitud. Siempre añoraba un no sé qué. Esa había sido su sensación desde niña. Por eso se fue de todas partes como alma en pena, sin dar un portazo de corta y rasga, sin atreverse a romper el cascarón, y así se le habían pasado los años... buscando y buscando, y el tren no llegaba y no llegaba. Y no llegaba.
Hasta que, de repente, un día se palpó la voz gracias a Rone.
A base de constantes peleas, amores y celos, desvaríos y locuras, es cierto... sin ninguna perfección, pero así y todo, había recorrido un camino de encuentro hacia ese lamento interior que siempre estuvo allí, rondándole la piel secreta. Se pasó el día desmigando su enfado y bendiciendo a aquel hombre, agradeciéndole a la marea el instante en que le conoció, porque sabía que todas las angustias y penas que le había ocasionado ese contraste, en realidad, no serían sino la antesala del magma que ya brotaba de su ser.
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- Por Teresa Iturriaga Osa
Un golpe fuerte en la ventana y una suerte de crujido leve -sonido casi imperceptible- sacó de concentración a la madre. Fue hacia la ventana, la abrió, y antes de gritarles a los niños que tuvieran cuidado porque iban a quebrar en cualquier momento un vidrio, se percató primero de que sus dos hijos estuvieran en algún punto de su observación: profirió entonces lo que en repetidas semanas venía advirtiendo con tono inseguro pero alto: "o hacen caso o se entran."
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- Por Danilo Albán
Una noche aquel insomnio se encontró enredado en el silencio de sus sábanas. Miró a todos lados, solo soledad. Intentó tocarse, pero no palpaba cuerpo alguno. Se miró al espejo, yo soy mi amor. Se metió debajo de la cama, y abrió una puerta. Cayó al abismo. Mientras caía se dio cuenta de que una protuberancia creía fuerte entre sus piernas. Se fue frotando el enorme pene mientras descendía, hasta manar un manantial. Sus fluidos fueron tales que pudo nadar al llegar al fondo. Bebió de sí mismo y pudo ver luces, siluetas, puertas con distintos colores y un rico aroma a salitre. No se escuchaba nada. Abrió la puerta violeta y entró. El olor cada vez más penetrante lo invitaba a una cama en el fondo. El insomnio se recostó, dos manos lo palpaban suavemente. Cuatro manos, seis, ocho, diez manos tocándolo rítmicamente. Le crecían los senos, se le endurecían los pezones, se le curveaban las caderas. Descubrió ese deseo el siempre soñado. Fue sintiendo entre sus piernas un enorme laberinto en el que entraban todas las manos, también pasó sus dedos y descubrió la humedad de ser ella de todos los dedos acariciando su vulva. Sintió vértigo y gritó tan fuerte que cayó de cantazo en la cama abrazada entre sus sábanas moradas al amado insomnio. Al fin de cuentas, todo fue consecuencia de aquella manía de quererse en silencio.
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- Por Ana María Fuster Lavín
Juan Claudio Morales Villa frente a la portería. El portero tiembla, el árbitro juega con el pito. Juan se persigna y le pide a dios que haga justicia. Piensa en que preñó a la prima. Los medios locales califican a Morales Villa como una de las grandes promesas del fútbol. Frente al portero sonríe, los reclutadores del Barsa están en las gradas. Tiene un jugoso contrato que firmarán con Juan Claudio Morales Villa al terminar el partido. Juan mira al cielo espera que su novia lo perdone por haberse tirado a su hermanita. Sus padres han hipotecado la casa, empeñado prendas y hasta vendido al perro, para enviar a su hijo a los mejores campamentos del deporte en Italia, España, Brasil y Alemania. Recuerda la cara de aquel niño y su gatito a los que atropelló borracho con la motora de su vecino, a quien sentenciaron a tres años de cárcel. Juan Claudio besa su crucifijo y sonríe al portero. El árbitro está a punto de colocar el pito en su boca. "Diosito ayúdame en esta y no volveré a joder." Los comentaristas, los reclutadores, su prima, su novia, hasta el vecino pendientes al momento que llevará al primer futbolista puertorriqueño a la gloria. La legislatura multipartidista lo homenajeó la semana anterior por ser un ejemplo para la juventud isleña. El portero brinca en la portería, el árbitro suena el pito. "Diosito, ahí voy", grita la próxima gloria del fútbol. Juan Claudio Morales Villa tira el penalti a lo Panenka. En ese mismo instante cae un rayo inmenso, que deslumbra a todos, justo sobre Juan Claudio Morales Villa. El futbolista cae achicharrado, humeante, entre sus propios orines y un inmenso vómito de sangre. Todos, sus padres, el público, sus compañeros de la banca, su novia y su hermana, la prima embarazada de cinco meses y hasta el vecino aplauden sonrientes y gritan: ¡GOL!
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- Por Ana María Fuster Lavín
Y creyendo que las fuerzas le faltarían por completo un día, Shajid se aseguró de tener una cantidad pasmosa de
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- Por Danilo Albán
Madrid, 1933. Aurora ata los cordones de los zapatos, acomoda el vestido. En un bolsillo del pollerón, la pistola. Acomoda el pelo y camina. En una de las habitaciones, grande y lejos del comedor, Hildegard, la hija, duerme. Ha preparado la conferencia sobre eugenesia que pronunciará mañana. Duerme cansada sin adivinar que su madre percibe su respiración unos metros más allá. Hildegard, me traicionaste, piensa Aurora mientras calibra en la mano el revólver. Te engendré para vengarme del absurdo destino, me negó tantas cosas: posición, apellido, fama, estudios. No tuviste padre, sólo progenitor. Te tuve sin ansiar goces sexuales, me vengué de la realidad y ella, que había logrado hacer lo que yo no pude me traiciona con un infeliz, que trabaja en el despacho de un cagatintas. Abre la puerta: Aurora dispara cerca de la sien de Hildegard, descerrajándole el tiro mortal.
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- Por Araceli Otamendi
Antes del alba y aún con algo de embriaguez, ese personaje dueño del poder, de costumbres vernáculas, de nombre extranjero: Faruk, y de prepotencia pirinea, se levantó sobresaltado en gritos diciendo que lo estaban robando, y con órdenes fulminantes envió a su gente, a sus esbirros, a que cubrieran todos los flancos, qué francotiradores se apostaran en las ventanas, qué nadie se moviera y que si fuera posible, si es que no faltaba otra orden más cercenante y apocalíptica, qué nadie saliera del perímetro y qué el aire se congelara.
Entonces una mujer que tal vez tuvo un pasado y cuerpo felices le trataba de tranquilizar diciéndole que ya no había nada que hacer, que se lo habían robado todo, que nada les quedaba ni siquiera la vida porque él había mandado congelar el aire.
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- Por Danilo Albán
Por más que se esmeraran en los detalles: puertas adornadas con guirnaldas, técnicas de pintura veneciana aplicada en las paredes, pinturas de Botero y cuadros con pinturas surrealistas de Remedios Varo, al lugar no se le podía quitar la sensación lúgubre y fría y al dependiente no se lo podía despojar de esa cara desconcertante de muñeco de cera; entonces Nebrio hizo lo que tenía que hacer en cinco minutos insoportables. Afuera, en la calle, el calor era infernal. Nebrio salió engarrotado como si hubiera sido defenestrado de un páramo; sus pasos eran entonces pesados y su mirada estaba clavada en ellos. Como un ente intentó atravesar la calle, pero sólo el golpe de un auto que lo levantó por los aires lo sacó de su angustia para pasarlo a un estado de ensoñación, tal vez. El dependiente salió rápido esbozando una leve sonrisa. Puso en su regazo a Nebrio, no le inquietó que fuera él, entonces con un formalismo cínico le preguntó que cómo se sentía, Nebrio le respondió: cómo muerto; por lo menos los servicio funerarios los tiene completamente cancelados, le respondió el dependiente, ya puede "irse" tranquilo.
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- Por Danilo Albán
Esta arriba de ese tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar por segunda vez a los 85 años. "Contra la soledad del domingo no hay como un viaje en tren" —recuerda con la voz presente de su tío. Se levanta y se dirige al vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante va una mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor la mujer casi se tropieza con un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla. El hombre observa que de las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "Sos vos" se dicen, "pasaron 26 años". Como único testigo lamenta no tener mejor oído ni leer los labios. Los reencontrados buscan una mesa, se sientan. El hombre que viaja sin destino los sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un acontecimiento rescatable a su vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede verlos pero no escuchar. Debe seguir lo que ocurra desde sus gestos.
Los bautiza para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucia. Esteban tiene entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos. Lucía aparenta una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es la sombra de sus pasos.
Se ríen mucho. De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven. "Llevo tu beso perenne en mis labios" quisiera decir Esteban. Ella le toma delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un hechizo compartido hace muchos años. No, no fueron amantes. Despliegan un cariño que solo puede dar una bella amistad. Hace frío, aun en este comedor donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el pedido tomados de la mano. Cuando la moza llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad. Después del café con leche aparecen ataduras, dolores expresados en el relato de los rostros.
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- Por Eduardo Francisco Coiro