La perra

Fue mi instinto de perra lo que me ayudó a saber que él estaba en Buenos Aires. Digo de perra porque lo olía. Su olor andaba por ahí, sudando esquinas y bares, dejando en el aire tabaco de frontera y perfume importado.

Se lo conté a mi amiga, la griega, cuando cruzábamos la avenida. Ella, de inmediato, sentenció: —Vos estás muy loca— como acostumbraba a decir cada vez que yo le hablaba de Pablo. En tanto, ella también aspiraba el aire para descubrirlo y sobreactuaba mis gestos, dándole un clima cómplice a mis palabras. Yo la detuve con una mirada seria y ella se limitó a caminar en silencio.

La calle que conducía a la estación estaba poblada de árboles y fue imposible seguir adelante sin postergar el olfato. Otros sentidos atrapaban nuestra atención, las hojas crujían bajo nuestros pasos, otras caían rozando nuestras cabezas. Era una danza casi dionisíaca.

Me detuve, de pronto, ante un impulso demasiado intenso y le dije a la griega que tenía que volver. Con sorpresa preguntó a dónde era que iba, que qué me pasaba, que se volvía conmigo.—Pero no, Griega— le dije, esforzándome por mostrarme tranquila. Nuestra amistad daba entonces para no agregar más palabras y nos despedimos allí sin más vueltas.

A poco de andar, cuando la griega dobló la calle, comencé a andar como una perra. Guiada por el paisaje otoñal, me detuve en la esquina donde solíamos citarnos. Me senté en el piso casi con la lengua afuera. Lo buscaba. Con los ojos de perra esperaba el indicio del encuentro. En un momento vi que alguien se acercaba para acariciarme la cabeza y yo le mostré mis dientes de perra.

La noche, las bocinas de los autos, las luces de mercurio y una luna cada vez más redonda, iban preparándome para el sueño. Pero mis orejas se mantenían alertas, se erguían cuando escuchaban pisadas y volvían a plegarse después del desencanto.

No sé cuánto tiempo estuve allí, sentada sobre mis patas de perra, hasta que lo sentí llegar. Pasó frente a mi hocico y mi cuerpo se estremeció. Me levanté para seguirlo. Rengueaba entumecida pero no quería perderlo. En el puente, unos hombres me apedrearon, espantándome divertidos. Cambié de rumbo, por un atajo, entre los pastos altos. Me arrastré con la poca fuerza que aún me nacía. La noche se cerraba. El olfato sudaba con todo mi cuerpo. Nuevamente, se había ido. Había perdido todo rastro.

Tuve que regresar a casa por la calle de los tilos. Bajo los árboles, la lluvia ocre de las hojas me iba cubriendo hasta que mi piel reaccionó sacudiéndolas con las manos. La humedad y el frío anestesiaron el recuerdo y mis piernas, que conocían el camino, apresuraron el paso.

Graciela Vega
Argentina. Trabajó como docente, bibliotecaria, tallerista en promoción lectora y educación ambiental en Buenos Aires, Entre Ríos, La Pampa y Chubut. Escribió cuentos para niños, y algunos libros para adultos (manual, novela, cuentos y ensayos). Coordinó el Programa de Lectura de Libros y Casas de Cultura de la Nación. Y desde allí fomentó la promoción Lectora en Familia. Viajó en bibliomóvil animando a la lectura en lugares no convencionales: cárceles, hogares, hospitales, entre otros. Capacita docentes y coordina actividades de literatura infantil. Investiga y da talleres sobre la estimulación perinatal de la Lectura. Fue redactora especial de la revista Billiken. Fue jefa editora de Primer Ciclo en Macmillan, Puerto de Palos. Trabajó como editora externa para El Barco de Vapor y editora de Segundo Ciclo en Editorial SM. Trabajó como editora de material didáctico de ciencia para Estación Mandioca. Escribe literatura y material didáctico para las editoriales: Estrada, Puerto de Palos, Tinta Fresca, Guadal, Mandioca, Atlántida, Beeme Elefantino, Estelar. Colabora con el periódico Noticias de Lomas. Dicta talleres de escritura.

La perra enviado a Aurora Boreal® por Graciela Vega. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Graciela Vega. Foto Graciela Vega © archivo de la autora

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