La vida en el espejo

Y creyendo que las fuerzas le faltarían por completo un día, Shajid se aseguró de tener una cantidad pasmosa de

espejos para tenerlos como testigos de la evolución creciente de su tragedia. Muy cerca de las dos de la mañana, estiró de manera errática y habitual la mano izquierda para asegurarse de que el turbante estaba en su sitio, y para su sorpresa, esta vez, nada se rompió. Su costumbre le decía que era hora de levantarse e irse, a rastras por el piso de tierra, hacia la puerta y esperar a que pasara ese viajero eterno del que había escuchado pasaría, algún día, antes de que cantaran los gallos. La madrugada era muy fría y la neblina espesa no dejaba que empezara a despuntar el alba. La lepra le impedía caminar y lo que quedaba de orejas pendía de tejidos necróticos que aún, no querían desprenderse. La espalda y ya parte de su rostro principiaban a verse tomados de nódulos del tamaño de lentejas, y pequeñas laceraciones reclamaban espacios para emerger trágicamente.

Una hora antes, y a siete kilómetros de la casa de Shajid, con un beso en la mejilla, un hombre se despedía con una frase histórica, escalofriante y lapidaria de uno de sus seguidores: "estaré de vuelta en la noche".

Con el tiempo, supe que el hombre aquél iba a tomar un atajo que lo sacaría de la eternidad y lo llevaría a otras tierras, quizá a las tierras de la mortalidad y la impostura. Su cuerpo era sacudido por fuertes escalofríos que le producía el miedo de la indecisión, sabía que tenía que escoger un camino y la duda le movía el entorno al punto del desmayo. No quería saber más de nadie, ¡afuera las preocupaciones, hasta nunca toda clase de acciones, qué de lo bueno y lo malo se ocupen otros, qué cada quien se salve, qué alguien ore por nuestras almas, qué nadie más me necesite! Y miraba hacia el firmamento, y a alguien le reclamaba por su destino; pero no, se repuso, respiró profundo, pasó sus manos por el rostro y se dio a caminar con firmeza soportando el viento helado de los últimos días del invierno.

Shajid sabía que el frío paralizante que sentía era un ardid pasajero y benevolente de la naturaleza frente a la calamidad que padecía. Sin inmutarse entonces, como pudo, se apostó a la vera del camino, se acomodó el turbante y esperó paciente. Tres horas después, y a pesar de la neblina, y con lo poco que le quedaba de vista, pues uno de los nódulos le había ganado terreno a un párpado, pudo ver que alguien o algo vaporoso, muy parecido a la figura humana se acercaba. En cinco años de su padecimiento, nadie pasaba a esas horas de la madrugada y menos, en el invierno. Entonces, algo inexplicable le empezó recorrer el cuerpo, quizá, una suerte de energía. No sabía si era una fantasmagoría, una ensoñación delirante o el tramo de luz blanca, el recorrido del túnel que tanto ansiaba. Entonces, mientras el hombre se acercaba, Shajid sentía más angustia, no sabía qué decir o cómo llamar su atención. El hombre si enterarse siquiera de la presencia de Shajid venía en un movimiento desconcertante de cabeza: mirando hacia el piso y luego hacia el cielo.

Al punto del infarto, Shajid observaba como seguía el camino aquél hombre y desde los últimos alientos, quizá reservados para ese momento, le dijo: "¡Hombre, aquí estoy! Entonces el hombre miró a todos lados para encontrar la voz, y ésta se volvió a escuchar en un tono más alto: ¡sí, a tu izquierda, Hombre, aquí estoy! Y como si fueran cortinas misteriosas, el hombre iba aguzando la vista y descorriendo con sus manos la niebla. Se acercó a Shajid y sin asombro, le miró a los ojos y le dijo: "Disculpa por no haber escuchado a tu llamado, me hinco a tus pies" y diciendo aquello, le besó el muñón de su mano derecha y se retiró, se fue.

Shajid quedó paralizado, minutos después empezó a sentir espasmos tan fuertes por todo su cuerpo que cayó desmayado. Horas después, los tibios rayos del sol le fueron calentando e imprimiendo la fuerza necesaria para levantarse. Pasados unos minutos, mientras recorría su casa, se dio cuenta del milagro. Ya podía caminar y todos sus tejidos estaban en su lugar. No le faltaba nada, la lepra estaba lejos, quizá poblando otras tierras. Su piel era tersa, joven y su vista era tan pronunciada que el astigmatismo, la miopía y la presbicia no tenían consulta tanto, que hasta podía ver la letra chiquita que tanto daño hace a los hombres, y entonces evidenció, con su potente vista, que del lado izquierdo de su cama vivía una montaña de vidrios quebrados que por todo lado reflejaban sin manchas, mi rostro inmaculado.

Danilo Albán
Colombia, Director desde hace siete años del Colectivo Literario Sábados Literarios. Además es reseñista y cuentista.

La vida en el espejo enviado a Aurora Boreal® por Danilo Albán. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Danilo Albán. Foto Danilo Albán  ©Danilo Albán.

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