La segunda muerte de Úrsula Iguarán

In Memoriam
1927 - 2014 †

Las casualidades parecen no existir en el portentoso mundo narrativo de García Márquez, ni siquiera las que afectan a la propia vida del escritor, respondiendo a una extraña e irrepetible conjunción de elementos que han convertido su obra literaria en la más influyente desde la segunda mitad del pasado siglo.

Después del éxito planetario de Cien años de soledad (1967), la crítica, en cualquiera de sus niveles, puso el acento en la capacidad fabuladora del escritor cataquero, en el arte único de contar historias, con una aparente sencillez terapéutica capaz de penetrar en los lectores más dispares y exigentes de la geografía literaria.

Esa facilidad para contar historias, recurriendo a todo tipo de estrategias orales, camufladas en el empedrado de motivos míticos y mágicorrealistas, recordaba, inevitablemente a las narraciones de los ancianos, de los juglares, de los trovadores de todos los tiempos, utilizando un lenguaje nuevo, sorprendente, ajustado al motivo y al argumento como una segunda piel. Es evidente que esa aparente facilidad para contar lo imposible tiene detrás un extraordinario aprendizaje técnico, afilado a través de sus múltiples lecturas de los clásicos, que muestra en cada página unas dotes naturales para la ficción que lo han convertido en uno de los herederos naturales de Cervantes. El rastreo minucioso por autores como Sófocles, Suetonio, Plutarco o Julio César, sus lecturas lápiz en mano de El lazarillo de Tormes, de El Quijote, de las tragedias y los dramas de Shakespeare o su inmersión en esa época dorada de la narrativa norteamericana, con Ernest Hemingway, Thornton Niven Wilder, John Dos Passos o William Faulkner, creador de un mundo tan inquietante y sugerente como el condado mítico de Yoknapatawpha, facilitaron las herramientas necesarias para que el joven periodista de El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla pudiera crear su propia tradición, aquella que se lee en las bibliotecas de Macondo.

Desde los años cuarenta García Márquez ha creado historias memorables, multiplicadas hasta lo indecible en los cuatro confines de la tierra por un poderoso influjo temático y formal que ha generado sagas novelísticas que mantienen un parentesco más que reconocible en novelas que forman ya parte de nuestro acervo cultural. El imaginario de nuestra escurridiza modernidad está apuntalado con novelas-nodriza que han cartografiado los nuevos rumbos de la ficción, asumiendo y superando los límites de la tradición y abriendo nuevos rumbos para la literatura de generaciones que, quizás, aún no hayan nacido. A través de la soledad, el poder y el amor, el Nobel colombiano ha mostrado una coherencia exquisita en su quehacer literario, traducida en un sello inconfundible, en una atmósfera con su propio oxígeno inventivo, una literatura autónoma y autosuficiente, que sólo se reconoce en su propio libro de familia, y que tiene en la recuperación de la memoria, familiar, histórica y social, su razón de ser. Sabemos que fue la necesidad de rescatar a su abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía de los zarpazos del olvido y de homenajear a su abuela, Tranquilina Iguarán Cotes, la razón primera de su escritura. Pero luego llegaron otras razones, las que zahieren el corazón y la conciencia, como reescribir la muerte absurda y truculenta de su amigo Cayetano Gentile -Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada (1981)- o denunciar la violencia hiperbólica que ha condicionado la vida colombiana desde el asesinato de Gaitán (9/4/1948) y el nefasto Bogotazo, a finales de los años cuarenta, como leemos en El coronel no tiene quien le escriba (1958) o en La mala hora (1962). Fue la necesidad de contar la historia de su familia, desde los temibles asaltos piráticos de Francis Drake a finales del siglo XVI, pasando por la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la matanza de las bananeras (1928), el origen de la saga de los Buendía y para ello tuvo que inventarse no sólo una parentela obsesinada con la maldición bíblica del incesto, sino inventar un mundo para que ellos lo habitaran, un topos universal y mítico que es también un estado de ánimo, un ethos llamado Macondo. Su denuncia de los estragos del totalitarismo resulta contundente en esa novela-río, hiperbólica, neobarroca, asfixiante, como es El otoño del patriarca (1975), que obligó al escritor a realizar todo tipo de excavaciones bibliográficas en los cimientos diacrónicos del poder. Fue la madurez del escritor lo que le llevó a considerar el amor como un poder de una potencia ciclónica o, mejor, un contrapoder, para paliar los efectos devastadores de la soledad, como leemos en ese kamasutra caribe, rutilante en su belleza formal, titulado El amor en los tiempos del cólera (1985), que es también un homenaje al amor de sus padres y a la ciudad de Cartagena de Indias.

Certificamos, con perplejidad dolorosa, cómo el escritor de la memoria, a través de una formidable paradoja del destino, se haya perdido en los últimos años en las brumas de la desmemoria, en una ciénaga de contornos inciertos, equiparándose en su vida real al personaje de Úrsula Iguarán, trasunto literario de su madre, doña Luisa Santiaga Márquez. Quien durante más de seis décadas había luchado por alcanzar la santidad laica de la escritura, murió el día que marca la transición del mundo profano al universo sagrado. No existen casualidades fortuitas en su obra ni en su vida. Tampoco lo es el hecho de que haya muerto el jueves santo, el mismo día que su inmortal matriarca macondina. Ahora queda la celebración de la Literatura y la orfandad de sus lectores.

 

La segunda muerte de Úrsula Iguarán enviado a Aurora Boreal® por José Manuel Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de José Manuel Camacho. Publicado también en el Diario de Sevilla http://www.diariodesevilla.es/article/opinion/1755324/la/segunda/muerte/ursula/iguaran.html

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