Vivir para contarla como trabajo mnemónico individual y colectivo

julio_casado_jensen_001Literaturas coloniales y postcoloniales

Resumen:
Vivir para contarla (2002), autobiografía de García Márquez, representa una laberíntica explicación, por parte del autor, de tanto de la relación entre su producción estética y periodística como de la relación entre la literatura y la historia del continente latinoamericano. El artículo explora las formas de memoria así como la figura del autor que emerge de la obra.

Dentro de la producción de Gabriel García Márquez, su autobiografía, Vivir para contarla (2002), es una obra que se corresponde con esa faceta testimonial de su escritura de la cual no sólo son muestra los gruesos volúmenes en los que se recopilan sus artículos periodísticos sino también obras como Relato de un náufrago o Noticia de un secuestro.
Estos son textos que no están sujetos al pacto ficcional sino al pacto referencial, se remiten a acontecimientos concretos, verificables en mayor o menor grado y situados en un tiempo y espacio específicos. En principio, Vivir para contarla se emplaza en este terreno textual aparentemente unívoco y referencial. No obstante, en García Márquez, como ese maestro de la ambigüedad que es, a la hora de la verdad, no es tan clara la delimitación entre sus textos ficticios y sus textos testimoniales.
Vivir para contarla es un libro que muestra la flexibilidad de la memoria, o sea, no es un texto que busca la objetividad de una obra historiográfica o de un estudio académico. Al contrario, es una obra enormemente subjetiva que ante todo busca la sugestividad y la emotividad en la narración. Este libro de memorias se manifiesta, entonces, como un texto que transmite un saber histórico de manera literaria, esto es, desde una óptica que no pretende representar la objetividad sino que muestra una perspectiva vivida de los acontecimientos tanto históricos como personales. El narrador de Vivir para contarla es lo opuesto al narrador olímpico de la novela clásica o de la historiografía pues si éste busca una visión totalizante de la realidad histórica, aquél se encuentra inmerso en un entramado mnemónico sumamente complejo que rehuye una visión inequívoca del pasado. El texto está narrado desde el año 2002; no obstante, el narrador nos transporta a tiempos pasados narrados en presente, o sea, como si pertenecieran al momento de la narración, nos narra recuerdos que a su vez impulsan nuevos recuerdos, incluso relata recuerdos falsos. El resultado es una considerable ambigüedad en los hechos narrados, pues todo lo representado ha pasado por el tamiz del autor, que - siguiendo el pacto autobiográfico definido por Philippe Lejeune - coincide con el narrador y el protagonista.
Esta narración, que podríamos definir como enunciada "a ras de suelo" (en contraposición a la narración omnisciente) exhibe una muy elaborada hibridez mnemónica. Entre las diferentes formas de memoria que aparecen en el libro se pueden mencionar: 1) Acto de recuerdo convencional. 2) Recuerdo del contraste entre una memoria infantil y la experiencia del adulto, por ejemplo García Márquez en su vejez recordando cómo contrastaba el recuerdo de la casa de su niñez con la impresión que le causó volver a los 23 años con su madre. 3) Memoria transmitida por otros; por ejemplo, las historias relatadas por su abuelo: "Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria" (García Márquez, 2002: 22). 3) Memoria propia en contraste con la de otros, especialmente los medios oficiales. 4) Memoria colectiva variable, como las diferentes versiones del duelo que sostuvo el abuelo de García Márquez con otro habitante de Aracataca: "De las numerosas versiones que escuché hasta hoy no encontré dos que coincidieran" (García Márquez, 2002: 52). 5) Una memoria colectiva que invade la propia, como en el caso de la matanza de las bananeras. 6) Una memoria individual que invade la colectiva, como en el caso del senador que pidió un minuto de silencio en memoria de los tres mil mártires de la matanza de las bananeras, cuando García Márquez inventó ese número en Cien años de soledad ya que nadie conoce la magnitud de la matanza. 7) Una memoria ligada a y despertada por los sentidos, como cuando García Márquez y su madre llegan a Aracataca con la intención de vender la casa de los abuelos y son invitados a comer por el doctor Alfredo Barboza; ésta es una clara alusión a la madalena proustiana. 8) Finalmente los falsos recuerdos que a veces parecen de orden sobrenatural como cuando en Aracataca cree haber visto a Francisco el Hombre, el legendario cantor de vallenatos que derrotó al mismo Demonio en un duelo musical, o su recuerdo de haber visto a la tía Petra andar por la casa de sus abuelos, cuando ella murió antes de que él hubiera cumplido dos años.
A esta complejidad en los actos del recuerdo se corresponde una narración abierta, infinita en el sentido de que una anécdota es enlazada con otra en una serie potencialmente inacabable. Esta técnica episódica tiene importantes consecuencias para la figura del autor/narrador/personaje que emerge del relato, ya que la identidad individual está definida por las narraciones que una persona dada cuenta sobre sí misma. En otras palabras, la identidad personal surge de las narraciones a las que cada uno concede valor esencial para comprenderse a sí mismo, lo que Paul Ricoeur ha llamado identidad narrativa. Hacia el final del tercer tomo de Temps et récit, Ricoeur desarrolla el concepto de identidad narrativa, que cumple la función de definir un sujeto agente en el tiempo y se puede aplicar a tanto colectivos como individuos. Con este concepto se evita que la identidad se comprenda ni como una subjetividad esencializada, incambiable, ni como una sustancia ilusoria en permanente cambio. Por medio de las narraciones que tanto los individuos como los colectivos relatan sobre sí mismos, se configura una identidad que no es inmutable, sustancializada, sino variable y unitaria a la vez (es esa misma persona a la que le suceden los avatares narrados). Esta identidad es, no obstante, frágil, ya que es inestable y corre peligro de disolverse, pues los mismos acontecimientos pueden dar lugar a narraciones divergentes o incluso contradictorias (Ricoeur, 1985: 439-448).
Pues bien, en Vivir para contarla, no sólo hay narraciones divergentes de los mismo hechos, sino que, al no conceder preeminencia a unas narraciones sobre otras, la identidad del autor/narrador/protagonista se diluye en esa serie anecdótica en principio infinita. Esta identidad negativa la admite el propio autor al representarla simbólicamente por medio de lo que ve al mirarse en un espejo, pues en las tres ocasiones a lo largo del libro en que se ve en un espejo, no es a sí mismo sino otra imagen la que ve reflejada. La primera vez sucede a los 12 años, en Barranquilla; la segunda, a los 15 años, cuando va a partir para Bogotá para solicitar una beca que le permita integrarse en un colegio internado.10 La tercera, y última vez, es una reflexión, desde la vejez, intercalada en la narración de cómo se decide en la familia que el García Márquez de 19 años debe ir a Bogotá a estudiar derecho. Igualmente, y aún más explícito, en la penúltima página del libro es expresada esta negación de la individualidad en un diálogo con el portero de una pensión en Cartagena de Indias en la que estuvo García Márquez viviendo una temporada, y al que repentinamente vuelve a ver:
- Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.
- Ay, mi querido Lácides, - le contesté, más adolorido que él -, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo. (García Márquez, 2002: 578).
Evidentemente, al tratarse de un diálogo en el que García Márquez responde a un reproche, no hay por qué tomar su contestación completamente al pie de la letra, dado que tiene ese carácter de respuesta evasiva, exculpatoria, a una pregunta que es una reprobación. Sin embargo, no hay duda de que la individualidad que aparece al cabo de las casi 600 páginas que comprende esta autobiografía es sumamente elusiva a causa de que se pierde en la retahíla de anécdotas en la que a ningún episodio se le otorga valor esencial para la constitución de la subjetividad del autor/narrador/personaje.
No obstante, se podría argumentar que de hecho sí se construye una identidad, esto es, la de escritor. Ahora bien, la figura del autor que emerge es lo contrario de una subjetividad claramente definida, y también lo opuesto al genio romántico que desde las profundidades de su alma crea la obra de arte perfecta, cerrada en su totalidad formal y de contenido. El autor que aparece en Vivir para contarla se parece más a un recopilador y transmisor de memorias propias y ajenas, íntimamente ligado a la cultura oral de su país.
La identidad de García Márquez se pierde en ese abismo de cultura ancestral, transmitido sobre todo a través de las mujeres y representado por la casa de su infancia en Aracataca. En los primeros capítulos se describe esta transmisión casi subconsciente de una cultura femenina arcaica. El mundo de lo mágico y sobrenatural pertenece a las mujeres, y no son pocas las cosas que pasan en la casa de la abuela, que "además de profeta de oficio era curandera furtiva". Por su relación con la abuela, el nieto tiene acceso a este mundo mágico, y comparte con ella "una especie de código secreto mediante el cual nos comunicábamos con un universo invisible" (García Márquez, 2002: 96) que de día le fascina y de noche le causa terror. Este universo mágico queda retratado en la divertida anécdota del loro Lorenzo el Magnífico y el toro escapado de la corrida. Describiendo la cocina de su abuela, García Márquez dice: Era el reino de las mujeres que vivían o servían en la casa, y cantaban a coro con la abuela mientras la ayudaban en sus trabajos múltiples. Otra voz era la de Lorenzo el Magnífico, el loro de cien años heredado de los bisabuelos, que gritaba consignas contra España y cantaba canciones de la guerra de Independencia. Tan cegato estaba que se había caído dentro de la olla del sancocho y se salvó de milagro porque apenas empezaba a calentarse el agua. Un 20 de julio, a las tres de la tarde, alborotó la casa con chillidos de pánico:
-¡El toro, el toro! ¡Ya viene el toro!
En la casa no estaban sino las mujeres, pues los hombres se habían ido a la corraleja de la fiesta patria, y pensaron que los gritos del loro no eran más que un delirio de su demencia senil. Las mujeres de la casa, que sabían hablar con él, sólo entendieron lo que gritaba cuando un toro cimarrón escapado de los toriles de la plaza irrumpió en la cocina con bramidos de buque y embistiendo a ciegas los muebles de la panadería y las ollas de los fogones. Yo iba en sentido contrario del ventarrón de mujeres despavoridas que me levantaron en vilo y me encerraron con ellas en el cuarto de la despensa. Los bramidos del toro perdido en la cocina y los trancos de sus pezuñas en el cemento del corredor estremecían la casa. De pronto se asomó por una claraboya de ventilación y el resoplido de fuego de su aliento y sus grandes ojos inyectados me helaron la sangre. Cuando los picadores lograron llevárselo al toril, ya había empezado en la casa la parranda del drama, que se prolongó por más de una semana con ollas interminables de café y pudines de boda para acompañar el relato mil veces repetido y cada vez más heroico de las sobrevivientes alborotadas." (García Márquez, 2002: 48).

Esta anécdota revela el carácter de la narrativa de García Márquez, ya que por un lado la narración indudablemente está condicionada por las versiones "parranderas" que siguieron al acontecimiento en sí. Por otro, es representativa de la comprensión histórica de García Márquez, pues establece la relación con el pasado colonial y las guerras de liberación. El loro centenario representa la reminiscencia viva de la rebelión contra España, la cual es también representada por medio de la celebración del 20 de julio, fecha que conmemora el levantamiento contra la dominación española en Colombia. El toro, evidentemente, remite a España en su forma más atávica, pues las corridas de toros son el resto de un culto religioso perteneciente a un pasado antiquísimo, precristiano y prerromano. Lo que esta anécdota sugiere, entonces, es la pervivencia de esa cultura arcaica por encima de todas las conquistas, guerras y revoluciones. De una manera parecida a la historia apocalíptica que gobierna el mundo de Cien años de soledad, la representación histórica en Vivir para contarla es la de un mundo atávico en el que como se dice de la Bogotá a la que llega García Márquez en 1944 - "estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI" (García Márquez, 2002: 221). Otro ejemplo -de entre los muchos que se podrían dar- de este mundo cultural arcaico es la creencia en la región de la Sierpe, "un país de leyenda dentro de los límites de Sucre al que sólo podía llegarse por tremedales humeantes, donde uno de los episodios más corrientes era vengar una ofensa con un maleficio como aquel de una criatura del demonio dentro del vientre." (García Márquez, 2002: 417). Este país mágico nos remite a las creencias de los primeros conquistadores, quienes creían que en América encontrarían reinos fabulosos como el de El Dorado, el País de las Amazonas o la Fuente de la Eterna Juventud.
No hay, entonces, un discurso emancipatorio en la obra garcíamarquiana, la realidad retratada por este autor está de alguna manera sujeta a un círculo mágico del que es imposible salir. Hay un cierto paralelismo con la idea central de Foucault en Histoire de la folie à l'âge classique, esto es, que la locura en el periodo premoderno (baja Edad Media y Renacimiento) representa una conciencia trágica del ser humano y de su cultura:
C'est dans l'espace de la pure vision que la folie déploie ses pouvoirs. Fantasmes et menaces, pures apparences du rêve et destin secret du monde - la folie détient là une force primitive de révélation : révélation que l'onirique est réel, que la mince surface de l'illusion s'ouvre sur une profondeur irrécusable, (...) que toute la réalité du monde se résorbera un jour dans l'Image fantastique, dans ce moment mitoyen de l'être et du néant qu'est le délire de la destruction pure; (Foucault, 1972: 38).

Según Foucault, esta comprensión de la locura desaparecerá con el racionalismo, el cual a finales del siglo XVIII la separará, no ya como un saber particular y diabólico sino como un objeto, una enfermedad, separada de la razón, es decir, un fenómeno que es posible circunscribir y tratar. La locura pasa a ser una enfermedad que puede ser estudiada, analizada y tratada por medio de la razón. Sin embargo, la concepción de la locura como saber trágico volverá a aparecer en la cultura occidental, representada, en el libro de Foucault, por medio del Marqués de Sade y de Francisco de Goya. Estos artistas, que ya pertenecen a un horizonte de más allá del racionalismo, redescubren la locura como un saber esotérico y trágico, un saber que ya fue representado por pintores del renacimiento como El Bosco, Bruegel y Durero. De la locura nace la obra de arte y en la locura también encuentran su final la obra de arte, el ser humano y la cultura humana; ésta es la presuposición y la conclusión de la obra de Foucault.
Me parece claro que la obra de García Márquez, compendiada en Vivir para contarla, emerge de esta conciencia trágica de la historia y del ser humano. El realismo mágico de García Márquez posee un fondo oscuro del cual emerge y que es anterior al pensamiento emancipatorio que cristaliza con el Siglo de las Luces. De esta manera, a pesar de que la forma de Vivir para contarla conlleve la figura del autor como una esponja que absorbe todo lo que oye14, al mismo tiempo el autor también aparece como un alquimista o brujo que invoca este mundo mágico de la locura que Foucault describe como un saber que hiberna durante la época del racionalismo para recuperar su presencia durante los siglos XIX y XX.
Si bien Vivir para contarla no exhibe un pensamiento que se adhiere a un sistema, a una ideología emancipatoria clara, por otro lado muestra cómo la representación aparentemente objetiva de la realidad puede ser falaz. Este procedimiento lo vimos aplicado al episodio del linchamiento del asesino del lider liberal Gaitán, y ésta es la misma dualidad que aparece en Noticia de un náufrago (basado en acontecimientos que sucedieron en 1955, y publicado por entregas en el diario El Espectador; como libro en 1970), pues si bien el naufragio de Luis Alejandro Velasco, que cayó al mar Caribe desde el destructor Caldas, al comienzo fue usado por el gobierno colombiano como una campaña política, cuando el diario El Espectador, empezó a publicar la historia narrada por el protagonista a través de la pluma de García Márquez, apareció lo que había detrás de la versión oficial del naufragio. En Vivir para contarla, García Márquez narra cómo el escándalo asomó por primera vez con la respuesta del náufrago a la pregunta sobre la tormenta que, según los boletines oficiales, había sido la causa del accidente: "El problema es que no hubo tormenta" (García Márquez, 2002: 566). Al contrario, lo que hubo fue una serie de faltas graves por las que el destructor, a pesar del cielo perfectamente despejado y la visibilidad absoluta, había escorado tan violentamente que una ola arrastró a Velasco y a siete compañeros suyos:
Lo que hubo -precisó- fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas mas grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas. Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. (García Márquez, 2002: 566-567).
De esta manera, la narración autobiográfica de García Márquez trabaja con un perspectivismo encubierto que muestra las diferentes versiones de la realidad histórica, y cuyo potencial crítico aflora sobre todo con respecto a las versiones oficiales de la historia. Es posible, entonces, encontrar una conciencia crítica de esa aparente racionalidad con la que se intenta disimular los resortes que mueven la realidad social y política. Según García Márquez, entonces, la historia no es liberadora, como de alguna manera es implicado por la teoría postcolonial. No hay un discurso emancipatorio en García Márquez, sino más bien ese fatalismo histórico que también aparece en Cien años de soledad. En cambio, se desvelan esos estratos psíquicos que quizá sean más aparentes en sociedades cultural e históricamente híbridas. García Márquez asume con toda naturalidad los atavismos culturales que rigen en Colombia y les adjudica implícitamente carácter definitorio de identidad nacional.
Las teorías de la postcolonialidad se alinean con esa crítica a la razón que emerge con el espíritu romántico, cristaliza con Nietzsche y se prolonga en el siglo XX con pensadores como Heidegger, Foucault, Derrida, Lacan o Barthes. Según los teóricos de la postcolonialidad, el racionalismo es una forma encubierta de ejercer el poder eurocéntrico, y por tanto represor. García Márquez se ubica en una posición similar, si bien, para él, la hibridez cultural de Colombia es una constante histórica que apenas ha sido afectada por el racionalismo europeo. Así, García Márquez lleva su ambigüedad hasta el punto de que su obra puede ser representativa de tanto esa hibridez histórica, étnica y cultural que generalmente se atribuye a las sociedades postcoloniales, como un libro que se inscribe en la tradición occidental a través de su crítica a la razón.


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